Ya no sobrevuelan los vencejos en el acogedor jardín de Raúl del Pozo. Es otoño y hace un frío de Calendario Zaragozano. Abarloados en su acogida andamos él y su maestría; mi hermano pequeño, Antonio Lucas, y yo. El hábitat es propicio para la celebración de la amistad. Es la hora de comer y sobre la mesa nos aguardan una empanada gallega de sardinas, unas verdinas salidas del magisterio de la cocina humilde de Asturianos (¡Viva doña Julia Bombín!)Julia Bombín!), fruta fresca y una botella de Gran Calzadilla, del que luego hablaremos.
“El cielo inmóvil tiene su razón, lo sé, pero la razón que hay entre nosotros existirá aún cuando este cielo haya sido borrado por el viento y el frío”, escribió el poeta de letras sublevadas Antonio Gamoneda.
Se arranca Raúl con su chorro inagotable: “No le digas a nadie los años que tengo, que si no no me contratan...”. Le digo que no se inquiete, que su secreto permanece bajo siete llaves en la “cámara acorazada de wikipedia”, y que sí al menos me deje escribir que vino al mundo un día de Navidad de un año señalado, como Jesús de Nazaret y Ava Gardner.
Raúl nació en La Torre, una pequeña aldea del municipio de Mariana, en Cuenca. Su infancia transcurrió entre veredas con polvaredas de trashumancia que recordaban a las secuencias cinematográficas del arreo de ganado en los western; también junto a su bicicleta, aquellas que eran para el verano, y que le llevaba hasta la capital de la provincia; a bosques frondosos que servían de refugio a los maquis, los más resistentes de la península; a las subidas al Cerro de San Felipe, donde decían que los días de claridad celestial se podía ver el Mediterráneo. “Ir al colegio me suponían 45 minutos de trayecto en la ida y otros tantos de vuelta. Yo creo que sigo vivo por todo lo que anduve entonces”, me cuenta Raúl, y zanja el asunto diciendo que nos dejemos de batallitas infantiles propias de cebolletas.
Con un desplante a lo Juncal cambiamos de tercio y entramos de lleno en la conversación con su torrente incontenible: “Querían que fuese cura, y yo no quería serlo y me hice maestro. Ejercí en Uclés, donde conocí a mi buen amigo Félix Sanz, exdirector del CNI, que dice que yo le enseñé Historia, lo que no es del todo cierto”. Seguro que como el maestro de Patxi Andión: “Hablaba de lo innombrable y de otras cosas peores”, y quizá por ello se cansó de Uclés y se fue a Barcelona: “Allí me hicieron director de un colegio que parecía un campo de concentración, al que iban los hijos de obreros de edades de 5 a 15 años. También fui camarero en un restaurante en Badalona al que acudían todos los obreros de la emigración”.
Siempre sucede, la vida no nos pone donde nos toca estar. Nos lleva adonde le da la gana. Sin preguntar. Las cosas suceden sin más. Raúl se puso a hacer autostop y llegó a París, donde vivió un año.
¿Qué hiciste en París? “Pasar hambre y ligar mucho -responde sonriente-. Viví un año allí y vi a De Gaulle por la tele, cuando él hablaba era de una rotundidad aplastante, como si cayera un bomba. Y luego le quemé la casa por accidente a Alberto Oliveras, que trabajaba de corresponsal. Me detuvieron y me llevaron en un coche de policía escoltado por gendarmes. Fue de película, parecía el presidente de los Estados Unidos”.
Después de una breve estancia de regreso en Cuenca, Raúl aterrizó en Madrid, y por recomendación de Umbral se puso a trabajar en Enofoto, donde escribía pies de foto: “Vete a Enofoto", le dijo el vallisoletano, "ganarás poco pero no pasarás hambre”. La primera exclusiva que logró fue de la reina de Bélgica, Fabiola, fotografiada por un italiano, Umberto, y con un pie de foto de Raúl que dio la vuelta al mundo: “La reina Fabiola deja abandonados a sus perros”. Tras esto, y con unos paisanos poceros de Cuenca, recorrió el subsuelo de Madrid y su reportaje fue a la primera página del diario Pueblo: “Madrid amenazada por las ratas”. Esto y el impulso de su amigo el periodista deportivo José María García le llevaron a la redacción de Pueblo.
Hacemos un alto en la conversación, que me sirve para llamar a José María y preguntarle por su amigo: “Es, como todos los genios, un tipo irrepetible. En tiempos pretéritos fue “un rojito” al que yo cariñosamente llamaba “el rojo de caviar” porque le gustaba comer bien, beber mejor y follar mucho. Es cariñoso, sumamente hipocondríaco. Le puedes llamar de todo menos viejo, porque te retira la palabra”.
“La vejez no es una batalla. Es una masacre”, escribió Philip Roth en Elegía.
Raúl se hacía con la ciudad, la conquistaba con su literatura de lo imprevisto, con la temperatura de las palabras. Las noches de aquella se sustanciaban en diferentes Ítacas: Oliver, Bocaccio y sobre todo en el Gijón. Le pregunto qué fue para él este lugar emblemático: “El Gijón lo era todo: Un sitio para ligar, dar sablazos e ir a tomar café a ver si nos invitaban. Era como La Colmena La Colmenade Cela, en la que se daban cita actores maravillosos, artistas, periodistas y escritores de la época: Gerardo Diego, quizá el mejor poeta de su generación, o Pepe García Nieto. De éste te cuento una anécdota estupenda: había una señora que atendía los lavabos y que estaba hasta los cojones de todos nosotros. Era la que avisaba en voz alta: '¡Fulano de tal, al teléfono!'. Y un día llamó: '¡Don José García Nieto!'. Él se levantó y preguntó: '¿Es por mí?'. '¡Sí, es a ti, gilipollas!'. Y se la llevaron a un siquiátrico”.
Por estos tiempos Raúl se encontró con el sociólogo Lorenzo Díaz, que ponía ya su voz en la radio. Le llamo también para que me hable de nuestro protagonista: “Raúl tiene una divertida relación con la radio. Llegó a ocupar la hora del Ángelus en Radio Nacional y los paisanos empezaron a decirle: 'Te hemos oído en la radio y te has cargado a la Virgen".
“Aterrizó en los sesenta en Madrid y como los recios jornaleros castellanos -apunta Lorenzo- tomó Madrid y desde entonces lleva disparando contra todo lo que se mueve. Es el padre fundador del nuevo periodismo y el periodista más completo de la Transición. Es nuestro Tom Wolfe particular. Blindado por la leyenda de mujeriego y amante de duquesas. Bolchevique de pluma incisiva. Forma parte del “gotha” de nuestro periodismo: Pla, Ruano, Umbral y Raúl”.
Raúl viajó incansablemente por todo el mundo también como reportero: Moscú, Buenos Aires, Roma, Santiago de Chile para contar la gran manifestación bajo la tarima de Salvador Allende, en Cabo Cañaveral contando el despegue del Apolo XI, o en la Isla de Wight, en la mayor comunión de trovadores pop de la historia. Nada se perdió este conquense audaz y la fuerza imparable de su lenguaje. “Si no eres millonario no te queda más remedio que ser simpático”, me apunta con proverbial humildad.
Estuvo también en todas las redacciones: Informaciones, Interviú, El Independiente, Diario 16... hasta llegar en los años noventa a la de El Mundo, en donde primero fue cronista de Madrid con una sección titulada “Capital de la gloria” y desde el 2007 ocupa el lugar que dejó Umbral en la última página de este diario. Le requiero para que me cuente cómo asumió esta responsabilidad y me responde: “Acojonado. Muchos me decían que no le llegaba a Umbral ni a la suela de los zapatos, pero yo lo que siempre quise fue defender la última página del periódico. Cada día quiero escribir el mejor artículo de mi vida”.
Raúl acunó a una camada de jóvenes periodistas de este periódico que le adoran, le siguen, le veneran. Alguno de ellos me ha dicho más de una vez: “Le debemos lo que somos”. Estos eran el desaparecido y añorado David Gistau y Manuel Jabois, Rafa Latorre o Antonio Lucas, a quien pido también que me preste su voz para hablar de su buen amigo: “Raúl del Pozo es un sabio confeccionado por una infancia de serranía que desde los primeros pasos aprendió a amar a los pájaros y el fulgor de las palabras. Lo extraordinario no es que sea un maestro del oficio, sino su capacidad de acelerar la energía. Tiene una pasión irremediable por el periodismo, por la amistad y por el idioma. Leer a Raúl es conocer un poco mejor lo que sucede. Tiene un cálido relente de dandi montés y sin querer ha llegado a convertirse en una leyenda para un par de generaciones más jóvenes. Raúl tiene el atractivo de los seres capaces de hacer que una sola vida no quepa en varias biografías. Ha convertido su jardín en una academia de complicidades, entre un granado, un naranjo y un laurel. Algunas tardes, alrededor de su butaca de mimbre despliega cuatro o cinco sillas para la charla con algunos cómplices; y mientras suelta una sentencia estremecedora acaricia el lomo blanco y desgreñado de la perrita Dana como quien pasa la palma de la mano por la única verdad que importa ahora que la noche puede ser más noche".
Me incluyo entre los que cada día antes de dormirse recita la letanía del “ruido de la calle” en la última de El Mundo, en la que Raúl desgrana clásicos con una versatilidad asombrosa. Sus renglones son una pasarela de enseñanzas de Virgilio, Homero, Cicerón, Horacio... Y los del Siglo de Oro, de quienes dice: “Eran 4 ó 5, se juntaban en El Mentidero De la Villa e incendiaban el lenguaje con sus obras en las corralas de la calle Huertas. Eran cinco shakespeares”. También el dramaturgo británico es un asiduo de su inspiración, quizá porque lleva su Macbeth cosido al corazón. Como dice Luis María Anson: “La escritura de Raúl está friéndose siempre en la sartén”. Su prosa es tan exacta como el mecanismo de un reloj de gama alta suizo.
Hace un par de años, como diría Serrat, para su mal la parca vino a llevarse lo que más quería, a su mujer Natalia, la princesa de Ferrara, su mejor compañía. Esa ausencia le dejó talado como al olmo de Machado. Un día escuché que el dolor no se puede contar, eso creí hasta que leí la columna obituaria que Raúl le dedicó a Natalia, un prodigio de sensibilidad, un surfeo impecable sobre la ola que te hace naufragar.
Ese día, su amiga y vecina Ana Rosa Quintana, atravesada por la pena, despidió entre lágrimas su espacio televisivo matinal.
También quiero sumar a Ana a este cuadro de voces en torno a mi invitado: “Raúl es mi amigo, mi vecino, con quien he pasado las mejores Nochebuenas de mi vida cuando nos sentábamos a la mesa con Natalia, mi madre, Juan y mis hijos. Navidades que no volverán. Raúl es un tahúr, un brillante conversador, un analista de afilada lengua y brillante pluma. Un periodista de los de antes con vida intensa y claroscuros. Nos queremos y, como los buenos amigos, hemos reído y llorado juntos. Me ha acompañado en los malos y los buenos momentos. En mi casa, que es la suya, le queremos y le admiramos, lo que no es muy habitual”.
A Raúl la tele le incomoda. “Nunca termino de decir lo que quiero -subraya-, sin embargo la radio me encanta, me lo paso muy bien los viernes con Alsina en la sección “Viva el Vino”, ¿la escuchas? Creo que tiene mucha aceptación”, remata. En la radio esgrime la democracia semanal de la palabra. En este devenir de voces reclamo, por alusiones, la de mi querido Carlos Alsina y se pronuncia con la rapidez del rayo: “Raúl es un niño libérrimo que disfruta poniéndole petardos en el culo a la gente siesa. Odia la fatuidad y el aburrimiento. Es un reportero de 80 años con 25 siglos de lecturas a sus espaldas que lleva toda la vida preparándose para escribir la próxima columna. Arma un folio nuevo cada día y sigue siendo capaz de sorprendernos. Raúl no es un columnista, es un milagro”.
Dice Lucas que Raúl es un Sinatra con las manos. No quisiera yo enmendarle la plana a mi joven hermano, pero añadiría que tiene la sedosidad de Cole Porter. Eso nos demostró hace apenas un año cuando el generoso Melquiades nos citó en el Café Varela para hacerle entrega del “nobel gallego de las letras”, el premio que anualmente otorga ese legendario local. Raúl se despachó una elegía de los cafés de la época para enmarcar.
Cerramos la conversación abriendo el vino y comentando sus memorias recién salidas al mercado y que cuentan de manera muy original dos periodistas amigos: Jesús F. Úbeda y Julio Valdeón, recuerdos a cuatro manos con narración muy fluida, de lectura magnética y divertido desde su título: No le des más whisky a la perrita (La Esfera de los Libros). Raúl convertido en un cofre de impagables experiencias, o, como diría de nuevo Lucas, son varios cursos de periodismo en un rato. No se la pierdan.
El vino no podía ser de otro lado que de Cuenca, de Huete, de una bodega inscrita en la Denominación de Origen de Grandes Pagos de España: Pago de Calzadilla, un maravilloso proyecto familiar emprendido por Paco Uribes y Celia Madero y que continúa su hija Paula, la enóloga. Abrimos un Gran Calzadilla 2013, la joya del Pago. Un vino que elaboran solamente los años que las uvas de sus parcelas dan una calidad extraordinaria. Vivo, sereno, rico en matices. Le pido a Paula unas palabras sobre él, aquí están: “Este fue el primer año que hicimos Gran Calzadilla como monovarietal, debido a que ese año tuvimos un cabernet sauvignon excepcional, con apropiadas condiciones climatológicas: primavera e invierno muy lluvioso, con dos días de helada grave y uno de granizo. Año muy sano para las enfermedades criptogámicas. Parada de la maduración por bajada de temperaturas en los primeros días de septiembre. Los vinos son de excelente calidad. PH más bajos de lo habitual. Crianza de 20 meses en barrica de roble francés, embotellado en 2015 sin filtrar ni estabilizar. Todavía no está en el mercado nacional, saldrá en un par de años. Es un vino lleno de energía, con una nariz viva, en boca entra suave y luego abre con volumen. Fruta, tabaco, chocolate, especias…. Espero que os guste!”.
La tarde se ha ido como un río en esta cariñosa conversación, me despido de Antonio y de Raúl reverenciando su jardín de trilogía botánica: granado, naranjo y laurel. Después de haber brindado por la amistad, por la vida y porque siga retumbando cada día el privilegio del “ruido de la calle”. Palabra de vino.