Blanca del Rey, el vino a los pies de una diosa
Junto a su marido, Manuel, Blanca del Rey ha convertido El Corral de la Morería en cita obligada del flamenco y la gastronomía
“Es sinónimo de arte, léase buen gusto, talante, maestría...", dice de ella Miguel Poveda; "respira arte por sus poros", añade Pitingo
“El baile es un cobijo, un quitapesares, luz en las tinieblas. Chorro de agua fresca para bocas sedientas”, explica Blanca del Rey
Todo se sostiene en la memoria, o en la luna creciente que nos iluminaba durante el momento de la conversación. “La noche y su sola luz”, que decía José Ángel Valente.
El artista nace, y me cuenta Blanca que nació en la calle de la Plata, en Córdoba, y allí con poco más de dos años se escapaba ya a bailar, a dar los primeros pasos, y cuando preguntaban dónde andaba la niña la respuesta era: “En donde La Coja, en el Bolero”. Le pregunto si es capaz de tener memoria de ese tiempo tan infantil y me responde que sí. “Tengo como fotos fijas de aquello. Por allí andaban las cantantes de canción española, también lo recuerdo”. “Aprendí jugando. De niña eres una esponja y por ello todo tu alrededor es un aprendizaje”. Su originalidad viene de esas enseñanzas en la calle. Crecer y aprender.
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A los nueve años se puso por primera vez una bata de cola y a los 12 debutaba en el Zoco, donde “mandaban los cantaores -dice- que cantaban lo que les apetecía y había que arreglárselas para bailar. Pura intuición, improvisación. Esa era una escuela a prueba de bomba y de llantos”. Prosigue con una curiosa anécdota: “Una noche el Niño de la Magdalena se puso a cantar por serranas, era la primera vez que escuchaba ese cante y me puse a marcar el compás con la mano en mi pierna hasta poder pillarlo, él se sorprendía de que yo no me arrancara y no lo hice hasta percatarme de que era como una seguiriya ralentizada”.
Y un par de años después a Madrid, como si le guiaran los versos de Gabriel Celaya: “Soñar que ese navío llevará nuestra carga de palabras hacia los puertos distantes, hacia islas lejanas”. Era una cría, tenía tan solo 14 años y recuerda que “venirse a Madrid fue muy duro. Ese desentrañamiento, esos miedos... Hoy es un viaje más, entonces era marcharse”. Aquí la descubrió Manuel del Rey y se prendó de su talento, se la llevó al Corral de la Morería, se enamoró de ella y cinco años después se casaron. Para toda la vida.
Manuel era un emprendedor, de familia de hosteleros con un gran olfato para los negocios y creó en ese espacio un local único en el que se emparentaban dos ecosistemas: el flamenco y la gastronomía. Y logró que los artistas tuvieran una estabilidad laboral y económica. Un abrigo contra el frío de aquellos años, finales de los cincuenta. Como todo lo nuevo, costó arrancarlo, arraigarlo: pureza en el arte, aderezado por una cocina afrancesada muy propia de la época. Lo nunca visto en una juerga flamenca.
Los 60 encumbraron al local, por allí pasaba medio Hollywood y un montón de personalidades del mundo de la escena internacional. Ahí se conocieron Farah Diba y el sha de Persia, y John Lennon intentó acordes de flamenco en una guitarra española hasta bien avanzada la madrugada. Cada noche había un arte.
En el año 63, muere Carmen Amaya, y Camarón, entonces un adolescente, cantó un fandango en homenaje a la bailaora y se fue corriendo de pura timidez. Dice Blanca que los tablaos siempre fueron la verdadera universidad del flamenco, donde unos aprenden de otros y van creciendo en su saber, su conocimiento, su experiencia. “Son como una jam session, pura improvisación, algo que no se produce en casi ningún otro escenario” apuntan sus hijos, Juanma y Armando, también presentes en la conversación.
Blanca del Rey acumula todos los premios: el Nacional de Flamenco, la Medalla de Oro de las Bellas Artes... Actuó al lado de Yehudi Menuhin, Ravi Shankar, o dirigida por Cristóbal Halfter, José Carlos Plaza, Maurice Béjart. Es una diosa. La gran dama del flamenco.
Pregunto por ella a una de las voces más acreditadas del momento, Miguel Poveda: “Es sinónimo de arte, léase buen gusto, talante, maestría... y muchos más adjetivos que honran su nombre y su impecable trayectoria. Blanca ha regalado a medio mundo la categoría y el compromiso con lo bien hecho, eso le hace valedora del respeto y admiración de toda la profesión. En mis encuentros con ella siempre he percibido el cariño y todo lo bueno que se refleja en esa sonrisa llena de buena energía con la que siempre te recibe. Es una innegable artista, pero también es un ser humano exquisito. Es inevitable hablar de ella y no nombrar a uno de los mejores tablaos del mundo, El Corral de la Morería. Allí sigue, apostando por las figuras del cante, del baile y la guitarra y por los nuevos talentos del flamenco. Me gustaría decirle 'gracias por existir, y porque se te mire por donde se te mire eres una artista y un corazón de gama alta”.
Proseguimos la conversación tranquila, fluida, didáctica. Escucharla es un aprendizaje. Su palabra poética, emana espiritualidad. Durante los diez años que paró su carrera artística para criar a sus hijos aprovechó para estudiar Historia del Arte, para hacer una profunda inmersión en el flamenco desde sus raíces. Su baile viene también de lo más hondo, del alma, donde nacen los sentimientos y la fuerza expresiva que lleva dentro. Siempre la han distinguido su pureza y su elegancia clásica, como la plasmada en aquellas estampas de Julio Romero de Torres que también se le quedaron como fotos fijas de la niñez escolar.
Un día en el taller de escultura de un amigo se puso a jugar con un mantón que le había regalado un tío de su marido, y este le dijo: “¿Eres consciente de lo que has hecho?”. Y así nació la legendaria Soleá del Mantón que tantas veces bailó en el Corral y por el mundo adelante. “El baile es un cobijo, un quitapesares, luz en las tinieblas. Chorro de agua fresca para bocas sedientas”. “El flamenco es una manera de estar en la vida”, remata Blanca.
Incorporo a la conversación a otro amigo común, a otra voz de las más distinguidas de este arte, Pitingo: “Qué puedo decir de Blanca del Rey que no esté dicho ya... Que respira arte por sus poros, que cuando mueve el mantón por soleá nos hace cantar con enjundia y a la vez con libertad, nos hace admirarla y nos enseña eso que todo el mundo no tiene y que nosotros notamos y palpamos: 'La Genialidad'. La Maestra Blanca del Rey no solo tiene esa genialidad al bailar, la tiene en la palabra, sus consejos son como notas musicales celestiales. Lleva consigo una luz cenital que ilumina su rostro como si en un escenario estuviese. Es dueña y señora de la guajira, la caña, las alegrías, soleares y bulerías, y en lo personal puedo decir dos palabras que lleva bordadas consigo: Buena Persona. Para mí es como una tía y la adoro como si de mi familia se tratara”. El flamenco transforma lo humano en divino.
El Corral de la Morería es un legado de su marido y por tanto una fuerte implicación emocional. Blanca sigue marcando la línea artística, descubriendo nuevos talentos, ayudando y enderezando savias nuevas, sumando nombres a los de Pastora Imperio, Carmen Amaya, Antonio Gades, La Chunga, Fosforito, La Paquera de Jerez o Paco de Lucía, que estrenó aquí Fuente y caudal.
La gestión del local desde comienzos de siglo la llevan sus hijos, Juanma y Armando, que han transformado este templo en otro de gran placer gastronómico hasta conseguir colocarlo en el olimpo Michelin (ostenta una estrella desde el 2018), de la mano de un espléndido cocinero vasco, David García, que ha sabido acompasar su cocina con la mejor bodega de vinos de Jerez del mundo. Escribió The New York Times que este es uno de los mil lugares que hay que visitar antes de morir. Por si acaso, y para que se sepa, ya he ido unas cuantas veces.
Volvemos a la palabra y a la quietud, y al momento de descubrir el vino que nos ha acompañado durante la conversación, que no hemos elegido ni ella ni yo, que santos tiene esta iglesia para estos menesteres: Juanma del Rey, que ha llenado esta mesa de una generosidad que contiene la respiración: Decano Napoleón añada 1730 de Pedro Domecq.
Tampoco esta vez quiero ser yo quien hable de este vino y le pido a Juanma que despliegue su insondable conocimiento:
“Nos encontramos ante uno de los vinos mas importantes de la historia de Jerez, y por tanto uno de los vinos mas importantes de la historia del mundo. Solera fundacional de Domecq. Una bodega que fue inaugurada en ese mismo año, 1730. El vino más importante de la bodega más importante de la historia de Jerez. En palabras de Beltrán Domecq: “El vino más viejo de la casa. Un vino que yo no llegué a probar nunca”.
Un vino reverenciado en la bodega. Solamente se embotelló en tres ocasiones. Con diez años de intervalo, 60 botellas en cada ocasión. Es decir, se embotellaron menos de 200 botellas en toda su historia.
El hecho de que figure como añada 1730 no significa en este caso que todo el vino sea de esa añada. Ya que es una solera. Pero una parte importante sí lo es. Posteriormente fueron añadiéndose a esa solera los mejores y más viejos vinos de Domecq, pero en cantidades muy pequeñas, teniendo en cuenta la cantidad tan limitada de vino que se ha embotellado en toda su historia.
Es muy difícil averiguar realmente la antigüedad de este vino, pero en palabras del propio Beltrán Domecq, muchos más de 100 años de edad media en la bota, a los que hay que añadir más de 40 en la botella.
Uno de los grandes vinos en la vida de las pocas personas que tengan la oportunidad de coincidir con una de esas pocas botellas (menos de 200), abrirla y fundirse con su contenido. Desaparecerá en ese momento una parte muy importante de la historia de Jerez, que no podrá ser recuperada, pero formará parte de nosotros. Y el vino tiene su sentido cuando se disfruta, sobre todo en compañía. Y cierra su círculo.
Decano Napoleón es un oloroso. Mejor dicho, es El Oloroso. El oloroso por antonomasia en la historia de Jerez. Un vino que por definición no ha tenido crianza biológica. Pero en el caso de Domecq, algunos de estos olorosos sí que comenzaban su vida con dos o tres años de crianza biológica, antes de emprender su larguísima etapa oxidativa. Lo que les daba mayor complejidad y finura.
En el caso de este Decano, es un vino apabullante de principio a fin. No solo las expectativas no defraudan, sino que se quedan cortas. Un vino de “echarse las manos a cabeza” la primera vez que nos exponemos a tanta grandeza en contacto con nuestro paladar.
El máximo exponente de la albariza jerezana. El máximo exponente de la historia de Domecq y su legendario pago Macharnudo. Es intenso en todos los aspectos imaginables. Con una sapidez inaudita. Pero a la vez con una elegancia sublime. Adjetivos casi incompatibles cuando llegan a sus máximos.
Encontramos con sorprendente intensidad, pero a la vez con una absoluta integración y elegancia, elementos como salinidad, un punto sutil de dulzura (siendo un vino seco, pero con una concentración alta de glicerina por el paso del tiempo en la bota) y el punto justo de amargo, que entre notas de vainillas, cacaos y cafés dan enorme personalidad a este vino, que refleja las señas de identidad de esta tierra con una contundencia/elegancia desconocidas.
Un vino, que han mimado cada día de su vida, varias generaciones de capataces desde 1730, que no han podido ver su obra terminada y que ahora tenemos el inmenso lujo de disfrutar y sentir en toda su dimensión. La esencia de Jerez.
Su alma, su corazón, su historia”.
Ante tanto esplendor enmudezco. Nos levantamos para despedirnos y Blanca me hace el último regalo: “En el Corral de la Morería se baila y se sueña”. Como Rabindranath Tagore, que soñaba que la vida era alegría. Palabra de vino.