Las ciudades y los países que habitamos están plagados de prohibiciones, como aquel que abre un manual de instrucciones que la costumbre, el decoro, la cultura y las normas oficiales le dictan todos los días sin necesidad de tener que repasarlo.
En España no somos ajenos a las reglas de urbanidad, oficiales, no oficiales y hasta neuróticas, como la que prohíbe a los niños jugar a la pelota en ciertos rincones que parecen haber sido diseñados para lo contrario: jugar, correr, desmandarse.
Digamos que nuestra normativa censura lo normal, lo sensato, aquello que es razonable para el bien común: orinar en la calle, armar jaleo a partir, dejar enseres y trastos en la basura el día que no toca, decapitar a tu vecino y una larguísima lista de NO(es) que garantizan la convivencia.
Existen países en los que el límite de lo prohibido se estrecha tanto que parece de broma. Un buen ejemplo es Arabia Saudí, donde los derechos humanos básicos son más bien el animal mitológico favorito de los activistas. Incluso hay uno donde casi todo lo que nos viene a la cabeza como posible se convierte en imposible. Está prohibido. No se puede. Cuidado.
Como explica el periodista Javier Lacort para Xataka en un reciente artículo, la primera sensación que el visitante tiene cuando aterriza en Singapur es la de pisar una enorme maqueta desinfectada. Todo lo que el ojo capta parece haber sido desenvuelto hace menos de un día. Espacios quirúrgicos, urinarios tan limpios que se podría comer en ellos, ni un solo papel caído por descuido en ninguna parte.
Esa sensación de quirófano o de distopía urbanizada parece ser compartida por los miles de visitantes que pisan la ciudad-estado y se topan de repente con las reglas que todos los singapurenses observan con orgullo nacional. Hasta los propios dichos o creencias populares ya mencionan lo obvio. “Si tratas de entrar en el país con droga, eres oficialmente la persona más estúpida del mundo”, en referencia a quienes quieren ser más listos que la bestia burocrática más lista de todas: el Estado. Una advertencia: traficar o entrar en el país con cierta cantidad de droga conlleva la pena de muerte.
Hay muchas, muchas prohibiciones que conllevan multa, cárcel o algo peor: cruzar mal la calle, llevar durián (una fruta local con un olor fuerte y desagradable) en el transporte público, caminar desnudos dentro de casa, dar de comer a las palomas, robar la wifi del vecino, tocar música en la calle sin licencia y otras tantas.
Una urbanidad radical de costumbres cuyo origen se remonta a las ideas del padre fundador, Lee Kuan Yew, Primer Ministro de desde la independencia en 1965 hasta 1990; con una visión marcada por la creencia de que el orden y la disciplina son esenciales para el crecimiento. Si los occidentales vemos algunas como puras excentricidades, dentro del país, todas estas reglas son percibidas por los propios singapurenses como una herramienta para garantizar una convivencia pacífica en un espacio reducido. Aquí, más de 5,7 millones de personas cohabitan en apenas 728 kilómetros cuadrados.
Una de las prohibiciones más conocidas es la venta de chicles. En 1992 después de que los restos de chicle pegados en el mobiliario urbano, los vagones del metro y las aceras se convirtieran en un problema de escala nacional, el gobierno decidió que era hora de imponer el orgullo nacional y la eficiencia en la propia concepción del país. Llegó la medida drástica que todavía hoy sigue vigente: la importación y venta de chicle en Singapur están prohibidas excepto para uso médico, como los de nicotina.
Otras similares, pero más beneficiosas para el bienestar pulmonar, son las reglas relacionadas con el tabaco. El país entero es un campo de minas para los fumadores. La mayor parte de las veces han de recluirse en sus propias casas para ‘echar el cigarrito’ y aplacar el mono. Apenas hay espacios públicos, incluso rincones designados, donde se permita combustionar a gusto, sin la mirada de la autoridad y correspondiente multa, que puede rondar los 2000 dólares.
Los singapurenses son estrictos, pero también tienen un sentido del bien común muy presente. Los trenes son puntuales como una bala en la cabeza. La limpieza es desde hace décadas una obsesión nacional, hasta el punto de extenderse a comportamientos insignificantes que en otros lugares no serían motivo de escrutinio.
Tolerancia cero a tirar de la cadena en un baño público, dejarse la tapa levantada o arrojar cualquier tipo de basura en la vía pública. Este incivismo que es moneda de cambio en muchas ciudades españolas nos puede costar allí otros 2000 dólares, o peor, unos cuantos días encadenados en el servicio comunitario, donde los infractores, ya al servicio de la municipalidad, llevan un chaleco llamativo para marcar su castigo.
Nada de toda esta higiene espiritual se le escapaba al propio padre fundador, que ya en el año 2000 admitió conocer el apelativo que otros en el exterior le habían adjudicado a su país: el ‘Estado Niñera’