Logroño, vendimia y cata
Un paseo en San Mateo por rincones de Logroño, "donde las tapas son un colmado de felicidad"
"Hierve ya Logroño para despedir a su venerado santo, el que anuncia siempre otoños y vendimias"
Asistimos a la cata vertical de Roda I, Cirsión y la nueva aportación al portafolio de la bodega, un Roda I Blanco 2019
Viernes a media tarde, en el día final de las fiestas de San Mateo, Logroño se nos aparece con “esa soledad en la que se está”, que decía María Zambrano. Hay una calma chicha que presagia una noche espoleada por los ánimos contenidos de celebración después de tres años.
Arrastramos nuestras maletas por el corazón de la ciudad hasta la entrada del hotel Áurea Palacio de Correos, una espléndida restauración de un edificio del año 1932. Este es un hotel con alma, elegante, que conserva la esencia de la construcción original. En su interior una muestra singular del arte postal, en la fachada se conservan los buzones originales y en la última planta una amplia terraza con vistas a la Plaza de San Agustín. Un lugar ideal para soñar.
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La hospitalidad en Logroño son las ramas del afecto originadas en un mismo tronco, los Santolaya: Susana Cabredo y Agustín y sus hijos María y Manu. Por ellos estamos aquí, con ellos, en su compañía, nos entregamos a este tiempo lento de La Rioja, al placer de recorrer diferentes espacios gastronómicos donde las tapas son un colmado de felicidad. Empezamos el recorrido en uno de los clásicos, “El soldado de Tudelilla”, y damos cuenta de su icónica ensalada de tomate y un bocadillito de sardina con piparras; para beber se impone una rendición al bodeguero y pedimos unas copas de Sela 2019, jugoso, fresco, ideal para prestarnos la animación necesaria para el recorrido. Irrumpe en la calle el sonido de una de las charangas más celebradas de la ciudad, cuya popularidad ha trascendido más allá de La Rioja, Makoki el Can y su Grupo Vela, liderados por el ocurrente Julián Bretón; su presencia eleva el calor de la fiesta.
Cambiamos de sitio, que no de rumbo, las calles empiezan a llenarse y la “Cuba”, llevada en andas, va camino de su entierro, del momento culminante de la semana. En el Sebas, otro de los históricos de la ciudad, nos aprovisionamos de sus espectaculares orejas de cordero rebozadas y su tortilla con picante que acompañamos por un Roda 2018 que nos enseña también su frescura y sus matices de frutas rojas. Una delicia.
Agustín nos propone terminar la jornada en el Complejo Deportivo Adarraga, donde a las 22,30 se disputa una de las semifinales de pelota. Será nuestro bautismo en este deporte tan arraigado por estas tierras del norte. Antes rematamos la faena culinaria en el “Rincón de Alberto”: un espléndido salchichón a la brasa, pimientos del cristal y una curiosidad para apuntar: un queso lituano, Dziugas, hecho con leche de vaca, larga curación y de un sabor único, entre un gouda y un parmesano.
Tapear por estas calles es la mejor forma de compañía y felicidad. Hierve ya Logroño para despedir a su venerado santo, el que anuncia siempre otoños y vendimias.
“Sabemos que la noche existe porque la tarde cayó al suelo, porque nunca conquistamos sus afueras”, escribió en un hermoso poema Antonio Lucas y a ello nos disponemos, a saber de su existencia en la periferia de la ciudad, al otro lado del Ebro, en esa especie de santuario de pelotaris que hoy cobija el bullir festivo de una de las semifinales del torneo de San Mateo. La vida emerge en este pabellón abarrotado de juventud y de tradición donde la emoción rebota incesantemente en una pared y contiene respiraciones hasta el desenlace de cada punto. Todo vibra y los apostadores no cesan en su llamada al desafío. La gente canta, corea, participa, es una comunión perfecta entre público y espectáculo. Todo lo que sucede es contagioso, magnético. En la salida se prolonga esa especie de entusiasmo infantil por el juego y continúan unos y otros desafiándose a las chapas. La noche de las maravillas que nos lleva a descruzar el puente mientras el Ebro se lleva a la amistad de paseo, sueña en la oscuridad riojana.
De vendimia, de cata
Amanece, la luz empieza de nuevo, derramada sobre la Plaza de San Agustín que destella en la piedra las huellas de una lluvia incipiente. Amparo y yo nos pertrechamos de paraguas para acercarnos a esa especie de joyería hortícola que regenta Pedro en el mercado de la ciudad. Ante la diversidad cromática de la huerta: melocotones, nectarinas, pimientos, tomates, berenjenas, uvas… cabe preguntarse: ¿quién dijo que Logroño era gris?
Frente a todas las ansiedades que nos asedian está la calma de una mañana en el campo de Haro, en medio de sus viñedos en pleno proceso de vendimia. En las fincas de Cubillas y el Chozo, nos reunimos de nuevo con Agustín y su sabiduría: Eugeniya y Linda, Miguel, Lluvia y Rodrigo (todos ellos profesionales del mundo del vino) más nosotros, nos movemos entre las viñas empujados por el bisbiseo de una brisa sin condiciones.
Decía Tucídides que “las anécdotas les suceden a las personas que saben contarlas”. Agustín es una de ellas, enmarca como nadie el relato de la historia con las condiciones de la tierra, nos sitúa en el principio: en la orogénesis que provocó este valle, en la sedimentación que llegó del norte hasta encontrar salida hacia el Mediterráneo. Este territorio marcado por la frescura de los vientos del norte y la calidez de los vientos de poniente que han traído hasta aquí también semillas de espliego, romero, tomillo… El discurso de nuestro anfitrión se centra en el tempranillo, en sus diferentes morfotipos, en la recolección y estudio exhaustivo que él e Isidro Palacios, su alter ego en esta búsqueda incesante, en la investigación genética de esta variedad hasta lograr acumular un saber que nadie tiene.
Desde este altiplano la vista del valle es el tapiz de la hermosura, la vida a cielo abierto con olor a uvas, a la vida latente en las horas de vendimia. La orfebrería en la viña, con un horizonte en el que la mirada se llena.
Después de un paseo a la vera del Ebro, en la parte posterior de la Bodega Roda y de atravesar el calado, nos sentamos en la sala principal para proceder a la cata vertical de Roda I en sus diferentes añadas: 2017, 11,10, 07, 05, y Cirsión 2019, 18, 17 y 16 más la nueva aportación al portafolio, un Roda I Blanco 2019.
En Agustín Santolaya habitan la elegancia y el saber contar, un saber enciclopédico, un decir de La Rioja de afuera y de adentro, con ese tono que huye de la estridencia y del alarde, que emana sabiduría y porta el don de la convicción y el carisma de la nobleza. En su discurso atendemos a explicaciones que hablan de heladas extemporáneas que alcanzaron también a Borgoña, Portugal y hasta Murcia. De años secos y cálidos que provocaron vendimias tempranas. Del añadido de graciano para aportar acidez. De añadas míticas para comenzar nuevas décadas, algunas con carácter atlántico, otras muy húmedas que favorecieron la propagación del mildiu. De cosechas equilibradas en donde la espera y la paciencia fueron un acierto. Años que le dieron a las viñas todo lo que éstas precisaban. De cómo se propusieron hacer un vino grande y nació Cirsión, que vive solo entre 8 y 10 meses en barrica, un vino ingrávido, con volumen y personalidad, de una elegancia suprema.
“En las cabezas nos ponemos lo que nos han dicho”, concluye Agustín.
Rematamos la cata con el proyecto recién nacido: Roda I Blanco, un vino muy gastronómico, que vive año y medio en tina de roble o bocoy y otro tanto en botella. Un disfrute que se promete vida larga.
Los vinos se entrelazan con una comida típica riojana: tomata (estamos en plena temporada), esa salchicha de morcilla que llaman delgadilla, menestra de verduras y bacalao en dos texturas: al pil pil y a la riojana. De postre un brownie de chocolate negro bien rociado por el aceite de la casa, esa maravilla mallorquina, Aubocasa.
En la sobremesa el tiempo se remansa, perderlo es ganarlo. La conversación se extiende por viajes, experiencias gastronómicas y profesionales: las de Luvia, Eugeniya y Rodrigo en Disfrutar, la de Linda en las tierras del cava y en Gramona, la de Miguel en la Baja California mexicana. Hablamos de vinos de diferentes procedencia, de la velocidad de los días, de los parpadeos vida que van hacia adelante y hacia atrás. “No hay otra vida que la vida consciente, esa podemos vendimiarla como si fuera viña cargada de frutos y sin dueño, una alegre tarde de otoño”, dice Andrés Trapiello.
El final de un gran día
Y de repente llegó la noche “con su único nombre” como la definía Elías Canetti, las calles de Logroño rebosan de vida. Camino de nuestra cena, pasamos por la hermosa concatedral iluminada de Santa María la Redonda, con sus esbeltas torres gemelas, con su tesoro interior: La Crucifixión de Miguel Ángel. Con su presencia asombrosa y magnética.
Llegamos a la par que Susana y Agustín al lugar de la cita, La Quisquillosa, un restaurante que regenta el chef Joaquín Aragón dispensando una cocina de producto muy honesta, espontánea, diversa, bien presentada y servida con esmero. El local es elegante y silencioso, un lugar en el que se corteja la felicidad.
Cenamos un tomate del terreno con bonito en semisalazón, unos excelentes canelones de pularda, trufa y bechamel de hongos y terminamos con una merluza de Celeiro al vapor emulsionada en su colágeno. Con el vino quisimos recordar a Manu Santolaya, que está iniciando su propio proyecto y adora las garnachas, y de paso homenajear a nuestro amigo David González Marcos, y pedimos una botella de Pancrudo 2020 de Gómez Cruzado, viñedos viejos de garnacha que dan un vino elegante y fresco, con mucha personalidad, para disfrutar de verdad.
Pasear con los Santolaya por Logroño es hacerlo prendido al reconocimiento y el afecto, es pararse a cada tanto a saludar. De regreso al hotel se imponía cerrar el día con un helado de Fernando Sáenz, Premio Nacional de Gastronomía, que concibe la heladería como una cocina, como cocinar en frío. Una delicia, un perfecto colofón para una jornada gloriosa.
En el amanecer de domingo hay un silencio cómplice de lo cotidiano, San Mateo es ya un rastro en el tapiz de tiempos venideros, de ese compás de espera del próximo septiembre.
En el retrovisor de nuestro coche se alejan las curvas del afecto apretadas a ese apellido familiar que para nosotros es Logroño: Los Santolaya.