Sangre y silencio en el año I del golpe de estado en Birmania
La resistencia al Gobierno militar se ha dividido entre las protestas silenciosas y los atentados violentos
El país está sumido en una crisis económica e identitaria que muchos interpretan como una oportunidad
Analistas indican que el Movimiento de Desobediencia Civil está más organizado que nunca
Se cumple un año del golpe de Estado que la junta militar perpetró en Myanmar y el gran parte del pueblo ha respondido con silencio. Chitón ante los más de 1.500 muertos -según cifras de la Asociación de Resistencia de los Presos Políticos- , ante la represión -alrededor de 9.000 detenidos-, las torturas o la intimidación que ha provocado el desplazamiento de alrededor de 400.000 personas; ante masacres como las de la pasada Nochebuena, cuando se hallaron al menos 35 cadáveres calcinados en el Estado de Kayah, dos de ellos eran parte del personal de la organización de ayuda, Save the Children, o la matanza en el Estado de Chin, donde aparecieron 10 aldeanos amordazados y asesinados por los militares.
Callaron los negocios, los estudiantes y los campesinos. Se mordieron la lengua los contrarios a la opresión. Fue un silencio orquestado que, paradójicamente, sirvió como un grito por la libertad y por la democracia. Enmudecieron a consciencia porque los militares suelen atajar el ruido con baños de sangre y mejor dejar de hablar en protesta que protestar antes de ser callados para siempre.
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El aniversario del levantamiento del 1 de febrero de 2021 llega con el país hecho trizas. La crisis en la que se encuentra la antigua Birmania está dejando unos índices de pobreza más pronunciados que antes de la detención de la presidenta encarcelada y Premio Nobel de la Paz en 1991, Aung San Suu Kyi. El clima es de máxima tensión y hartazgo ante un régimen que, según los analistas, ha fracasado y ha provocado que el Movimiento de Desobediencia Civil esté mejor organizado que en cualquiera de los golpes pasados.
El contexto es desalentador en Myanmar según el portavoz de Antonio Guterres, secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, quien en la víspera al aniversario del golpe militar destacó la necesidad de una “respuesta urgente” a la situación en la que se encuentra el país. “Las múltiples vulnerabilidades de todas las personas en todo Myanmar y sus implicaciones regionales requieren una respuesta urgente. El acceso a las personas necesitadas es de vital importancia para que la ONU y sus socios sigan actuando sobre el terreno. Las fuerzas armadas y todas las partes interesadas deben respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales. El pueblo de Myanmar necesita ver resultados concretos”.
Hasta el momento, el efecto que percibe la población tras una década de democracia continuada cortada de raíz hace un año es la profunda crisis en la que se encuentra la antigua Birmania. El paro toca techo cada mes en un contexto donde cada vez hay más pobreza. Los precios se disparan, especialmente los de los alimentos y el combustible; y el sistema sanitario, educativo e incluso la banca nacional están al borde del colapso. Al menos eso es lo que sugiere Yanghee Lee, exasesora de la ONU en el país y cofundadora del Grupo Asesor Especial sobre Myanmar, quien afirmó en una rueda de prensa que, a pesar de la crisis, hay cabida para el optimismo.
“Es un golpe de Estado fallido. El levantamiento de Min Aung Hlaing no ha tenido éxito en el último año y por eso están tomando medidas aún más drásticas para acabar con el golpe”, afirmó durante su comparecencia. “¿Por qué no ha tenido éxito? ¿Por qué ha fracasado? Porque el pueblo de Myanmar se ha resistido”. El argumento de Yanghee es que cuando el régimen tomó posesión del Gobierno, el movimiento de resistencia que se manifestó pacíficamente a los pocos días del golpe se ha transformado en una “revolución democrática”. Entre los logros por las buenas de la resistencia, Yanghee destacó el anuncio de una Carta Democrática Federal, el nombramiento de un Gobierno de Unidad Nacional (cuyo presidente provisional es Duwa Lashi La) y la formación de comités de administración popular. El precio hasta llegar este punto está siendo demasiado alto y paralelamente a la vía pacífica, la represión violenta de los militares está encontrando una respuesta armada por algunos grupos revolucionarios.
El martes fue el día en que se cumplió el primer año de Min Aung Hlaing en la cúspide del Ejecutivo y si algunos de sus opositores optaron por una protesta silenciosa, otros llevaron a cabo otros planes. Las ciudades más concurridas y los pueblos más tranquilos dejaron de funcionar desde las 10 de la mañana a las cuatro de la tarde. Instantáneas en las redes sociales muestran supuestas imágenes de la huelga silenciosa con calles vacías negocios cerrados.
El foco internacional se ha centrado en estas protestas pacíficas, aunque desde el Gobierno apuntan que también se han producido otro tipo de ataques más violentos. Mientras Yangon, la mayor ciudad del país, estaba casi desierta, grupos revolucionarios armados como Fuerza Regional Hlaing Tharyar detonaron bombas en diferentes puntos militares estratégicos. Algunos medios locales han publicado que no se produjeron víctimas mortales en los 46 atentados acaecidos entre el 22 de enero y el 1 de febrero. Otras informaciones apuntan a que el mismo día del aniversario, otro ataque del núcleo violento de la resistencia acabó con la vida de dos personas e hirió a 38. El término “terrorista” que el Gobierno militar utiliza para señalar a la oposición ciudadana incluye a los violentos, que protagonizan una estrategia de guerra de guerrillas cada vez más extendida, y a los silenciosos.
Los escapes de agua se multiplican dentro de Myanmar y los focos de oposición son cada vez más numerosos. Algunos piensan que la nave se hunde poco a poco. Además del silencio y de la violencia, también hay un movimiento cultural alternativo que llega a nuevas generaciones, existen emisoras de radio piratas que propagan mensajes contra la junta, se dan boicots organizados contra los negocios vinculados con los militares, cada vez se producen más casos de deserciones, incluso algunos ciudadanos se niegan a pagar las facturas para no dar un céntimo a los ejecutores del golpe, a los que también tildan de corruptos. Todos ellos se arriesgan a sufrir todo tipo de represalias en caso de ser descubiertos.
Los cimientos del Gobierno de Min Aung Hlaing también se tambalean fuera de sus fronteras debido a la presión internacional. Estados Unidos, Canadá y Reino Unido han impuesto sanciones a la cúpula militar (congelan los activos que éstos puedan tener en sus jurisdicciones y ‘prohiben’ a sus empresas a hacer negocios con ellos), multinacionales como Chevron han dejado de operar en Myanmar y el vacío impuesto por la ONU también se ha repetido en la Asociación de Naciones del Sudeste asiático.
A pesar del rechazo generalizado al Gobierno golpista de la comunidad internacional, algunos líderes opositores y organizaciones pro derechos humanos como Human Rights Watch denuncian que queda mucho por hacer para acabar con una situación donde se están produciendo crímenes de guerra. El optimismo y los achaques más pesimistas de realidad conviven entre las bombas, la sangre, la creatividad y el sueño democrático que mantiene entre rejas a la presidenta electa, Aung San Suu Kyi.