Irina tiene 23 años y ha llegado a Przemysl con su hija, una pequeña de 6 años, su hermana de 13, su madre y dos compañeras de trabajo con sus familias respectivas. Su padre se ha quedado solo en Irvin, su ciudad natal. Casi no han hablado con él. Las comunicaciones fallan y no es tan fácil hablar por teléfono porque Ucrania, al no formar parte de la UE, no comparte línea roaming con los comunitarios.
En Irvin ella trabajaba en las oficinas de una empresa láctea. Tenía una vida normal. Era feliz.
Irina es rubia, ojos azules, y sonríe como si hubiese nacido con la energía de quien sabe que no hay nada que se le ponga por delante. Desde hace tres días espera paciente un autobús que la lleve a ella y a su familia hasta Chera, un pequeño pueblo de la Comunidad Valenciana. Conoce España porque pasó los veranos de su infancia con una familia de acogida y de verano en verano aprendió un perfecto español con el que cuenta a NIUS cómo han sido las últimas dos semanas de su vida:
"La peor pesadilla a la que nunca me habría querido enfrentar", dice, con lágrimas en los ojos, desde su camastro lleno de mantas, ropa y juguetes desordenados de su hija, en uno de los módulos del campamento improvisado de acogida de la ciudad fronteriza de Przemysl, del lado polaco.
Hasta allí ha llegado con su familia después de un calvario. “Comenzaron a bombardear mi pueblo y nos metimos en un búnker. Estuvimos diez días allí”.
“- ¿Y cómo pasabais los días?
-No hacíamos nada. Charlar. Escuchar las bombas. Jugábamos a contar cuantas horas pasaban en silencio sin los estruendos. El tiempo se congeló”.
Cuando decidieron salir, un coche les llevó hasta la ciudad fronteriza de Leópolis, y desde allí hasta la frontera polaca fueron caminando. Diez horas soportando el frío de temperaturas bajo cero y cargando con su hija y con su madre, que vive como catatónica pensando en el marido que dejó solo en la guerra y que no sabe si volverá a ver nunca más, después de casi treinta años juntos de compañía profunda y planes de jubilación tranquila en el pueblo mediterráneo donde su hija pasaba los veranos.
Irina está echando una mano como traductora a los voluntarios españoles que han venido hasta aquí para organizar la acogida de refugiados que quieren ir hasta allí. Es su manera de pasar el tiempo y no pensar. Mantenerse ocupada le ayuda a olvidarse de la tragedia particular que está viviendo, así que pasa el día ayudando a familias como ella, rotas, divididas, que buscan un destino en el que olvidarse del trauma de las últimas semanas.
De vez en cuando toma un descanso y se va a ver a su hija Sofía, que el próximo 15 de marzo cumplirá 6 años. La pequeña juega en el parque infantil que han habilitado algunos voluntarios en el centro comercial. Hay hasta un castillo flotante y no faltan las chucherías y los divertimentos. Que los niños no lloren, que no sepan donde están, dónde no volverán o que crean que la novedad es emocionante, que la falta de rutina necesaria no es porque hay una guerra cruenta contra ellos.
Su hermana Ivanna, de 13 años, también está allí. Juega con otras adolescentes y cuando ve a su hermana a lo lejos se abalanza a darle un abrazo. A pesar de la diferencia evidente de edad, Ivanna es mucho más alta que Irina. Llega pegando unos brincos, le sacude la ropa a su hermana mayor, le abraza, le azuza la coleta e Irina comenta en un perfecto español incomprensible para ella: “Lo está llevando fatal. Ella y mi madre son las que peor ánimo tienen”.
Caminamos por los pasillos gigantescos del centro comercial-campamento, apostados en los laterales con colchones y mantas donde cada noche duermen pacientes las familias esperando su turno de salida. El ajetreo no para a ninguna hora decente y el bullicio es permanente. Los voluntarios y los policías e incluso militares polacos que ya custodian el lugar se lo están tomando en serio, y han colocado brazaletes de color amarillo o azul a las personas que tienen permitido el paso a partir de las siete de la tarde, cuando comienzan a prepararse para la noche. El amarillo es para los voluntarios. El azul para los refugiados.
Pasamos con Irina hasta el módulo donde duerme con su familia. Varios camastros juntos llenos de mantas. Cuando llegamos su madre está tumbada mirando al infinito. Es una señora guapa, con la piel curtida por el frío, gruesa, tranquila, apacible, simpática, aunque no entienda una palabra de lo que digo ni viceversa. Está mandando mensajes a alguien, probablemente a su marido abandonado en la guerra, que está solo en casa y se resiste a salir a luchar, aunque sabe que tarde o temprano deberá aprender a hacer cócteles molotov con La Resistencia. Ya hay milicianos por todo el país o combatientes del Donbás enseñando a sus connacionales a defenderse.
El módulo donde duerme Irina con su familia está bastante presentable y limpio para lo que podría ser dadas las circunstancias de agolpamiento. Miles de personas obligadas a entenderse en un espacio limitado y cada una con sus necesidades básicas por cubrir. Los voluntarios han instalado una cafetería-comedor donde constantemente están preparando comida. Hay de todo. Casi abruma. A la hora de nuestra visita se están repartiendo pancakes de Nutella, café, té, chocolate, pan, cereales y frutas variadas. Y siempre hay gente esperando con el plato de plástico en la mano. La ansiedad y el aburrimiento obligan a llenar el estómago.
Irina quiere enseñarme su maleta. ¿Qué echas en una maleta cuando tienes que abandonar tu casa porque fuera hay una guerra y no sabes si podrás volver algún día?
“Hice la maleta en 40 minutos. Todo lo que veía, lo echaba”, cuenta. Hay una sola maleta para las cuatro y cuando la abre, se notan las prisas y el desorden de la no lógica de la huida. “Ahora echo de menos mi ropa, y más cosas. Fotografías. Recuerdos”.
Al abrir la cremallera de la maleta, una cualquiera de color azul marino, rasgada por el paso del tiempo y el uso atropellado de correr hasta la frontera, salen muchos juguetes de su hija, pinturas, cuadernos de colorear, algún peluche, unas planchas del pelo y un secador, maquillaje, bastante ropa interior, un diario y la ropa de cuatro tallas diferentes. Poco abrigo, solo el puesto por encima de las mantas que han rescatado de la solidaridad.
No hay aparatos electrónicos salvo los teléfonos móviles pertinentes. Tampoco libros ni zapatos ni demasiadas cosas de aseo. Han rescatado desodorante, toallitas, gel o champú en el campamento proveedor.
“No es mucho, pero pesa. ¿Me ayudas a cerrarla?”.
“Claro. ¿Echas de menos algo que se te haya olvidado guardar?”, pregunta esta periodista.
E Irina se tapa los ojos con las manos de niña que engañan y llora. Hay una larga pausa. Y sigue llorando. Y se ríe, y vuelve a llorar.
“Echo de menos mi pueblo”, dice, en una lección de desprendimiento absoluto de cualquier cosa material.
Iñña tiene 39 años y diez hijos. El mayor tiene 17 y la pequeña uno y medio. Por el medio unos mellizos hiperactivos y un montón de hermanos y hermanas muy acostumbrados a cuidarse los unos a los otros. “Éramos felices, somos una familia muy unida”, explica. También son Evangélicos.
Su marido se ha quedado en casa, en Ucrania, obligado por la Ley Marcial a luchar por una guerra que no es suya ni de nadie como él. Así que ella cogió a su prole y se lanzó a la huida.
Hacemos esta entrevista en el centro comercial habilitado para acoger a los miles de refugiados que no paran de llegar a la frontera de Polonia, en la ciudad de Przemysl, en el módulo gigante dispuesto para familias como ellos. La traducción del ucraniano corre a cuenta de Luby, una ucraniana afincada en España desde hace 28 años y que cuando comenzó la guerra sintió el impulso de venir a ayudar.
Iñña es de la misma ciudad natal que Luby, aunque fue el hermano de ésta quien les puso en contacto porque desde que arrancó el conflicto se está dedicando a evacuar a vecinos y a familias como la de Iñña. Su próximo destino es España: “Vamos a España porque nos ha invitado gente buena”, dice la madre en ucraniano, traduce Luby a este diario en castellano; y constantemente la intérprete mira su teléfono porque su objetivo es meterles a todos en un avión en menos de 24 horas.
La historia de esta familia numerosa comienza como la de tantas vidas que se agolpan en el módulo lleno de camastros del centro comercial. Comenzaron las bombas y salieron corriendo casi con lo puesto: “Los niños vieron cadáveres en las calles, gente muerta”. Salieron en un autobús que no se detuvo hasta llegar a la frontera. Después, tuvieron que soportar largas colas y muchas horas de espera hasta que consiguieron cruzar; y ahora Polonia les recibe como el primer respiro de la incertidumbre.
Le preguntamos cómo se hace una maleta y qué se mete en ella cuando hay bombas sobrevolando el techo de tu casa que no sabes si va a reventar en cualquier momento. Maletas, además, para diez niños, la mayoría demasiado pequeños como para tomar decisiones autónomas al respecto.
“Tardamos dos horas. Y cada uno tiene su propia maleta. Hay tantas maletas como somos”, asegura Iñña, con una sonrisa en la cara. Alrededor de sus camas se agolpan las bolsas, mochilas, bultos con ruedas; y muchos juguetes desperdigados con la etiqueta puesta. No se sabe si son propios o heredados de la generosidad del campamento.
Sobre el contenido de la valija, lo primero en lo que pensó la madre de la tribu fue en los documentos de todos. Los pasaportes. Ninguno podía extraviarse o de lo contrario el error sería fatal e imperdonable.
¿Y qué pasa con los recuerdos? ¿Cómo se mete un recuerdo en una maleta que huye de una guerra improvisada? “No cogí fotografías porque hoy en día lo llevamos todo en el teléfono. Tengo todas las fotos de mi familia y de mi marido conmigo en mi teléfono móvil y las miro constantemente. Lo que más me recuerda a mi esposo es mi hijo el más pequeño. Ese es el recuerdo vivo, es un calco de su padre. Lo miro y lo veo a él”, asegura visiblemente emocionada.
Por lo demás, los básicos de cualquier familia, pero multiplicado por diez. Ropa, los adolescentes mucha ropa, la favorita, la necesaria para ellos. Ella, la madre, fue más práctica y no escatimó en pañales, útiles de aseo, algún juguete para las horas muertas de los más pequeños y un balón de fútbol que entretiene a todos siempre.
Le preguntamos si piensa volver a su casa en algún momento y si pensó en coger las escrituras de la propiedad porque en una guerra nunca se sabe, y quizá cuando vuelvan, si lo hacen, aquellas paredes ya no existan. Bien porque se las han arrebatado las bombas o bien porque alguien ha procedido a ocuparla. En una guerra todo vale y lo de menos son los papeles, la justicia y la propiedad.
Iñña mira incrédula al suelo cuando se plantea esta posibilidad: “Eso no va a pasar. Mi marido está allí defendiendo nuestra casa. Hemos vivido allí desde que nos casamos. Nunca la perdería”.
“Desde que salí, hablo constantemente con él (su marido) y no noto la distancia. Somos uno”, dice mientras saca, precisamente, una ropita de bebé de una de las maletas apostadas junto a su cama y se dispone a cambiar la muda sucia a uno de sus hijos.
Apenas unas horas después de esta entrevista, esta reportera se encuentra con Luby por los pasillos inmensos y atestados de gente del centro comercial. Su sonrisa la delata: “¡Lo hemos conseguido!”, me grita radiante nada más verme.
“¿El qué?”
“¡Meterlos a todos en un avión! Acaban de salir rumbo a Varsovia y de ahí para Madrid. Voy a reunirme con ellos mañana en España”.
Nos abrazamos mientras le pregunto, casi de broma, por el equipaje y lo que llevarán a España en sus maletas: “Esta vez sí que no han tenido tiempo de preparar nada. Se han ido casi con lo puesto para no perder el avión y han dejado algunas bolsas aquí porque no cabían todas en el autobús”.
“No importa lo material”, asegura la ucraniana. “Cuando lleguen a España compraremos todo lo necesario para ellos. Lo más importante es que olviden pronto el horror que han vivido y que esos niños guarden en su memoria la mirada de su padre”, añade.
Lo último que hicieron antes de salir fue hacer una videollamada de WhatsApp con él, “y todos se emocionaron mucho”, explica la voluntaria. Esperan reunirse pronto en España. Y mientras tanto, la tecnología ahorrará espacio en las maletas venideras y amenizará la espera ante el reencuentro imprescindible.