Cada vez que Estados Unidos llora a las víctimas de las armas, se escribe una nueva página del debate sobre su posesión, amparada como un derecho constitucional. Bill Clinton prohibió las de asalto hasta 2004, pero la ley no se renovó. Barack Obama lo volvió a intentar, pero se topó con la oposición republicana y con el todopoderoso grupo de cabildeo de la Asociación Nacional del Rifle.
La lista es interminable: 58 muertos en Las Vegas en 2017, 49 en Orlando en 2016 y en lo que va de año 250 en 250 ataques múltiples, algunos con tintes también supremacistas. El 28 de abril un joven blanco de 19 años abrió fuego en esta sinagoga de San Diego. Antes había expresado en las redes su fascinación por los ataques contra mezquitas en Nueva Zelanda.
En 2015 Dylann Roof se reía al confesar la autoría de nueve muertes en una iglesia afroamericana en Carolina del Sur. En 2012 Wade Page, supremacista veterano del Ejército, mataba a otras seis personas en un templo Sij de Wisconsin.
Las armas dejan huella también en los centros educativos. Hace dos años 17 víctimas mortales en un instituto de Parkland, en Florida. Y en 2012 veinte niños fueron asesinados en la escuela Sandy Hook de Newtown. Un sinfín de tragedias que se repite sin soluciones.