La ciudad de Nueva York, con 375.000 casos de coronavirus y 24.613 fallecidos, rememora en plena pandemia la lección de disciplina ciudadana que desplegó hace ocho décadas cuando un solo caso de viruela provocó una de las vacunaciones más multitudinarias y rápidas de la historia: 6.350.000 neoyorkinos se vacunaron en un plazo de cuatro semanas, como ha recordado esta semana The New York Times.
En 1947, el país se sacudía las lágrimas de la Segunda Guerra Mundial y miraba hacia el futuro con optimismo y un sentimiento de unidad. El televisor, los transistores y las máquinas Polaroid entraban en los hogares.
La primavera despuntaba en la Gran Manzana cuando un enemigo inesperado se disponía a poner a prueba la conciencia social de la ciudad. La viruela no era una enfermedad con la que convivieran los norteamericanos de aquella época aunque tampoco era una desconocida; a lo largo del siglo se habían producido brotes con víctimas mortales en Kansas City, Detroit o Denver.
En 1947, el virus seguía activo. Y lo haría por muchos años, ya que hasta 1980, la Organización Mundial de la Salud no consideró erradicada esta enfermedad con una tasa de mortalidad del 30%.
El uno de marzo de 1947, un hombre de negocios llamado Eugene Le Bar, de 47 años, hizo escala en Nueva Nueva York procedente de Ciudad de México. Su destino era Maine. Tras una jornada de turismo se sintió indispuesto con fuerte dolor de cabeza y en el cuello. Cuatro días después, ingresó en el Hospital de Bellevue con 40,5 de fiebre. Los doctores no lograban un diagnóstico concluyente. En su brazo, tenía la marca inconfundible de las vacunas que recibió de niño. Por precaución lo trasladaron al Willard Parker Hospital, un centro especializado en enfermedades infecciosas. El 10 de marzo, diez días después de manifestarse los primeros síntomas, Le Bar falleció.
Enseguida, empezaron a llegar otros pacientes. Primero un bebé de 22 meses, del Bronx; luego un joven de 27 años, de Harlem... Todos presentaban síntomas que los doctores relacionaron con el sarampión, aunque algunos rasgos no acababan de encajar.
La incertidumbre duró un mes. El 4 de abril, el Army Medical School Laboratory determinó que aquellos enfermos padecían la viruela. Atando cabos, dieron con el 'paciente cero': el difunto Eugene Le Bar.
En toda historia hay un héroe. En esta, el héroe es Israel Weinsteien, bacteriólogo y por entonces Comisionado de Salud de Nueva York, un cargo en el que apenas llevaba diez meses. De niño, había sido testigo del brote de viruela de 1901 en el East Side, que acabó con más de 700 vidas. A sus 54 años, conocía la letalidad de la enfermedad y las terribles secuelas que dejaba en los supervivientes.
Había que actuar con celeridad: un leve contacto o una tos eran suficientes para transmitir el virus. En 1947, la mayoría de los ciudadanos de Estados Unidos estaban vacunados de la viruela, pero se desconocía por cuánto tiempo quedaban inmunizados. Además, había una preocupación apremiante: Nueva York se preparaba para el multitudinario desfile de Pascua, que congregaría a miles de personas en la Quinta Avenida. Un escenario de pesadilla para cualquier responsable de salud pública.
Weinstein no lo dudó. Sólo había una solución: vacunar a todo el mundo y hacerlo sin demora. Ese mismo días, el 4 de abril, ofreció una rueda de prensa en la que expuso la situación. Todos debían vacunarse, incluso aquellos que ya lo hubieran hecho previamente. También los niños.
La propuesta era arriesgada, podría desatar la histeria colectiva y además las vacunas entonces no tenían el nivel de seguridad de las actuales.
Weinstein acudió a las radios para transmitir su mensaje. Lo hizo con claridad y transparencia. Describió la situación y la gravedad de la enfermedad. Les dijo a los neoyorkinos que no había excusa para no vacunarse. Su autoridad no fue cuestionada. No hubo 'fake news'. Los grupos antivacunas, si existían, no tenían un altavoz para hacerse oir. La credibilidad de los medios era alta. En la ciudad, miles de posters anunciaban: "No lo dudes. Permanece a salvo. Vacúnate".
Una vez transmitido el mensaje, el siguiente paso era obtener vacunas para 7.8 millones de neoyorkinos. Las primeras 250.000 dosis las custodiaba la Armada. Otros dos millones se adquirieron en laboratorios privados. El acopio de viales fue fácil, no existía el actual laberinto burocrático y administrativo. Nueva York tenía autonomía legal para tomar sus propias decisiones en salud pública.
El Domingo de Pascua, el mensaje de Weinstein no había calado todavía. Cuentan las crónicas que en una mañana radiante y cálida, un millón de personas acudió al desfile de la Quinta Avenida. Sólo 527 personas se pusieron la vacuna. Pero en aquel clima festivo, la noticia de nuevos casos de viruela empezaba a difundirse por la ciudad.
Enseguida, miles de personas empezaron a acudir a los puntos de vacunación, situados en hospitales y comisarías de policía. El efecto llamada había comenzado. Al éxito de la campaña contribuyó el miedo a las enfermedades infecciosas que había en el país en aquella época, especialmente a la polio, cuya vacuna tardaría cinco años en llegar. Además, los estadounidenses tenían fe en la ciencia y en la medicina.
El doctor Weinstein -consciente del poder de la televisión- vacunó ante las cámaras al alcalde William O´Dwyer, ante la presencia del presidente Harry S. Truman. Ese golpe de efecto acabó por sensibilizar a la población. Miles de voluntarios se embarcaron en la campaña de vacunación, que en una semana consiguió inmunizar a 850.000 escolares. En las siguiente dos semanas, se habían vacunado cinco millones de neoyorkinos.
El diez de mayo, sólo dos meses después de la muerte del paciente cero, Eugene Le Bar, el doctor Weinstein declaró que el peligro había pasado.
Se habían vacunado 6.350.000 personas. El brote se daba por erradicado tras dejar apenas 12 infectados y dos fallecidos.
Sin embargo, para Weinstein, la historia tiene un final agridulce. El hombre cuya determinación salvó miles de vidas dejaría su cargo siete meses después de aquellas semanas que hicieron temblar a Nueva York. Achacó su dimisión a "conflictos personales". Se trataba de celos. Sus superiores no pudieron soportar la celebridad del bacteriólogo, cuya presencia en los medios despertó muchas envidias, una enfermedad para la que no hay vacuna.