Acudir a este gimnasio en la ciudad afgana de Kandahar es un acto de resistencia. Ser mujer es este país gobernado durante una década por los talibanes es casi un pecado y para ellas -casi todo lo que para nosotros es lo normal- es una revolución. Se suben a la elíptica con su nigah y a pedalear.
A este local vienen las mujeres con su indumentaria tradicional, la nigah que solo dejan su cara al descubierto. Hacen cola para entrar y toman las medidas higiénicas necesarias en tiempos de pandemia, antes de comenzar su entrenamiento.
Ataviadas con la nigah, estre grupo de afganas, se suben a las máquinas para practicar deporte. Resulta curioso y sorprendente que sea con estas túnicas negras y no con las mallas con las que hacemos ejercicio en occidente, lo normal.
Detras de este gimnasio esta ella, Maryam Durani, una activista de los derechos de las mujeres de 36 años que lleva mucho tiempo luchando por sus derechos en Afganistán. Su tarea no es nada fácil en un país, donde todavía se siente la pesada influencia de los talibanes tras gobernar desde 1996 al 2001. Así ha contado esta experiencia y de las reacciones entre los hombres: "Lo que me molestó fue la reacción negativa de los hombres a nuestro club. Incluso me insultaron porque pensaron que estaba en contra de la Sharia" ha contado Durani.
Ahora, poco a poco la sociedad se va a abriendo y estas iniciativas empiezan a estar mejor vistas. Incluso algunos hombres admiten que "estos clubes son beneficiosos para la salud de las mujeres y con el ejercicio, algunas enfermedades se curarán. No nos oponemos a esos clubes de mujeres y queremos más".
La activista, que también dirige una radio para mujeres, no piensa rendirse y defiende este gimnasio, porque contribuye a mejorar sus derechos. Unos derechos que peligran con una previsible vuelta a la escena política y social de los talibanes, partidarios de prohibir la educación de las mujeres y su salida sin estar acompañadas por un hombre de la familia.