Lucha sin confinamiento de los transexuales en Venezuela
Carolina se enteró hace seis meses que es VIH positivo, pero en Venezuela no hay retrovirales
Carolina tiene 28 años y es una mujer transexual. Pelo largo, teñido de amarillo en las puntas. Alta, imponente y con cara de saber lo que quiere porque la vida no le ha dado muchas oportunidades de pensárselo dos veces.
Lleva cinco años prostituyéndose en un hotel del centro de Caracas que necesita una mano de pintura y un poco de salubridad básica. Las habitaciones por horas donde trabaja Carolina y un montón de chicas más, se alquilan por 50 mil bolívares, como treinta céntimos de dólar. Es nada en un país donde todo es caro y todo se vende por encima de las posibilidades de cualquiera.
Así que Carolina gasta en la habitación donde se prostituye muy poco dinero de los 10 o 15 dólares que le paga un cliente por cada servicio. Cuando entra al hotel caminando contoneándose, pero no como quien imposta un movimiento aprendido sino como quien tiene esa gracia o desparpajo natural en su energía diaria, saluda al dueño con una educación de costumbre y le pide una habitación libre a través de la ventanilla sucia del recibidor.
Detrás del viejo que la atiende hay una treintena de llaves oxidadas colgando de unos pequeños ganchos de hierro más oxidados todavía y pegados en la pared sin orden ni concierto. En la repisa de la ventanilla hay unos preservativos pegados al cristal. Cerrados. Parecen de exposición, o una carta de presentación de la fonda, como diciendo: “usamos condón, somos salubres, (“¿sanos?”). No te dejes engañar por las primeras impresiones”. Probablemente lleven años caducados, pero nadie lo sabe.
La habitación para atender a los clientes es un cuartucho desagradable con un colchón maloliente que tiene una sábana blanca sucia colocada encima como para disimular que hay cierto orden o decoro. No hay nada en las paredes carcomidas por la humedad salvo palabras escritas con rotulador negro o rojo, firmas de amor fugitivo para siempre, orgasmos de salud prohibida.
Al fondo a la izquierda hay un baño sin luz y sin agua que Carolina nunca usa, aunque asegura que a veces le toca dormir allí.
“Eso me tiene muy preocupada porque ahora con la pandemia y el virus, una no sabe dónde lo puede coger o dónde han estado mis clientes. Y mira este lugar. Qué asco”. Y mueve la cabeza como si acabase de descubrir lo repugnante del lugar donde hacemos esta entrevista.
Carolina trabajaba en una peluquería familiar hace unos años, pero cuando perdió este empleo, la prostitución fue lo único que encontró en un país, Venezuela, que es uno de los más atrasados de América Latina en lo que a derechos de la comunidad LGTBI se refiere. Los y las transexuales se llevan la peor parte por el estigma y el tabú imperante en una sociedad atrasada en lo cultural, lo religioso y lo legislativo.
“Me tocó ponerme a trabajar de esto porque fue lo único que conseguí. Para las demás personas nosotras no somos normales; entonces es muy difícil conseguir un trabajo “normal” y esto es lo más fácil”. La cuarentena obligatoria en Venezuela, que continúa vigente y por el momento no hay atisbo de ningún plan para su flexibilización por parte del gobierno de Nicolás Maduro, ha agravado su situación. La policía les hostiga más que nunca porque no pueden permanecer en la calle.
“Es hipócrita porque nos echan de la calle, incluso nos amenazan con pegarnos, hace poco nos apalearon, todavía tengo las marcas en las piernas”, se queja Carolina sentada en su cama mugrienta de oficio, “y cuando acaban su turno vienen a pedirnos un servicio. Son nuestros mejores clientes. Los taxistas, los policías y los militares son los más fieles”.
Carolina está acostumbrada a enfrentar borrachos y maleantes. Una vez incluso la dispararon en el pecho y enseña las marcas de las balas que no la mataron de milagro. Una compañera trans prostituta la llevó al hospital porque nadie se paró a mirarla por la calle. “Lo que yo hago es correr y correr. Me he pasado mi vida corriendo”. Carolina se enteró hace seis meses que es VIH positivo, pero en Venezuela no hay retrovirales. Así que necesita urgente una atención médica que no existe.
“¿Por qué no lo dejas?”, le pregunto. “No puedo. Mantengo a mi mamá y a mi hermanito de ocho años y no quiero que pierda sus estudios”.
Ninguna ley venezolana protege a los hombres y mujeres transexuales ni salvaguarda su derecho a una identidad. A pesar de que la Ley Orgánica de Registro Civil publicada en la Gaceta Oficial en 2010, establece en su artículo 146 que “toda persona podrá cambiar su nombre propio por una sola vez (…) cuando este sea infamante o la someta al escarnio público”; la ley no menciona la posibilidad de cambio de nombre por motivos de cambio de género en la documentación personal y hasta la fecha, ninguna persona transexual ha podido realizar este trámite en Venezuela.
El coste del tratamiento por 360 dólares al año: salario 4 dólares/mes
Rummie dejó de estudiar precisamente porque no se sentía identificada cuando le llamaban Rigoberto en el liceo. Rigoberto es el nombre que sus padres le pusieron al nacer, pero no es su nombre “sentido”.
Rummie es una activista por los derechos de la comunidad LGTBI y su colectivo Divas de Venezuela lucha por visibilizar cada día las necesidades de las personas sexo-diversas en una sociedad estancada. Fue consciente de que era una mujer cuando tenía cuatro años y en el colegio le preguntaron de qué se iba a disfrazar para la fiesta de carnavales. “De Batichica (la novia de Batman)”, respondió. Le rieron la gracia hasta que se dieron cuenta de que no era una broma. Después empezó el tabú irreverente.
Rummie ha sido atleta profesional y bailarina; y hace años que dejó de hacer el “tránsito”, el proceso de hormonación química que los hombres y mujeres transexuales deben hacer para cambiar físicamente su cuerpo. “Es que yo no siento que haya tenido que estar transitando para ningún lado. Yo siento que siempre he estado en el lado que corresponde, y el lado que corresponde es que Rummie es mujer más allá de cualquier cosa”.
Asegura que ha cambiado su cuerpo a través de sus conocimientos físicos como deportista y bailarina; y también a través de un proceso mental basado en el deseo y la meditación. Pero si Rummie hubiese querido hormonarse tampoco podría haberlo hecho, al menos con cierta asiduidad, en Venezuela.
Una persona transexual necesita invertir un aproximado de 360 dólares anuales en hormonas para conseguir su cambio físico deseado. Es una cifra inaccesible para la mayoría de bolsillos venezolanos; en un país donde el salario mínimo mensual apenas llega a los cuatro dólares.
Joseph, un chico transexual de 28 años decidió comenzar su tránsito hace solo dos años, cuando tenía 26. Necesitó toda una vida y unas cuantas sesiones de psicoanálisis para darse cuenta de que lo que le pasaba es que no era una mujer.
“El primer año tuve nueve trabajos para poder comprarme hormonas. De las cosas más raras que he hecho para conseguir dólares ha sido hacer tesis de fin de carrera a estudiantes. También he sido costurero. Y pensé en la prostitución”, se ríe al recordarlo. Ahora escribe guiones de ficción a un canal internacional de televisión; pero todo lo que gana lo invierte en testosterona que no encuentra en farmacias tradicionales, sino que tiene que recurrir a tiendas de suplementos deportivos.
Como la mayoría de transexuales en Venezuela, Joseph se automedica a través de tutoriales de internet y de la información que de manera autónoma recaba en la red. “Me documenté bien de cuáles podían ser los efectos secundarios y comencé a hormonarme por mi cuenta. La mayoría no tenemos los medios para asistir a un proceso de seguimiento médico”.
Sin protocolos, sin derechos, sin reconocimiento legal
En la actualidad, no hay un protocolo de atención médica a las personas transexuales en Venezuela, como sí existe en otros países de la región como Argentina o Uruguay. Joseph intentó acudir a un especialista antes de comenzar su tratamiento hormonal y el resultado fue nefasto. “Un médico me dijo que tenía una parafilia por ser transexual. Una parafilia es una categoría donde están englobados algunos trastornos mentales como la necrofilia, la zoofilia o la pedofilia”.
En otra ocasión, una endocrinóloga le preguntó si “jugaba con muñequitos cuando era niña”. “Yo no voy a un endocrino para que me haga una sesión psicológica y trate de comprobar si soy trans”, asegura. “Parece que tienen que darme el visto bueno sobre mi condición mental y mi condición de transexual, como si tuviese que demostrarles lo que soy. Los médicos en Venezuela no están preparados para acompañar a este colectivo, así que estamos solos”.
El mundo de las fiestas drag
La noche caraqueña es un reducto semi clandestino de libertad para la comunidad LGTBI en Venezuela. Sus fiestas, estigmatizadas por una gran mayoría de la población, son de las opciones más divertidas que se pueden encontrar en una ciudad deprimida por la crisis y con pocas opciones reales de ocio.
José Morillo es un chico tímido y de aspecto normal que durante el día tiene un trabajo aburrido en una empresa de telecomunicaciones estatal. Pero por la noche se transforma en su alter ego, en su diva, en su parte femenina: La Drilo Queen, una sirvienta muda inspirada en una obra de teatro.
José trabaja en una discoteca conocida en el mundillo como Pullman Bar y cada noche interpreta como nadie a Adele, Mónica Naranjo, Olga Tañón o Amanda Miguel. Moskowa, Revo Disco Club, Triskel, Koa o La Fragata son otros de los lugares de ambiente más populares de Caracas, y todos ellos se encuentran en una zona denominada el Bulevar de Sabana Grande, un hervidero comercial durante el día y con mala fama por la noche.
El Bulevar muere para la mayoría con la caída del sol y el cierre de los comercios, pero las discotecas de las drags despiertan cuando se van los curiosos y sus puertas de entrada despliegan sus luces de neón fosforescentes. “Me gusta travestirme porque me siento libre. Una drag es exagerada, histriónica. La Drilo Queen es lo que yo no soy, porque yo soy tímido y me da miedo salir de noche. Mi familia sabe lo que hago, pero no hablamos del tema en casa”, explica José.
Hace casi tres meses que José y sus compañeras de escenario, Mónica Mondragón, Deus Queen, Viktoria Drag o Diva García no cantan en su discoteca. La cuarentena ha paralizado su mejor sustento. Con las propinas de una noche en dólares pueden ganar hasta diez veces más que en sus trabajos de salarios mínimos públicos o privados.
Es viernes y esa noche han quedado en casa de una de las chicas del grupo para hacer su propio show. Se visten, ponen música, se maquillan y se repiten a sí mismas una y otra vez quiénes son en realidad. Le pese a quién le pese.