Hogar San José: el rincón de Caracas lleno de ancianos españoles que necesita ayuda urgente
Un tercio de los 150 residentes en el Hogar son españoles que llegaron a Venezuela durante la posguerra
La madre superiora ha lanzado un campaña en las redes sociales para conseguir fondos
Sor Carmen es la madre superiora del Hogar San José de Caracas, una casa fundada en el año 1954 y que está ahí, imponente, pero discreta, en una zona poco transitada al este de la capital venezolana. Hay que entrar en el Hogar para darse cuenta de la presencia elegante y salvaje que emanan sus propósitos, pero una vez empapados, la Casa permanece en la memoria del visitante.
El Hogar tiene patios interiores amplios, luz solar por doquier, una arquitectura de estilo colonial, numerosas estancias en una estructura laberíntica e imposible para un forastero y una intra-iglesia, la joya de las Hermanas para sus rezos diarios y constantes.
Además de todo eso tiene 150 residentes de la tercera edad que dependen absolutamente de los cuidados de las diez religiosas de la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, que es la hermandad de Sor Carmen y las demás: Sor Pura, la que sale temprano cada día para comprar la comida y conseguir gasolina (Sor Pura negocia con los militares, que custodian las gasolineras en Caracas, para conseguir gasolina en tiempos de crisis y escasez, como ahora); Sor Oxana, la cocinera, Sor Margarita, la bibliotecaria…
Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados es una congregación que fundaron unas monjas españolas a finales del siglo XIX y que llegaron a Venezuela y a otros países de América Latina durante las primeras décadas del XX. En el salón principal del Hogar San José de Caracas, un cuadro de los Reyes Felipe y Letizia de cuando eran más jóvenes y todavía eran príncipes a la espera del legado emérito, recuerda ese pasado fundacional en el viejo continente.
Junto a los príncipes-reyes, hay otro cuadro; el de Teresa de Jesús Jornet e Ibars, la monja catalana fundadora de toda esta imponencia que se lanzó a hacer las américas.
Un tercio de los residentes son españoles
Sor Carmen, que nació en Ecuador, pero vivió muchos años en Colombia y ahora lleva tres dirigiendo este hospicio de viejos, tiene 62 años, aunque podrían ser diez más o diez menos debajo de su hábito blanco impoluto que solo permite mirarle el rostro, aunque su sonrisa es juvenil y hasta pícara por necesidad en la ciudad de la furia.
Dirige a golpe de alegría, trabajo duro y confianza en Dios, la providencia y las donaciones imprescindibles de católicos remanentes, esta residencia de ancianos donde hay huéspedes de todas las nacionalidades, pero llama la atención que la tercera parte, 49 en total, son españoles y españolas con acentos cantarines de la patria multidiversa.
Llegaron en los años de la posguerra de un capítulo en la historia de España que dejó heridas abiertas por doquier. Para ellos no había futuro en su tierra y se lanzaron a un continente que ofrecía sol y oportunidades. Alguno incluso dice que emigrar "estaba de moda" en aquella época, como dando por hecho que nadie en su sano juicio elegiría quedarse en unas ruinas que se reconstruirían a base de dictadura, hambre e incertidumbre.
Aquellos niños o jóvenes de esas décadas para olvidar son sobre todo gallegos, asturianos y algún madrileño o mediterráneo, que llegaron a la Venezuela petrolera y próspera y encontraron las oportunidades que habían anhelado en el calor de su aldea masticando, seguramente, un mendrugo de pan duro para calmar el rugido del estómago hambriento.
Se quedaron en el caribe, se casaron, generalmente con otros españoles, tuvieron hijos y muchos ni siquiera volvieron de visita. El siglo 21 de su presente es futurista para unos huesos estancados en los recuerdos y unos cuerpos en achaques constantes por la enfermedad irremediable que es la vejez.
Los ancianos que viven en el Hogar San José y que Sor Carmen y el resto de religiosas sacan adelante con uñas y dientes y esfuerzo personal y comunitario; están solos en la vida y no son de aquí ni de allí. Ni de América, ni del Viejo Continente. Ni de Venezuela, ni de España. Su limbo es el drama del no saber qué hacer, donde ir o hasta cuando seguir latiendo aparentemente por nada. Sin embargo, la vida dentro de la casa es arrolladora.
Sor Carmen es bajita y tiene un teléfono inteligente que no le cabe bien en su mano diminuta y dedos ágiles para escribir tuits. Usa Twitter con la misma familiaridad con la que reza el rosario cada día después del Ángelus.
"He lanzado una campaña en redes sociales para conseguir dinero para el Hogar San José. Necesitamos recursos porque con la cuarentena por el coronavirus han parado las donaciones y estamos en época de vacas flacas. Ahora no es fácil conseguir alimentos, medicinas, útiles de aseo para los viejitos, pañales; la pandemia nos tiene a millón de escasez", dice Sor Carmen mientras mira su teléfono móvil con vistazos rápidos una y otra vez.
En Twitter dan a conocer su situación para llamar la atención de quien les pueda ayudar. Y funciona. De esta manera les han contactado católicos con cierto poder adquisitivo que quieren ayudar en tiempos de coronavirus y enfermedad. Pero lo que más le preocupa a Sor Carmen es el agua.
"En Venezuela no hay agua y en Caracas tampoco porque el servicio de abastecimiento es pésimo", dice. "Y desde que comenzó la cuarentena, la situación se ha agravado notablemente. Tenemos un proyecto para canalizar el agua de lluvia y poder reutilizarla para atender las necesidades de la residencia, pero necesitamos dinero para eso porque hay que pagar la obra, a los ingenieros… Por eso estoy activa en las redes sociales. Hay que estar ahí y darse a conocer. Es la única manera de que sepan que existimos. Y yo lo hago por mis viejitos, que se lo merecen todo. Para que estén bien, y limpios y sanos; porque si no les cuidamos nosotras, nadie les va a cuidar".
Y la fe, claro, no basta.
Ayudas de la Xunta y el Gobierno
A estas monjas de esta residencia del barrio de Los Dos Caminos en Caracas, las ayuda con una donación económica indeterminada (no es pública la cantidad) el gobierno de España y la Xunta, por la relación evidente de Galicia con Venezuela debido a la gran cantidad de emigrantes gallegos residentes en el país caribeño. "Pero no es suficiente", reclaman las sores."Necesitamos más, y sobre todo ahora".
Ahora es cuarentena estricta, todavía, en Venezuela, donde los casos están subiendo y la preocupación aumenta en un lugar lleno de personas que son grupo de riesgo y en un país donde el sistema sanitario está completamente destruido. Contagiarse sería, probablemente, morir en cadena.
"Un solo caso dentro sería mortal para todos", asegura Sor Carmen.
Por eso, durante estas semanas, las reglas son estrictas. Nadie ajeno al Hogar entra sin un permiso especial y ningún residente puede salir a la calle. Antes, el que podía, mejor o peor, salía a dar un paseo por el barrio para romper la rutina de un diarismo que desde hace cuatro meses está marcado por el encierro, los horarios de las comidas que las monjas siguen manteniendo con lo que pueden: arroz, frijoles, y algún chorizo para acompañar el hidrato que Sor Pura, la de las compras, consigue por la caridad a buen precio en el mercado; la eucaristía de la mañana y las horas de dominó, el entretenimiento venezolano popular por excelencia y no solamente entre la generación de la tercera edad, terminan de marcar los días de la marmota.
Luis Fernando Lago tiene 88 años y es de la provincia de La Coruña, cerca del Cabo de Finisterre. Lleva en Venezuela 65 años, pero mantiene el acento de su pueblo como si nunca se hubiese ido de la tierra que le vio nacer. "Hay que matarme pa’que se me quite eso, hombre", dice riéndose y vestido con unos pantalones vaqueros dos tallas más grandes.
Luis llegó a Venezuela en esos años de irse de España y en Caracas trabajó aquí y allí y le fue bien. "Llegué en el año 55. En aquella época cada uno arrancó para donde pudo y yo llegué aquí". A España volvió cuatro o cinco veces de visita, pero se casó en Venezuela con otra española y en Venezuela tuvo una hija que ahora vive en EE.UU, con su nieto; y no les ve.
Al Hogar de Sor Carmen llegó porque su mujer se murió de alzheimer y a él le dio un ictus. Llegar aquí es tener suerte, porque lo otro es morirse sin que a nadie le importe o sin que nadie se entere.
Otro huésped, Isidro, está terminando con ganas su plato de arroz blanco en el comedor a la hora del almuerzo. Isidro es un caso raro. Es el único madrileño del Hogar San José.
“Nací en Chamberí el 15 de mayo de 1936, y me pusieron el nombre del santo de la ciudad”, cuenta entusiasmado recordando al detalle sus memorias a largo plazo mientras se levanta de la mesa y camina dando saltitos cortos con un vaso de plástico y unos cubiertos dentro. Va hacia su butacón favorito en el patio de arriba.
Isidro trabajó de joyero veinte años y después fue chófer de familias venezolanas de clase bien. Su mujer, que era alemana, se murió en un accidente de tráfico y él tuvo que mandar a sus hijos a Alemania porque no podía hacerse cargo de ellos. Llora cuando lo recuerda.
"Vinieron muchos años después y quedamos en la Hermandad Asturiana. No me reconocían. Ni yo a ellos tampoco". Isidro se para en seco y se apoya en la pared. Pide perdón por llorar y por emocionarse, se lleva la mano a la boca y se desconsuela como un niño pequeño. La tercera edad es el otro extremo que toca la punta de los comienzos y cierra el círculo perfecto de la existencia. Las emociones de los ancianos no tienen prejuicios, como cuando un niño reclama lo que quiere o se explaya en sentimientos descontrolados que explica con verborrea de principiante y guerrero.
"Mis hijos ya son abuelos y ahora sus nietos quieren conocer al abuelito de Venezuela”, sigue llorando Isidro y solo recobra la sonrisa cuando recuerda el cocido y los callos a la madrileña. Los clásicos también son salvavidas para la memoria.
Como Isidro y Luis, en el Hogar San José hay decenas de ancianos españoles que viven de recuerdos porque es lo único que les queda. La mayoría no tiene familia viva o hace años que perdió el número de teléfono de la familia que les queda, que ya no es familia sino desconocidos que están lejos; así que han hecho tribu con lo que tienen en un extranjero que es casa desde hace décadas. Ellos no piden nada, y el coronavirus suena a miedo porque las monjas se esfuerzan para que lo teman como temen a Dios y a la falta de agua por la mala vida en Venezuela.
El miedo, a veces, es la única señal de alerta para permanecer en el mundo de los vivos. Lo otro, es la ayuda urgente para mantenerse en él.
#SOSHOGARSANJOSE