Llamar ciudades a Irpín o a Bucha es sobrecalificarlas, porque lo que más les encaja, observando el aspecto que presentan en estos momentos, es decir que es son prácticamente una escombrera. La alegría ucraniana de haberlas recuperado, se transforma en congoja, en asombro, al pasear por sus calles, porque lo hacemos entre cadáveres.
Se cuentan por decenas, sobre las aceras, uno tras otro o sobre el asfalto. Una señora incluso nos muestra el cuerpo sin vida de su hija enterrado en su terraza. Los rusos la mataron, le dio sepultura, y huyó.
Primera vez que se nos permite entrar a ambas ciudades y lo hacemos acompañados de militares de Ucrania que advierten del cuidado que hay que tener porque hace unos días, ese era territorio ocupado. “Acaban de decir en el check-point que vayamos con cuidado porque puede haber minas”, dice nuestro compañero Marcos Mendes que está sobre el terreno.
Se respira guerra por todos lados, destrucción, y en el paseo damos con un barrio que casi se ha salvado, “este es el vecindario que se ha salvado porque estaban aquí los rusos” nos cuenta.
Accedemos a una vivienda y apreciamos como los rusos camparon por aquí a sus anchas, se bebieron el vino, el whisky y se comieron todas las existencias. En la casa de al lado encontramos a la propietaria, Stvetlana, que nos cuenta que “le da asco su casa porque durmieron en su sofá, en su cama y se pusieron su ropa y la de su hijo”.
Volviendo a la calle y viendo cómo se encuentran, pocos creerán que eran una ciudad residencial rodeada de bosques, de clase media media-alta, del área metropolitana de Kiev, dónde vivían cerca de 100.000 personas, hoy según las autoridades, no residen ni 1.000, y tardarán años en ser, lo que hace solo dos meses, eran.