Jesús es un cura español, joven, de 36 años, y que desde hace 12 vive en Caracas en uno de los barrios más populares y conflictivos de la ciudad. Es el barrio de Campo Rico, perteneciente a Petare, la favela. Una olla a presión de bullicio, necesidad y delincuencia donde años atrás los disparos perdidos mataban a los vecinos por error. Jesús vive perdido en mitad de su cerro y el pasaporte le importa poco. Solo se apuntó en la lista de españoles en Venezuela en la Embajada hace dos años, cuando coincidió en un avión de vacaciones con un trabajador del Consulado. Antes, ni siquiera había pensado en ello.
Hoy, cuando la balacera apremia en su barrio, suele ser por la batalla campal entre las bandas que luchan por el control del territorio, o entre las bandas y la policía de Nicolás Maduro, muchos de sus efectivos herederos o ex miembros de esos mismos grupos armados, y que bajo la premisa del orden entran en los barrios y ejecutan asesinatos extrajudiciales sin pudor ni justicia.
Según un informe reciente publicado por la ONG venezolana Provea, que lucha por los DDHH en el país, las fuerzas de seguridad son responsables de al menos 1.611 asesinatos registradas durante el primer semestre de este año. Es un promedio aterrador, de 9 personas por día, y el target son principalmente varones jóvenes entre 18 y 30 años. El informe explica que las muertes "son consecuencia de una política de Estado que combina el aliento brindado por las altas autoridades para la comisión de abusos, y la impunidad del sistema de administración de justicia".
Y en mitad de esta rutina vive Jesús, sacerdote diocesano perteneciente al movimiento religioso del Camino Neocatecumenal, que era electricista en Córdoba, su ciudad natal, y que no tenía pensado meterse a cura. De hecho, aceptó su vocación de manera tardía, a los 24 años. Ya había tenido novia formal y tenía planes de tener una vida normal en la España de la pre crisis económica del 2008. Ganaba un buen sueldo, tenía trabajo y quería formar una familia. Pero un viaje a Australia donde participó en una Jornada Mundial de la Juventud, esos encuentros de jóvenes que la iglesia celebra cada año con el mismísimo papa como anfitrión en alguna parte del mundo, le cambió la vida; y aceptó la voluntad de Dios para su camino de la fe.
Lo dejó todo y la suerte, literalmente, decidió que su formación y trabajo como sacerdote sería en Caracas, donde se entregaría a sus vecinos y a sus fieles en cuerpo y alma. Su congregación sortea cada año entre sus novicios a qué seminario del mundo irán a estudiar y a vivir para ejercer la palabra de Dios; y a Jesús le tocó el país de la Revolución Bolivariana: católico, apostólico, evangélico, santero y devoto de la carne, las Sagradas Escrituras, los espíritus y la salsa.
Era septiembre de 2008, todavía se hacían bromas frecuentes sobre el famoso "¿por qué no te callas?" del rey Juan Carlos a Hugo Chávez ocurrido menos de un año antes en la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile; y en el imaginario colectivo español el país del chavismo y del "¡Exprópiese!" ya se presentaba como un lugar hostil donde podrían matar a un ser humano para robarle un par de chancletas.
La hipérbole en todas sus acepciones siempre ha sido parte fundamental de la idiosincrasia made in Spain, pero en este caso la exageración no venía tan desencaminada; aunque es cierto, tal y como reconoce hoy, doce años después, el propio Jesús en su casa de Campo Rico, donde vive solo con su gato tigre y las visitas esporádicas de algún seminarista con necesidades de alojamiento por el estudio; "la Venezuela que yo me encontré cuando llegué por primera vez no tiene nada que ver con la Venezuela superviviente de ahora. En aquel momento la situación de crisis económica y pobreza no era la que es hoy".
Jesús va vestido de negro cura, aunque el alzacuello lo lleva informal, caído, como si fuese una corbata gruesa al final de una noche de bodas y celebración. Es un chico guapo, con mirada negra tipo gitana cordobesa, tranquila pero atrayente, que muchas consideran una pérdida para la carne y el placer. Amable, divertido y hoy por hoy imprescindible en el trabajo social que realiza con decenas de familias que dependen de su buena voluntad, de su energía y de su ayuda con algunas necesidades básicas apremiantes como el suministro de alimentos y medicinas, caros y escasos bajo el gobierno de Nicolás Maduro.
Jesús fiscaliza las necesidades de sus vecinos a través del Colegio Corazón de Jesús, un colegio a tres manzanas de su casa, que acaba de cumplir 60 años, que está pegado a la iglesia donde imparte sus misas y que está hermanado con la Academia Merici, un colegio de niñas que capitanean las Hermanas Ursulinas ubicado en una de las zonas más ricas de Caracas y con alumnas de las mejores familias. Las Merici han apadrinado al colegio popular del barrio del cura español y allí envían su dineroLas Merici, sus alimentos, sus medicinas; y hasta organizan la denominada olla solidaria; una gran sopa y almuerzo variado que voluntarias de la Academia hace una vez al mes en Campo Rico y de la que comen sobre todo ancianos y niños, pero también población de cualquier edad, estatus o clase. Últimamente suelen ser prácticamente todos. Son vecinos que se van con la panza llena al menos un sábado al mes y que luego cuentan que es la mejor comida que hacen en treinta días. Después de eso van marcando la cuenta atrás en el calendario hasta la próxima olla.
"Lo más difícil es ver cómo la gente se está muriendo por la falta de medicamentos; y lo peor es que lo saben, son conscientes de ello, es como una condena a muerte", explica Jesús sin ser consciente de la dureza de sus palabras por la costumbre de vivir con ello a diario. “Ellos me dicen: “padre, no tengo la pastilla para la tensión”, o el medicamento para la diabetes, o para cualquier enfermedad. Y dicen que mastican ajo o beben té de malojillo, pero saben que se están deteriorando. Hasta que se mueren”.
La cuarentena ha empeorado la situación de un barrio ya de por si difícil y acosado por la crisis imparable donde el trabajo silencioso de Jesús se ha multiplicado los últimos años. “Uno se siente frustrado escuchando a la gente. Gente que me viene a pedir trabajo. Mujeres que llaman a mi puerta y me dicen: “Padre, le coleteo (limpio) la casa”, y yo les digo que no tengo un sueldo para pagarles, pero ellas me dicen que no importa, que les de un paquete de arroz”.
El tema de la falta de alimentos es lo que más ha notado el sacerdote. “Gente que viene a pedir comida a diario y que antes no había tenido la necesidad de pedir”, explica. Pero el maldito virus les empobreció todavía más y les quitó la única manera paupérrima que tenían de sobrevivir: la de salir a diario a una calle hostil pero llena de oportunidades rápidas para el pobre. La economía informal del “hoy se come lo que se trabajó ayer” es la tónica en Venezuela, y la pandemia les ha quitado ese sustento sin que el gobierno haga absolutamente nada para asegurar la supervivencia de los que se están muriendo sin saber por qué.
El cura dice que durante los últimos meses ha notado un aumento de fallecimientos en al barrio, de una media de dos o tres al día, pero que no saben si es por el virus o por otra cosa. Las cifras oficiales de contagios se mantienen como una de las más bajas de la región, pero las asociaciones de médicos y expertos aseguran que no son reales y achacan los bajos números a que el gobierno de Nicolás Maduro no hace pruebas PCR suficientes.
En el país solo hay dos laboratorios autorizados y controlados por el chavismo encargados de realizar este tipo de test. No dan abasto pero el mandatario se niega a autorizar que laboratorios privados se sumen a la causa a pesar de que así lo estipuló un acuerdo reciente con la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
Sin embargo, una vez superada la histeria colectiva del comienzo, el coronavirus es lo que menos asusta a Jesús y a sus fieles. En lo alto del barrio, alejado del bullicio de las principales avenidas de la capital, los vecinos ni siquiera llevan puesta la mascarilla a pesar de su uso obligatorio en el país. O la llevan, pero mal puesta, con la nariz y la boca al descubierto o colgándoles de una de las orejas. Explica Jesús que es porque dentro del barrio siempre existe la sensación de que están seguros, a salvo, de que las calles son como el salón de su casa y de que allí no es necesario protegerse. A él, confiesa, le pasa lo mismo; y la COVID-19 no asusta a estas alturas. “Es solo otra ralla más pa’l tigre, como dicen aquí en Venezuela, un país donde lo más normal es que la gente se muera de otro montón de cosas: el dengue, la tuberculosis, la malaria, o el hambre”.
Jesús termina su ruta del día visitando a Araceli Guzmán, una señora de 80 años con llagas en las piernas que de vieja casi ni se la entiende cuando habla. Está sola en la vida salvo por su hija completamente dependiente, con una enfermedad grave degenerativa que le provoca convulsiones, y de la que cuida desde que nació, hace ya más de 50 años.
Araceli tenía otro hijo, pero se lo mataron hace una década y desde entonces su vida de pobre solo empeoró. “Yo pido porque no tengo, porque no tengo con qué comprar las medicinas de la niña. ¿Sabes lo que come, lo que comemos? Pura auyama (calabaza)”.
La vieja cuenta que condura la fruta haciendo cremas para toda la semana, pero durante la visita de Jesús, le cuenta que está preocupada porque se le acaba de romper la cuchilla de la licuadora, que es lo único que tiene para hacer sus purés de supervivencia. Le pide al cura que por favor le eche un vistazo. Suena angustiada.
Viven en una casa acalorada por los techos de uralita frente a la Iglesia del sacerdote español; con dos espacios y unas fotografías de José Gregorio Hernández, un médico santo venezolano al que le prestan mucha devoción popular sus connacionales, colgadas en la pared. Araceli es una fervorosa de los santos, de Dios y de la Virgen, porque dice que son lo único que le quedan cuando no sabe qué hacer para multiplicar los panes y los peces, o la calabaza, para callar los rugidos del estómago por el hambre crónica.
También necesita urgente los medicamentos de la niña y una pomada y unas gasas para las llagas; las suyas y las de su hija. Jesús apunta los nombres en su teléfono móvil mientras deja el queso y el jamón que ha sacado de su mochila negra en la repisa de la cocina. Cuando se despide de Araceli veinte minutos después y sale por la puerta de cemento, repasa las necesidades de la familia en su lista digital y toma rumbo barrio abajo hacia la avenida principal de la que llaman La Califonia, zona colindante a las casas de ladrillos rojos de Campo Rico. En La California hay algunas cadenas de farmacias más o menos surtidas. Si llega antes del mediodía quizá tenga suerte y encuentre lo que busca.