La noche del 11 de marzo, el primer ministro, Giuseppe Conte, quiso ser Winston Churchill. Se sentó en su despachó y anunció a los italianos el cierre de todos los establecimientos que no fueran esenciales. Dos días antes había decretado el aislamiento del país. Transmitió serenidad en tiempos convulsos. Y los ciudadanos reaccionaron horas más tarde colgando carteles en los balcones convenciéndose de que “todo irá bien” y cantando al unísono. Conte se empapó de un sentido institucional que le concedió el papel de líder único de esta crisis. Fue todo un espejismo, porque dos semanas después su gestión acumula unos cuantos borrones.
El último ha sido el anuncio de la paralización de toda actividad productiva que no sea considerada esencial. Porque, en la práctica, ese parón absoluto no es tal. Son tantas las excepciones de industrias que podrán continuar la producción, que en lugar de la patronal, quienes más han levantado la voz han sido los sindicatos, que piden más restricciones y mayor seguridad para los trabajadores. El sector metalúrgico de Lombardía ya ha anunciado paros el próximo miércoles.
Pero, para analizar la gestión de Conte, hay que retroceder en el tiempo un mes. Al momento en el que surgieron los primeros casos de coronavirus en una decena de pueblos de Lombardía. El Gobierno actuó rápido confinando estas localidades, donde ya apenas aparecen nuevos contagios. Sin embargo, en el conjunto de la región no se tomaron medidas y pasadas dos semanas se registraron incrementos del número de infectados de hasta el 70% o el 80% en algunas provincias. La presión de los empresarios para mantener la actividad fue decisiva.
Tras esos 14 días, el Gobierno decidió actuar cerrando Lombardía. Llevábamos 366 muertos y 6.300 contagiados en todo el país, el 60% de ellos en esta región. Sin embargo, el decreto se filtró horas antes de que Conte terminara anunciándolo pasadas las 2 de la madrugada. Un lapso de tiempo que sirvió para que miles de personas huyeran del norte a las regiones de Italia. Los expertos esperaban que esto pudiera propagar el virus por todo el territorio, aunque finalmente no se ha visto un efecto realmente significativo.
El primer ministro parecía superado por la situación. De modo que decidió abandonar las comparecencias en la fría y habitual sala de prensa del Palacio Chigi para comunicarse desde su despacho personal, como hace un líder paternalista ante una gran crisis. “Somos el país que ha reaccionado primero y de forma más contundente. Seremos un modelo para los demás”, afirmó en ese cálido mensaje del 11 de marzo. Y cerró el discurso con una frase que sólo puede decir un italiano y salir airoso: “Alejémonos hoy para abrazarnos de modo más caluroso mañana”. El eslogan pasó de la burla al meme y de ahí a un nuevo grito para elevar la moral ciudadana en cuestión de segundos.
La siempre histriónica oposición italiana desapareció del mapa. El estandarte de la unidad nacional, que sólo aparece ante grandes catástrofes, le fue concedido al primer ministro. Prensa y opinión pública defendían que Italia le estaba marcando el camino al resto de mandatarios europeos, pero lo que en realidad estaba haciendo Conte era seguir el ejemplo chino, el único modelo vigente, con muchos días de retraso y de forma errática.
En España, por ejemplo, se decretó un aislamiento total con 5.700 contagiados y 136 muertos. En Francia, cuando las cifras iban por 6.600 infectados y 148 fallecidos. Italia, sin embargo, sólo lo aplicó con 463 fallecidos y 8.000 contagiados. Es decir, reaccionó antes en el tiempo, pero porque vivió la crisis con dos semanas de adelanto. También es cierto que los otros países contaban con el ejemplo de Italia, pero actuaron de forma más rápida comparando con el número de casos y de modo más contundente. Italia fue gradual y, por ejemplo, aún se permite la práctica del deporte, siempre que se realice en solitario, al aire libre y cerca de casa. Algo que en España está prohibido desde hace más de una semana.
Pedro Sánchez compareció el pasado sábado y domingo, aceptando preguntas y anticipando la que sería una semana dura para España. El presidente español recibió críticas por la sobreexposición, mientras que al primer ministro italiano se le ha condenado justo por lo contrario. En la semana en la que se ha disparado el número de muertos en Italia, Conte desapareció de la escena pública y sólo volvió a dar señales de vida con un mensaje de apenas 7 minutos retransmitido por sus redes sociales el sábado a las 23:30 horas. Así ha sido el modelo comunicativo del primer ministro italiano en estas dos semanas.
En la última comparecencia anunció ese parón de la actividad que ahora se ha revelado mucho menos drástico de lo previsto. Las regiones del norte, las más afectadas por el coronavirus, habían elevado mucho la presión para frenar la actividad productiva. Pero cuando al Gobierno le tocó comprobar qué podía cerrar se dio cuenta de que había decenas de sectores necesarios para el funcionamiento del país en estas circunstancias. La presión regional es algo que también se ha producido en España. La respuesta italiana en las últimas dos semanas ha sido unificar las decisiones a todo el país.
Aún así, en Lombardía o Véneto sí que han ampliado las restricciones por encima de lo que marca el Ejecutivo en Roma. Y esa disparidad territorial ha servido para romper la frágil unidad política que se imponía hasta el momento. Todavía en segundo plano, pero desde la derecha Matteo Salvini o Giorgia Meloni ya han invocado al presidente de la República o al Parlamento -cuya actividad está suspendida- para resolver esta crisis. También Matteo Renzi, desde su posición de aliado ocasional del Ejecutivo. Al principio de esta crisis, varios de estos actores ya sugirieron la posibilidad de formar un Gobierno de unidad nacional. Conte vuelve a estar en el disparadero.