Las monarquías del Golfo se han sacudido los complejos con respecto al Estado de Israel, némesis durante décadas del mundo arabo-islámico en Oriente Medio y el norte de África. La visita de la semana pasada del primer ministro israelí, Naftalí Bennett –un judío ortodoxo abierto defensor de la anexión de Cisjordania, Judea y Samaria, a Israel-, a Abu Dabi, para entrevistarse nada menos que con el príncipe heredero Mohamed bin Zayed Al Nahyan, no deja lugar a dudas. Una visita calificada por las partes de “histórica”: nunca un primer ministro israelí había visitado Emiratos, uno de los países más influyentes del mundo árabe. Algo está cambiando en la región. ¿Se trata de transformaciones profundas? Probablemente no.
Los países del islam suní e Israel comparten un enemigo –no hay mejor aglutinante: Teherán. La némesis irania ha permitido un acercamiento –que no tiene trazas de ser coyuntural- entre Israel y las monarquías del Golfo. Aunque la monarquía saudí no mantiene relaciones oficiales con Israel, el factor iraní ha acercado igualmente a los dos países en los últimos tiempos. El régimen de los ayatolás, erigido en estandarte regional del islam chiita y firme en sus planes nucleares, protagoniza una activa política exterior a través de sus agentes afines. Sin ir más lejos, el pasado lunes medios estatales daban cuenta de maniobras militares del Ejército iraní junto a una central nuclear. Con todo, la visita hace dos semanas de un alto cargo de la seguridad emiratí a Teherán da cuenta del pragmatismo y la poca apetencia por la confrontación del régimen árabe. Igualmente, oficiales saudíes trabajan en la desescalada con sus vecinos iraníes en las últimas semanas.
“Las relaciones entre los dos países se han reforzado en todos los terrenos y estoy muy satisfecho por ello, ya que se han forjado muchos acuerdos de cooperación en terrenos como el comercio, la investigación y el desarrollo, la ciberseguridad, la salud, la educación o la aviación, y espero que se consoliden las relaciones”, aseguraba el primer ministro Bennett en el curso de su visita de la semana pasada a Emiratos. La oficina del primer ministro de Israel anunció que Bin Zayed había aceptado la invitación para visitar el Estado judío, aunque no trascendió fecha alguna.
Lo cierto es que la alianza israelo-emiratí se está traduciendo en un boom comercial y turístico. Emiratos anunció en marzo pasado un fondo valorado en 10.000 millones para invertir en sectores estratégicos de la economía israelí, desde energías renovables hasta salud pasando por manufacturas, tecnología agrícola o industria aeroespacial.
En octubre, Mubadala, el fondo soberano de Abu Dabi, adquiría un 22% de participación en el proyecto del campo de gas en alta mar israelí Tamar. Un mes después, Emiratos, Jordania e Israel suscribían un acuerdo que podría resumirse en luz por agua. Dubái acogía recientemente celebraciones públicas de la Janucá, fiesta de las luminarias judías: algo impensable hace muy poco.
“En mi opinión esta es la nueva realidad de la que esta región está siendo testigo y estamos trabajando para lograr un futuro mejor para nuestros nietos”, zanjaba el jefe del Gobierno israelí en palabras recogidas por la agencia emiratí WAM. El pragmatismo es el rey.
En septiembre del año pasado la nueva estrategia fraguó en los llamados Acuerdos de Abraham, bautizados en honor al padre remoto de las tres religiones monoteístas y fraguados gracias a la Administración Trump. Los lazos se intensifican, curiosamente, en plena retirada estadounidense, más preocupada por Asia que por ninguna otra región, de los avisperos de Oriente Medio. La Administración Bennett, probablemente la más frágil parlamentariamente de la historia, está ocupando ese vacío de forma inteligente.
“La historia ha demostrado que [Oriente Medio] es un lugar que no puede ser ignorado. Es normal que Estados Unidos tenga el deseo de terminar con esta región rota, enfadada y disfuncional. La pregunta siempre es si Oriente Medio ha terminado con Estados Unidos”, escribía recientemente el analista estadounidense Aaron David Miller en Politico. Tras sellarse la normalización entre Israel –entonces con Benjamín Netanyahu como primer ministro- y Emiratos y Bahréin, les seguirían Sudán y Marruecos poco después.
Si bien la cooperación entre Israel y sus vecinos árabes –en tan solo unos meses Tel Aviv ha pasado de tener relaciones oficiales con dos países a seis- puede redundar en una mayor estabilidad, los grandes problemas regionales permanecerán. El resto de la Liga Árabe, 16 países más, no está dispuesta a reconocer y hacer la paz con Israel. Entretanto, Siria, Libia, Líbano o Yemen son en la práctica Estados fallidos –o se encuentran cerca de ello-, por lo que la seguridad en la región afronta serias amenazas.
Si los Acuerdos de Abraham han supuesto la entrada en un nuevo escenario en Oriente Medio, la adhesión a los mismos por parte de Marruecos –el miércoles 22 se cumplirá un año de la ceremonia celebrada en Rabat- ha tenido también profundas repercusiones para el statu quo en el Magreb. La normalización de las relaciones Rabat-Tel Aviv –los dos países nunca dejaron de trabajar conjuntamente en materia de inteligencia a pesar de la ruptura formal tras la Segunda Intifada-, ocurrida al tiempo que la Administración Trump reconocía la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, ha envalentonado a la diplomacia marroquí y sacado de quicio a Argel en los últimos meses.
Desde entonces las relaciones diplomáticas entre Marruecos y dos de sus socios europeos, España y Alemania no son buenas. Tampoco han faltado las fricciones entre Marruecos y Rusia, amigo tradicional de Argelia e Irán. Lo más grave ha ocurrido en el propio Magreb: el Frente Polisario daba en noviembre de 2020 por acabado el alto el fuego con Marruecos en vigor desde 1991 y Argel rompía relaciones el pasado mes de agosto con Rabat. A comienzos del pasado noviembre, tras la muerte de tres civiles argelinos en una ruta del Sáhara Occidental, sonaron tambores de guerra.
La normalización de relaciones entre Israel y algunos países árabes no está estado exenta de voces de oposición y críticas en la región. Son los grupos islamistas los más abiertamente opuestos al acercamiento al archienemigo y a lo que consideran una traición a la causa palestina. Con todo, el malestar entre ciertos sectores de la población de los países implicados apenas se ha dejado sentir en alguna protesta, exigua, en la calle, como ocurrió la pasada primavera en Marruecos.
Aunque el conflicto israelo-palestino lleva perdiendo relevancia en la agenda internacional desde hace años, se equivocarían los líderes israelíes y sus socios en pensar en que se trata de una cuestión amortizada. La violencia sigue haciendo apariciones periódicas en territorio israelí y palestino y la amenaza de un estallido a gran escala está presente. La causa palestina sigue despertando una profunda solidaridad entre los árabes y resto del mundo islámico. Hay cosas que están cambiando en Oriente Medio, aunque las grandes líneas –y principales problemas en todos los órdenes- permanecen donde estaban.