Yorfran Jesús Quintero Ochoa tiene 29 años y es ciudadano venezolano y español. Creció en Santa Cruz de Tenerife de donde es oriundo su padre; y de las islas Canarias conserva un acento propio mezclado con el deje de su otra mitad caribeña.
Yorfran tiene tres hijos de 9, 6 y 2 años. A la pequeña casi no la conoce porque nació cuando él ya estaba privado de libertad. Cuando salió de la prisión militar de Ramo Verde el pasado lunes por ser uno de los 110 presos indultados por Nicolás Maduro, llevaba 2 años, 4 meses y 16 días entre rejas.
Antes de eso, se ganaba la vida siendo mensajero y trabajando con caballos en una finca turística en Galipán, un pueblo de montaña a unos treinta minutos de Caracas. Sobre él nunca ha habido una sentencia firme ni un juicio formal, y la fiscalía determinó que no había “elementos de convicción” en su contra. Sin embargo, le acusaron de conspiración, traición a la patria, instigación a la rebelión, ultraje a la Fuerza Armada y sustracción de elementos pertenecientes a las FF.AA.
Yorfran reconoce estar en contra del gobierno de Nicolás Maduro y haber participado de las protestas que tuvieron lugar entre los meses de abril y julio del año 2017 en todo el país. Las denominadas “guarimbas” terminaron con un saldo de más de 140 muertos y más de un millar de heridos. Su delito fue “pensar diferente; intentar marcar la diferencia y luchar por una esperanza”, explica en entrevista con NIUS sentado en la cama de su hotel barato en Caracas. Desde que salió de prisión ha permanecido aquí porque todavía no ha podido viajar a Valencia, la ciudad donde está su familia, a unas tres horas en coche de la capital. Primero debe dejar resuelta toda la burocracia de su libertad con la policía y abogados.
El gobierno chavista le relacionó con el grupo de Óscar Pérez, el policía de la CICPC (Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas) que se rebeló aquel año contra Maduro, secuestró un helicóptero y lanzó una granada desde el aire a la sede del Tribunal Supremo de Justicia. Yorfran reconoce que un grupo de allegados a Pérez le reclutó en la calle y le ofreció sumarse a ese “glorioso equipo”.
A Pérez, el gobierno lo asesinó; y a Yorfran y otros jóvenes los detuvieron y los encarcelaron. Su “secuestro”, como él lo llama, comenzó el 14 de abril de 2018 a las 9:35 de la mañana en el comando Sabas Nieves de la Guardia Nacional, mientras acudía a visitar a su mujer, que había sido detenida como cebo para atraparle. En cuanto puso un pie en la sede militar lo cogieron preso, lo esposaron y comenzó el calvario.
De allí lo trasladaron a la sede de la DGCIM (Dirección General de Contrainteligencia Militar) de Caracas, donde permaneció aislado 9 días bajo torturas que solo fueron el comienzo de una historia de violación de derechos humanos sin fin.
“Las torturas comenzaron desde el principio y fueron bastante difíciles. Nos pusieron bolsas en la cabeza, no hacían asfixia mecánica, nos ahogaban en cubos de agua, nos golpeaban las plantas de los pies y nos hacían descargas eléctricas en los genitales. En una ocasión me arrancaron todos los dientes con unos alicates porque me negué a firmar una confesión”, cuenta Yorfran. Cabeza baja. Pausas eternas entre las frases como recordando un dolor todavía demasiado reciente.
Los dientes se los reconstruyó después una médica de la cárcel a cambio de 350 dólares. En su trayectoria como privado de libertad también le han dislocado los dos hombros y las costillas rotas son incontables.
“Los daños psicológicos están ahí; las secuelas, y el miedo, aunque luego te das cuenta de que el miedo es lo único que te mantiene vivo”.
Yorfran dice que su deseo de libertad en prisión o mientras estaba siendo torturado era mucho más fuerte que el miedo que le había “sembrado la tiranía”.
Según el español, un señor llamado Blanco Hurtado y otros sujetos llamados Culebra y Méndez eran los encargados de las torturas durante aquellos primeros días en la sede de la DGCIM.
“Nos apaleaban brutalmente y decían: “Ni Dios puede con nosotros. Somos Maduro, Casa Militar y nosotros. Ni Dios”.
“Les preguntábamos de qué se nos acusaba y bajo qué ley se amparaban para hacer eso y nos respondían con otra golpiza. Uno me enseñaba un papel y me decía que tenía que firmar y que tenia que decir que era culpable, que había sido yo y que había cometido los delitos. Me gritaba: “¡dilo!”, pero no lo hice; y otro estaba preparado para grabarme un vídeo. Uno no sabe lo que es capaz de soportar hasta que está en una situación así, pero cuando las torturas son tan fuertes te pones nervioso y sientes que puedes decir lo que sea solo para que pare el dolor”.
A Yorfran también le torturaban para que dijera los nombres de los que presuntamente estaban pagando la célula terrorista de Óscar Pérez y para que revelase donde estaban unas armas largas de guerra que él dice que nunca vio.
De la sede de la DGCIM lo trasladaron al centro penitenciario de Santa Ana donde permaneció 47 días aislado y sin poder comunicarse con su familia que temía que estuviese muerto. Durante ese periodo de tiempo, en el que las torturas eran diarias, permaneció junto a otros 9 presos políticos en un cuarto de 2x2 metros donde no había absolutamente nada. Fueron los peores días de dolor y sufrimiento donde sus verdugos trataron (sin éxito) de que confesaran unos delitos que Yorfran dice que no cometió.
Después de Santa Ana lo movieron al que sería su calabozo definitivo hasta el lunes pasado. La prisión militar de Ramo Verde (es el mismo centro penitenciario donde estuvo preso Leopoldo López) está ubicada en el municipio de Los Teques, una localidad a unos 40 minutos de Caracas. En esta cárcel, controlada por pranes (mafias) en connivencia con los custodios de turno del Gobierno, Yorfran convivía 23 horas al día en una celda con otros 12 reclusos acusados de lo mismo que él. “Se convirtieron en mi familia. Ellos me salvaron”, asegura. La hora restante del día les permitían salir a un patio donde aprovechaba para correr.
“Mi día a día era bastante triste y me sentía muy solo; era muy difícil. Cuando ponían el cerrojo de la celda mi vida se paraba, y solo piensas y piensas. Vives en un limbo, en un mundo irreal; y después de un tiempo simplemente te acostumbras a esperar”.
Los presos que estaban como él hicieron una comunidad y se llamaban así mismos “los libertarios”; y al final, la vida en la cárcel es ponerse una armadura inquebrantable para no ceder a la muerte de cuerpo y espíritu. Yorfran dice que pensaba mucho en su hija pequeña para no tirar la toalla, en verla al salir, en los días escasos de visita en los que notaba cómo crecía. Y pensaba “¿Cómo pasó esto? ¿Por qué? ¿Hasta cuándo voy a estar aquí? ¿Hasta cuándo me van a torturar?”.
Lo de las torturas dice que también se aprende a soportarlas. Que se termina aprendiendo a separar el cuerpo de la mente mientras ésta viaja. Y que al final, la costumbre hace que sea como si fuesen dos cuerpos y lo físico se aísla, “y uno deja de resistirse porque resistirse es peor”.
Yorfran también dice que aprendió a ser fuerte, aunque el viernes anterior al lunes del anuncio de gloria casi lo echa todo perder y pensó en el suicidio. Tenía preparada una cuerda para ahorcarse, pero no lo hizo porque le paró otro reo. Pasó el fin de semana y llegó la noticia por el transistor viejo entre rejas.
“Primero llegó un compañero y me dijo: “¡nos vamos!”; y yo le dije: “hermano, ¿qué tienes? Estás pálido… “
“¡Salió un indulto!”, decía; y yo le decía que no. Pero al rato llegó otro y dijo lo mismo y pusimos la radio y Jorge Rodríguez (ministro de comunicación) estaba repitiendo los nombres, y cuando escuché el mío no me lo creía y pensé: “¡Guau, es mi día!”. Fue como una luz al final del túnel, cuando ya uno pierde las esperanzas. Solo Dios sabe lo que uno pasa, lo que uno vive y lo que uno es capaz de soportar”, explica.
Yorfran salió ese mismo lunes por la noche. La calle estaba llena de periodistas y de llantos de familiares que llevaban años conteniéndose las lágrimas, porque lo peor de la condena era la incertidumbre. La incertidumbre de convivir sin un juicio que dictamine por cuánto tiempo has de sobrevivir. De esta manera es el alma de uno frente al infinito que nunca acaba; y eso siempre es perder.
A Yorfran no le fue a buscar su familia porque no son de Caracas, sino de Valencia, así que todavía le faltan muchos abrazos que dar. Se fue al hotel con uno de sus compañeros de lucha, juventud y de celda. Y en unos días dice que por fin cogerá en brazos a su hija pequeña.
“Aún no me creo que esté en la calle, le doy gracias a Dios, pero sé que debe pasar algún tiempo para que vuelva en sí y me adapte a este medio, porque ahora todo lo que está a mi alrededor es nuevo para mí”, explica mientras mira por la ventana de su habitación de hotel de centro de Caracas. No hay luz eléctrica en la calle, pero la claridad de la luna compensa con creces una noche cerrada en una ciudad que siempre ha sido oscura por la falta de iluminación artificial.
“Veo mi país apagado, muy opaco y sumergido en algo que no sé donde vaya a parar; pero tengo la corazonada de que en algún momento va a venir ese aire de libertad y yo tengo la idea de seguir en la lucha. Sé que esto es el inicio de algo grande”.