España se vuelca con los refugiados en Polonia: viaje de ida y vuelta en autocaravana huyendo de la guerra
La ONU cifra en cinco millones el número de refugiados que puede dejar la guerra en Ucrania
Se trata del mayor éxodo en apenas dos semanas desde la II Guerra Mundial
Los polacos dan una lección de solidaridad al mundo
La vida en el campamento de refugiados de Przemysl es frenética. El centro comercial que acoge a los miles de refugiados que cruzan la frontera de Ucrania dirección Polonia cada día se ha convertido sin pretenderlo en un ir y venir de vidas rotas que cruzan desesperadas a un país que les está acogiendo sin condiciones. Llama la atención que no se ven ONGs grandes importantes sobre el terreno salvo Cruz Roja Internacional o JW.org; que son los Testigos de Jehová, plantados desde el primer día con sus carteles y sus biblias para predicar el Evangelio a cambio de comida, mantas y acogida. La cadena de favores corre a cargo de los vecinos de este pequeño pueblo de frontera, frío, gris y orgullosamente polaco, con banderas nacionales colgando de farolas, balcones y edificios públicos y privados.
A la solidaridad vecinal se ha unido, poco a poco, la de decenas de voluntarios que han venido de otras partes del país y de Europa. Przemysl, un pueblo tranquilo de apenas 65.000 habitantes, se ha convertido en un hervidero de Babel, donde es imposible encontrar una cama libre o un taxi que tarde menos de 45 minutos en llegar a su destino tras recibir la llamada desesperada de algún periodista internacional.
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El mundo mira el horror de la guerra en Ucrania y observa estupefacto el mayor éxodo que ha sufrido el planeta tras la Segunda Guerra Mundial. A Przemysl llegan familias rotas y divididas que no saben si volverán a reunirse algún día. La Ley Marcial impuesta en Ucrania impone que los hombres entre 18 y 60 años deben quedarse en el interior del país para luchar en la guerra y las mujeres y los niños están huyendo de las bombas sin mirar atrás. Suena a otros tiempos que nadie pensaba que volverían a ocupar los titulares de la prensa moderna.
Katya, 22 años junto a sus hermanos pequeños
Cuando llegan hasta aquí respiran a salvo, pero las historias son desgarradoras. Katya es una refugiada ucraniana de 22 años. Habla en perfecto español con Nius y cuenta que ha llegado hasta aquí con sus dos hermanos pequeños, su hermana y el hijo de su hermana. En su ciudad natal se han quedado su hermano y su padre, en edad de luchar, y su madre, con ellos, rota, consciente de que probablemente dentro de sus fronteras no les augura un buen futuro, pero segura de la decisión: se queda para cuidar a los que les toca la peor parte, a los más vulnerables que son sangre de su sangre. Les acompañará hasta que la guerra decida qué hacer con ellos.
Katya llora porque no sabe si volverán a reunirse, dice que está nerviosa, titubea con el español que aprendió en la escuela y viendo vídeos en YouTube, pide disculpas y al final decide apostar por el optimismo: “Tengo esperanza de que algún día nos juntemos todos otra vez en la misma mesa. Vamos a reír. Vamos a ser felices y vamos a estar todos juntos”. Está preocupada por sus hermanos pequeños: “Ellos nunca han estado lejos de la mamá; no quiero que vean nuestras lágrimas, tenemos que ser fuertes para ellos”. Katya va a salir hacia Valencia en un autobús que va a fletar la ONG española Juntos Por la Vida. Son la única ONG de España que está en Przemysl prácticamente desde el primer día. Están enfocados en proporcionar un futuro digno a la infancia más necesitada, en concreto en Ucrania y Benín.
Dentro del centro comercial han colocado un stand con la bandera española que les identifica y hasta ellos acuden todos los refugiados que tienen alguna relación con España o que quieren llegar hasta allí. Su actividad es frenética. No descansan. Velan el puesto en la madrugada y las colas para pedir asesoría y espacio en alguno de sus autobuses no cesa. Ya han fletado dos transportes privados que han salido desde Leópolis, del lado ucraniano de la frontera, hasta Valencia, con más de 100 personas dentro; y esta semana llega haciendo la ruta inversa el primer bus que recogerá a más de 50 personas del centro comercial y las llevará hasta la capital valenciana.
Claudia Jordá, voluntaria de Juntos Por la Vida, cuenta a este medio cómo está viviendo en primera línea esta crisis humanitaria. Lo que más le está impresionando, asegura, es la separación familiar: “No hay padres, solo hay mujeres”. Y sufre por su hermana y su hermano de acogida que continúan dentro de Ucrania. “Con mi hermana llevamos sin hablar más de una semana. Está en una zona que no puede salir. No sabemos cómo está. Mi hermano no puede salir tampoco porque tiene más de 18 años”, asegura.
Claudia estudia en Inglaterra y ha parado sus estudios para venir a Polonia. Asegura que en estos momentos no le importa otra cosa salvo ayudar a los que lo han perdido todo mientras el mundo continúa en shock. Nadie se esperaba hace apenas dos semanas que el botón de la guerra más salvaje pudiese pulsarse sin reparos y todavía hoy, las conversaciones en los pasillos de este centro comercial abandonado y rehabilitado para estas familias sin rumbo concreto hablan de la huida inesperada por culpa de un sátrapa al que todos en este meridiano prefieren no nombrar.
Vidas rotas, mujeres y niños a miles
El centro comercial, campamento improvisado de vidas por rehacer que hace pocos días iban a la oficina y al teatro, cobija del frío a cientos de personas que poco a poco parecen haberse adaptado a su nueva vida. Los voluntarios son la primera toma de contacto con las familias cuando bajan de los autobuses o del tren que les transportan desde la línea fronteriza. En sus chalecos amarillos han escrito con rotulador negro los idiomas que son capaces de traducir y cada grupo se arrima al suyo o al que consideran que pueden entender.
Y de ahí comienza el protocolo de identificación y búsqueda de destino. Les agrupan por países hacia los que quieren viajar y tendrán que esperar el tiempo que sea para subirse a un autobús con ese rumbo. El tiempo de espera es indefinido, pero la paciencia parece no acabarse. No hay pillaje ni problemas, la convivencia en este pequeño microcosmos, burbuja de la salvación transitoria, es perfectamente apacible. Como un limbo de serenidad tras las bombas para coger aliento antes del próximo empujón, que será el más duro por la dosis fuerte de realidad, esa que aparece cuando pasan unos días, el shock se congela y los días venideros aparecen completamente exigentes.
Los voluntarios han organizado una cocina dentro del centro, un ir y venir de reparto de bebidas calientes, mantas, ropa, pañales, comida para perros y gatos, colchones y hasta han construido un parque infantil donde los niños no saben que están huyendo de una guerra y que su vida nunca volverá a ser como antes. Hay un chico que hace algodón de azúcar y a media tarde, a la hora de la merienda, es habitual encontrar a muchos pequeños (y adultos) masticando azúcar blanco.
Desde hace unos días, el acceso a la prensa y a cualquiera ajeno al trabajo del centro está prohibido y se nota un aumento de la tensión en la zona. Las puertas de acceso ya no las controlan los voluntarios sino policía y militares polacos; y es habitual encontrar grupos, o comandos, de militares patrullando las calles empedradas de la ciudad. Hablan poco y están bien entrenados para soportar el frío polar que arrecia esta parte del mundo. Esta semana es gélida. Temperaturas bajo cero por la noche y se esperan nevadas abundantes para el final de la semana, pero nada nuevo bajo el sol para las familias foráneas y autóctonas.
Los corrillos de los restaurantes de comida tradicional, los que se forman en la barra con los clientes habituales o detrás de ella con la doña que cocina la sopa hirviendo diaria, hablan de que no entienden por qué tanta seguridad; e incluso arrecia un miedo incipiente sobre la posibilidad de que la guerra traspase la frontera y les toque a los polacos salir corriendo despavoridos. Hay mucha especulación y mucha incertidumbre ante una previsión que no atiende a razones lógicas. El mundo no se imaginaba así. Es una distopía acuciante y cualquier cosa puede pasar después de esta guerra.
Españoles que quieren ayudar
Jesús Molina es un periodista que ha venido en autocaravana desde Valencia. Lo hizo dos días después de que estallara la guerra con el único ánimo de ayudar. Sin plan, pero abierto a hacer lo que sea y a traerse a familias a España para la acogida. En Przemysl ha contactado con la ONG Juntos Por la Vida y ayudará con su vehículo a llevar a las familias de la lista. En su pueblo, Fuenterobles, de apenas 700 habitantes, ha servido de inspiración, y convenciendo a unos y otros, ya han recaudado 6.000 euros para ayudar a las familias que llegarán en las próximas horas.
Jesús se está terminando de comer un sándwich envuelto en papel albal cuando habla con este diario. Es simpático, parece un poco inquieto y tiene una de esas miradas risueñas que te invitan a sentarte a tomar un café y charlar un buen rato, pero de verdad. Cuando le pedimos entrar en la autocaravana para grabar unos vídeos para el reportaje responde: “Ay, dame unos minutos que ordene un poco, que si mi mujer ve esto así, me mata”, y esta periodista no puede evitar sonreír porque la escdena le recuerda tanto a casa, que ahora parece tan lejos, a Valencia, Albacete o Pola de Siero.
Por dentro del vehículo, Jesús ha hecho hueco para los que vienen y cuenta emocionado cómo se imagina el viaje de vuelta a su pueblo, conduciendo con su autocaravana llena de gente que aspira a la felicidad. Él quiere ser fuente de eso, de acogida y amor. “He hablado con mi mujer y vamos a tratar de acoger en casa a una familia completa”. Cree que, en su pueblo, de pocos cientos de habitantes, podrán volverse a sentir como en su casa, pero ya sí, por fin, lejos del estruendo de las bombas y de la pesadilla que nunca debió comenzar.