Este giro acelerado en el rumbo de la guerra en Siria, con el derrocamiento del régimen, se debe sobre todo a la peliaguda y delicada situación que atraviesan los principales aliados de Bashar Al Assad: Rusia, Irán e Hizbulá. Por otra parte, la Unión Europea celebra el final de la "dictadura".

En cuanto a Moscú, por el frente abierto en Ucrania, donde Vladimir Putin tiene concentrando la mayor parte de su potencial bélico. No obstante, el Kremlin ha dado asilo político al exlíder sirio y su familia por motivos humanitarios. El régimen de Teherán también afronta una profunda crisis interna agravada por sus enfrentamientos con Israel. Y en el caso de la milicia chií de Hizbulá, se retiró en octubre de Siria para hacer frente la ofensiva israelí sobre el sur del Líbano.

La cuestión es que, sin la ayuda de estos tres socios fundamentales, era cuestión de tiempo que el régimen de Al Asad se desmoronara, como finalmente ha sucedido. Ahora lo que interesa, en buena parte, es conocer los efectos de que Siria esté en manos de los yihadistas.

El caso es que se abre un escenario completamente nuevo en Oriente Medio, un periodo de incertidumbre que agrava aún más la inestabilidad en esa región. El panorama resulta inquietante por varios motivos.

Por un lado, nos encontramos que el armamento del régimen, armas químicas incluidas, queda en manos de los grupos rebeldes, incluidos los yihadistas. Además, el riesgo de que Siria termine por convertirse en un estado fallido puede hacer fuertes a las milicias chiíes y desencadenar otro frente para Israel.

Y, por supuesto, ahí está la posibilidad de otra crisis humanitaria que dé lugar a una nueva oleada de refugiados hacia Europa. De hecho, esta guerra ya provocó en 2015 una gran avalancha migratoria, con un millón de desplazados.

Aquel drama humanitario dejó una imagen para la historia difícil de olvidar, la del pequeño Aylan, ahogado en una playa turca junto con su madre y su hermano de tan sólo cinco años. La suya fue una más de las cientos de miles de familias que cruzaron el Mediterráneo, en muchos casos sin éxito, para llegar al Viejo Continente.

Con el tiempo, esa presión migratoria y la política de acogida en muchos países terminaría siendo un caldo de cultivo para el auge de la ultraderecha.

Las protestas de 2011, en plena Primavera Árabe, fueron el origen de la guerra civil siria y el comienzo del fin de Bashar Al Assad. Aunque el presidente llevaba en el poder desde el año 2000, la dinastía familiar ha dirigido el país con mano de hierro durante más de medio siglo.

A la muerte de su padre, el dictador Háfez Al Assad, muchos confiaron en una apertura a manos del ahora mandatario derrocado, aquel oftalmólogo de 34 años, de modos amables y educado en Occidente.

Sin embargo, la frustración no tardaría en llegar y el régimen siguió en su línea represiva. Bashar terminaría mostrándose tan despiadado como su progenitor cuando aplastó las revueltas, en un inicio pacíficas, del 2011.

Desencadenada ya la guerra civil, con distintas facciones de rebeldes, algunos apoyados por Turquía, recurrió a las armas químicas, aún a costa de la vida de inocentes. Las matanzas sin miramientos de civiles han sido una constante para combatir al enemigo.

Al Assad ha contado con la ayuda de Rusia y de dos importantes actores chiíes, Irán y Hizbulá, que le permitieron en su momento revertir el avance de Estado Islámico. Hasta hoy, el conflicto armado ha dejado más de 500.000 muertos y uno de los mayores éxodos de la historia moderna.

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