Ha amanecido nublado este martes en Coffs Harbour, Nueva Gales del Sur, una pequeña población de alrededor de 80.000 habitantes ubicada a cinco horas y media al norte de Sídney. Kathleen Folbigg no había visto el amanecer en los 20 años que pasó encarcelada injustamente en la prisión de máxima seguridad para mujeres, Silverwater, y tampoco lo ha podido ver este martes, en su primera mañana en libertad. Ha llovido toda la noche. Por primera vez, ha dormido con una placidez muy distinta a la de la cárcel. Lo ha hecho en una “cama real”, en un colchón firme y sin despertarse al cambiar de lado por el rechinar de los muelles. Ha bebido té en una “taza de verdad”.
“Lo ha removido, algo que suena básico para todos, pero que ella agradece. Té decente, leche de verdad”.
Lo explica Tracy Chapman, su portavoz, su amiga de la infancia y la persona que nunca dejó de creer en Folbigg durante su condena. Juntas comieron pan de ajo y pizza durante la noche del lunes. También brindaron por la nueva vida con Kahlúa cola, un licor de café mexicano. Folbigg no había probado una gota de alcohol en 20 años y la última vez que vio la televisión plácidamente en un sofá, no había ni tanto contenido, ni tantas plataformas, ni tantos dispositivos inteligentes. “No sabe usar los teléfonos. No se creía las capacidades de la televisión. No se podía creer que pudiera ver tantos programas. No paraba de cambiar de canal mientras yo intentaba hacer la cena”, cuenta exultante Chapman, quien este martes por la mañana ha atendido a los medios de comunicación en su granja en Coffs Harbour. Folbigg fue directa hasta allí desde el centro penitenciario.
El apoyo de Chapman ha sido incondicional, leal y valiente. Y eso que lo tenía fácil para darle la espalda. Sin ir más lejos, el exmarido de Kathleen, Craig Folbigg, siempre estuvo convencido de la culpabilidad de su exmujer tras la muerte de sus cuatro hijos entre 1989 y 1999. Ninguno de ellos llegó a cumplir dos años de edad. Fue él quien entregó como prueba el diario de Folbigg, cuyo contenido fue tomado como una suerte de confesión de asesina en lugar de como las palabras de una madre deprimida tras perder a sus cuatro bebés: Caleb murió en 1989, 19 días después de nacer; Patrick falleció con cuatro meses; Sarah, con 10 meses y Laura, a los 18 meses de edad. Kathleen era la cuidadora primaria de todos ellos y la principal sospechosa, especialmente después de que un pediatra experto, Roy Meadow, confundiera al tribunal con una puntualización errónea y afilada: “una muerte súbita en un bebé es una tragedia, dos son sospechosas y tres son un asesinato, a menos que se demuestre lo contrario”. Aquella fue la línea de pensamiento imperante.
Los medios de comunicación apodaron a Kathleen durante dos décadas la peor asesina en serie de Australia y el sistema judicial se preocupó más de encerrarla que de comprender por qué murieron sus hijos. Su hermanastra la traicionó tras recibir una carta suya en la que le confesaba que se sentía “la mujer viva más odiada”. En lugar de responder, se la entregó a un periodista de The Daily Telegraph. Le dijo que no le quitaba ni una coma al veredicto del tribunal y que su hermana encarcelada era un “monstruo”. A pesar de haber sido la enemiga número uno de la sociedad australiana durante décadas, Chapman, nunca dejó de lado a su amiga.
Su liberación sucedió de manera abrupta. El comunicado oficial del indulto firmado por la gobernadora de Nueva Gales del Sur, Margaret Beazley, tras la recomendación del fiscal general del Estado, Michael Daley, se publicó a los medios de comunicación casi a la par de la notificación a Kathleen. Todo fue tan rápido que no pudo despedirse de las amigas que tiene dentro de Silverwater. Chapman, por su parte, sólo tuvo 40 minutos para prepararse antes de la llegada de su mejor amiga a la granja. No le dio tiempo a descongelar el bistec que le tiene reservado. Cuando Kathleen llegó, se fundieron en un abrazo y la sonrisa de ambas no se ha borrado desde entonces.
“Ninguna de las dos lo podíamos creer. Fue todo como en cámara lenta. ‘Dios mío, estás aquí’. Esta mañana me ha dicho que le duele la cara de sonreír tanto”, nos cuenta Chapman.
Porque en prisión, pocas risas. Durante años fue el objetivo de las reclusas por ser una “asesina de bebés”. Por eso, y para evitar que se dañara a sí misma, estuvo encerrada en una celda e incomunicada durante 22 horas al día. Kathleen había tocado fondo después de haber perdido a su madre con 18 meses de edad, asesinada por su padre tras asestarle 24 puñaladas -el incidente no fue incluido en el juicio original para no influir en el jurado-, tras presenciar cómo ninguno de sus cuatro hijos volvió a despertar jamás, después de haber sido renegada por sus seres queridos, por la sociedad, por el sistema judicial y por las habitantes de una cárcel donde pasaría 40 años de su vida -que fueron reducidos a 30 sin derecho a libertad condicional hasta 2028-. El constante intercambio de misivas con Chapman y el apoyo de su equipo de abogados y de muy pocos amigos han mantenido a flote a Folbigg durante dos décadas.
Clave ha sido también la secuenciación de genomas coordinada por la reputada científica española, Carola García de Vinuesa, quien junto a casi un centenar de expertos firmaron una carta en la que pedían al Estado de Nueva Gales del Sur que revisaran el caso contra Folbigg tras haber hallado evidencias en las que se demostraba que los fallecimientos de los cuatro bebés se debieron a causas naturales: las dos niñas murieron debido a una mutación letal del gen que codifica la calmodulina -una proteína que se localiza en el cerebro y en el corazón-, y los dos niños fallecieron por mutaciones asociadas con la epilepsia -uno de ellos murió durante un ataque epiléptico-. Gracias a la española, a su equipo y a sus colegas, Kathleen ha tenido otra oportunidad de ser escuchada.
“No sólo ha perdido a un hijo sino a cuatro. Ha estado 20 años en prisión. El sistema la ha fallado en todo momento”, apuntó una de sus abogadas, Rhanee Rego. “En lugar de intentar entender por qué murieron sus hijos, la encerraron en prisión, la llamaron la peor asesina en serie de Australia y la pusieron en aislamiento. ¿Cómo os sentiríais vosotros si os pasara eso?”, cuestionó a los periodistas presentes, “es inimaginable y ninguno de nosotros puede ponerse en el lugar de Kathleen. No podemos habitar en su dolor, nadie puede. Nos encargaremos de que su nombre quede limpio”.
El indulto de Kathleen no significa que su inocencia se haya certificado. Para que esto suceda, el informe final de la consulta llevada a cabo durante febrero y marzo que ha servido para liberarla debe ser remitido al Tribunal de Apelación Penal. Si el exjefe de Justicia del Estado y responsable de la consulta, Thomas Bathurst, no lo hace en primera instancia, o la gobernadora tampoco, en segunda, sería el equipo legal de Folbigg el que presentarían una solicitud al organismo. Una vez se demuestre su inocencia, Folbigg podría demandar al Gobierno de Nueva Gales del Sur y solicitar una indemnización de millones de dólares.
Hay muchas preguntas que quedan en el aire sobre cómo se adaptará Kathleen a su nueva realidad y si alguna vez será capaz de curar las heridas provocadas por una sociedad y un sistema judicial que la ha señalado durante dos décadas de manera injusta tras haber pasado por el trauma de perder a sus hijos por causa natural. Su mejor amiga se pronunció al respecto y rememoró parte de una de las conversaciones que tuvieron la noche anterior entre pizzas, Kahlúa cola y altas dosis de adrenalina: “no hay odio en su corazón”, confesó Chapman. “Sólo quiere vivir su vida”.