Han pasado 70 años entre la última coronación y la del 6 de mayo de 2023 en Reino Unido y, aunque ambas han mantenido las mismas líneas generales, Carlos III ha querido cambiar algunos aspectos de la ceremonia en la que se entronizó a su madre, la reina Isabel II.
Aquella, bastante más larga, reunió a 8000 invitados en la abadía de Westminster, cuatro veces más que hoy. Además, como llegó a reconocer ella misma, Isabel II no guardó un gran recuerdo del que debía haber sido su gran día.
Si el 1992 fue su ‘annus horribilis’, con ese mismo adjetivo horrible Isabel II calificó en su momento el día de su coronación. La ceremonia de aquella jornada lluviosa de junio de 1953 fue una gran fiesta para los británicos, pero para su soberana constituyó una auténtica tortura.
Empezando por el recorrido hacia Westminster en la carroza de oro, que con sus 200 años de antigüedad, hizo del paseo uno de los más incómodos de su vida. Tampoco le resultó fácil su entrada ya a pie en la abadía con el manto imperial sobre sus hombros, tan largo y pesado que necesitó de seis damas de honor para llevarlo.
Nadie pudo echarle una mano a la hora de soportar sobre su cabeza la corona de oro puro compuesta, entre otras piedras preciosas, por más de 2800 diamantes. El peso de más de dos kilos de la joya obligó a la joven reina a mantener la cabeza erguida evitando mirar hacia abajo, ni siquiera para leer, ante el riesgo de fracturarse de cuello. A partir de entonces Isabel II aprendió a memorizar sus discursos.
Para los 8 000 invitados, que cuadruplican el aforo de Westminster, la coronación tampoco debió de resultar precisamente una fiesta. Hubo quienes hasta camuflaron agua y sándwiches en los sombreros, dada la duración de la ceremonia.
Cuatro interminables horas para el pequeño Carlos III, a tenor de la cara de soberano aburrimiento que mostraba entonces.