Un gran evento deportivo es siempre un escaparate al mundo para el país anfitrión. Catar, como sede de la Copa del Mundo de fútbol, proyecta su imagen al exterior; y esto supone, según los más críticos, un lavado de cara en toda regla. Es lo que se denomina sportwashing, el blanqueamiento a través del deporte, su uso como altavoz o propaganda en una operación de limpieza reputacional. La geopolítica del fútbol, en juego.
Bajo la luz de todos los focos, el de Catar ha sido calificado como "el Mundial de la vergüenza" por organizaciones defensoras de derechos humanos. La discriminación que sufren las mujeres, la persecución a los homosexuales o el oscurantismo en el número de muertes de trabajadores migrantes en la construcción de los estadios son algunos de los motivos.
Pero la controversia -o los motivos para ella- no es nueva y no hace falta remontarse muy atrás para comprobarlo. En la última Copa del Mundo, la de Rusia 2018, Vladimir Putin ya había invadido Crimea y las denuncias de vulneración de derechos estaban sobre la mesa.
También podemos alejarnos en el tiempo y acercarnos en el espacio. El Mundial de Naranjito, nuestro España 82, se convirtió en la oportunidad de mostrarle al mundo el despunte de un país que había transitado a la democracia; sin embargo, ese torneo se había concedido a España durante la dictadura de Franco, mucho atrás (en 1966), para regodeo del régimen. El exfutbolista del Barcelona Gerard Piqué lo recordaba ante las críticas a la Supercopa de España disputada en Arabia Saudí: "En 1966, con Franco, nos dieron el Mundial de 1982 y Franco era un dictador".
¿Cuáles son los otros Mundiales que, antes que el de Catar, despertaron críticas por la elección de su sede?
Vladimir Putin, el hombre que bombardea Ucrania desde hace nueve meses, fue el mandatario que acogió la Copa del Mundo de fútbol que precede a la de Catar: Rusia 2018. Entonces ya había invadido Crimea (lo había hecho en 2014). Las quejas de las autoridades ucranianas, que pidieron que se le retiraran los derechos al país anfitrión, cayeron en saco roto. La FIFA siguió adelante y el evento futbolístico se llevó a cabo sin grandes cuestionamientos.
Poco antes de su celebración, un informe de Human Rights Watch denunciaba la vulneración de derechos humanos en Rusia: la explotación de trabajadores en la construcción de los estadios, la falta de libertad de expresión, la persecución de opositores políticos o la represión de la comunidad LGTBI. El ministerio de Exteriores español, en sus recomendaciones de viaje, recordaba a los aficionados que "la homosexualidad estaba reprobada socialmente" y que se habían producido incidentes contra miembros del colectivo.
Por otro lado, en el ámbito internacional, Moscú ya respaldaba con sus ataques al presidente sirio, Bachar el Asad, en un conflicto que ha desgarrado al país. El Mundial había sido concedido a Rusia en 2010; aunque Putin era entonces primer ministro (y Dmitri Medvédev presidente), seguía manejando todos los hilos del poder
Ante las críticas a la designación de Catar como sede, el embajador del país árabe en Alemania, Abdula Mohamed al Thani, decía recientemente en alusión a Rusia: "Si nos remontamos a cuatro años atrás, el Mundial estaba en un país que había tomado Crimea, tenía gente en prisión, gente oprimida, y no había ninguna atención por parte de Alemania ni de ningún otro país de Europa".
A poco más de mil metros del estadio en el que la selección argentina se proclamaba campeona del mundo en 1978 (frente a Países Bajos), el grito de los goles se confundía con el de las víctimas de tortura. El horror en los sótanos de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) en Buenos Aires contrasta con la euforia de la superficie.
La dictadura militar de Jorge Videla (1976-1983), que dejó 30.000 desaparecidos, era entonces la anfitriona del gran evento futbolístico. Este se celebró, sin complejos, bajo una represión feroz.
"Era la época del mundial y me llamó la atención porque les habían puesto un televisor a los compañeros. No sé si para hacerlos sentir peor o para distraerlos. Y ahí, mientras escuchábamos por un lado los gritos de los torturados, también escuchábamos los gritos de los goles", contó una de las detenidas, Ana María Sofantini. El suyo es uno de los numerosos testimonios de supervivientes que recoge el Museo de la Memoria en Mundial en la ESMA. "A pocas cuadras del estadio (...), los prisioneros de este centro clandestino escucharon la celebración entre tormentos, grilletes y capuchas", recuerda el Museo levantado en el antiguo centro de detención.
En esa esfera de contradicciones y sentimientos encontrados, algunas víctimas contaron que durante unos instantes, y pese al dolor, se alegraron por los goles de su equipo. Otros, sin embargo, relataron el miedo a que la victoria de la selección argentina contribuyese a perpetuar al régimen en el poder. Este vio el evento deportivo como una oportunidad para legitimarse y reflejar normalidad ante el resto del mundo.
La segunda Copa del Mundo de fútbol de la historia se celebró en 1934 en Italia (la primera fue en Uruguay en 1930). La FIFA proclamó como sede al país europeo dos años antes. Benito Mussolini convirtió el gran espectáculo en un instrumento de propaganda y ensalzamiento del régimen fascista.
El Duce no solo quería organizar el Mundial, también quería ganarlo. Y presionó para ello. Varios jugadores argentinos y otro brasileño fueron nacionalizados con tal propósito. Se ha acusado al país anfitrión de escandalosos arbitrajes a su favor. Finalmente, la Italia del dictador Mussolini se hizo con el título. Casi un siglo después, las controversias y sombras ligadas al mayor espectáculo futbolístico del mundo no se han disipado.