Draghi era recibido la mañana del jueves en la Cámara de Diputados italiana con un rotundo aplauso. Mientras el día anterior abandonaba el Senado tras perder la confianza de tres de los grandes partidos que formaban parte de su Gobierno: la Liga de Matteo Salvini, el M5S de Giuseppe Conte y Fuerza Italia de Silvio Berlusconi. Se esperaba que la comunicación de ayer fuese simbólica, algunas palabras para expresar que a continuación se dirigiría al presidente Sergio Mattarella para presentar de nuevo su dimisión, esta vez de forma definitiva. Fueron, aunque escasas, con una gran carga emotiva, inesperado para un hombre tecnócrata, correcto, ordenado y reservado, que pocas veces se deja llevar por la pasión del momento. Pero esta vez lo hizo, conmovido, dio las gracias por los aplausos y dijo: “Ya veis, a veces el corazón de un banquero también se usa”. La crónica de los hechos siguió según lo esperado, minutos después de su llegada al Quirinal, la colina donde se encuentra el palacio residencial, se comunicaba que Mattarella había recogido la petición de Draghi y que el ex banquero seguiría en funciones mientras se resolviesen los asuntos pendientes. O, lo que es lo mismo, mientras las elecciones, convocadas ya el 25 de septiembre, no diesen un nuevo primer ministro para Italia, él seguiría en su cargo.
Hace tan solo unas horas, tres días atrás, Italia estaba convencida que la decisión sobre la continuidad de este Gobierno esperaba al propio Draghi. Él podía abrir la puerta y ser acogido de nuevo o marcharse. Pero en la política, y más en este momento tan históricamente complejo, nada es descontado. Ni siquiera ratificar el apoyo a un primer ministro llegado del Banco Central Europeo para sacar a Italia de la profunda crisis derivada de la pandemia, para desarrollar una compleja estrategia de vacunación, para cumplir los objetivos que pedía Europa para los millones que llegarían destinados a los fondos de recuperación y para ofrecerle unos datos de crecimiento a Italia que, muchos llamaban hace unos meses, antes de la guerra, el milagro italiano. El Ejecutivo, nacido del consenso para responder a los italianos ante una situación de crisis encadenada en los últimos años, ha durado 1 año, 5 meses y 7 días. La tendencia demuestra que la política italiana no aguanta ni tan siquiera dos años con el mismo primer ministro. Después, el ya habitual terremoto llega para destruirlo todo. Y ahí el contador se vuelve a poner a cero.
Los méritos a estas alturas pocos se atreven a negárselos, incluida la capacidad para haber conseguido poner de acuerdo a todas estas fuerzas políticas que lo sostenían -menos Hermanos de Italia- durante, al menos, unos meses. Su labor no solo ayudó a la salida del túnel más oscuro la pandemia y del PIB, la recuperación de un prestigio internacional para Italia y un papel de liderazgo en Europa, la defensa de una línea euroatlántica frente a la invasión rusa de Ucrania, en un país que convive con grandes torrentes de antiamericanismo, ha marcado estos meses. El profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de la Sapienza de Roma y experto en geopolítica Gabriele Natalizia explica que desde que Draghi se puso al frente del Gobierno percibió cómo el mundo miraba con otros ojos a Italia. Aterrizó en el país cuando esta legislatura ya había visto dos crisis de partidos y dos gobiernos de Giuseppe Conte, llamado por el propio Mattarella que hoy acepta sus dimisiones y que en aquel momento buscaba tirar de lo mejor que tenía en Italia. Y lo mejor que tenía era Mario Draghi, uno de los hombres más influyentes del mundo, que había salvado el euro, que había estado como tecnócrata en las instituciones italianas con partidos de todos los colores y que tenía las capacidades para afrontar una dificultad como la de esta era. Formó un Gobierno político y técnico, que bebiese de ambas fuentes para sobrevivir y aprovechó su tiempo sin descanso en un país donde todo, también lo burocrático, va especialmente lento. Pero su disciplina le ayudaba. La disciplina de un hombre huérfano de padres cuando apenas empezaba su juventud, que estudió en los jesuitas en la capital romana y que pronto brilló siendo un estudiante de economía. Como lo describe uno de sus fieles “un fuori clase” (un fuera de serie).
“Hemos agotado nuestra mejor opción, la hemos quemado. Pero la política italiana tiene estos modos. Toda la consideración que Draghi tiene al exterior, aquí no es vista así. Italia es un país populista que encaja poco con un tecnócrata, a pesar de que sea una de las personas más respetadas del planeta”, dice un periodista del periódico Repubblica. El economista e historiador Emanuele Felice recuerda cuando la intención era convertirlo a él, y no hacer un bis a Mattarella, en el próximo presidente de la República italiana. Aquel gesto intentaba protegerlo de los aires de la política y asegurarle al país su presencia. “Lo que ha pasado hubiese ocurrido antes o después. La mayoría que dirigía era demasiado compleja para seguir”, confiesa Felice. Ahora, advierte, la campaña electoral será compleja para todos dados los movimientos internos de los partidos. Caterina Licatini, parlamentaria del nuevo grupo del ministro de Exteriores Luigi di Maio, tras las escisión del M5S, responde a lo que fue Draghi en estos meses. “No solo di Maio, todos los que han trabajado cerca de él lo admiran, sin excepción”, dice. Algunos de sus ministros han dejado ya sus partidos descontentos ante el abandono al ex banquero, como el de la cartera de Administración Pública, Renato Brunetta, o de la ministra de Asuntos Regionales y Autonomías, Mariastella Gelmini, ambos pesos pesados de Fuerza Italia de Silvio Berlusconi. Esta legislatura termina pero por el camino, al menos algunos, en la política italiana, serán siempre "draghistas".