Las campañas electorales nunca vienen bien para algo. Especialmente para todo aquello que tenga que ver con negociaciones entre partidos diversos, empeñados en el tiempo que dura la contienda en acentuar todo lo que les separa, y especialmente reacios a acuerdos que le sitúen, a un paso de las urnas, en el lugar en el que no quieren que les vean sus electores.
Las recientes elecciones catalanas son un ejemplo: congelaron la reanudación de la famosa mesa de diálogo y se interpusieron en el acuerdo del PSOE y PP para la renovación del Consejo General del Poder Judicial que poco antes se daba por hecho. Ninguno de ambos asuntos se ha recuperado tras ese impasse.
Ahora, a Pedro Sánchez se le avecina un problema similar con la renegociación del estado de alarma, si es que pretende que se amplíe: la tendrá que gestionar en plena campaña en Madrid. Si antes ya era difícil un entendimiento sobre si era adecuado o no extender medidas que afectan a derechos y libertades, más aún en plena batalla... electoral.
El Gobierno, que precisamente ideó en octubre un modelo largo de estado de alarma para evitarse esfuerzos cada vez más agónicos por lograr apoyos –y ya de paso blindar una decisión en principio sanitaria del zarandeo político- se encuentra ante un escenario imprevisto y presumiblemente indeseado.
No contaba, nadie entonces, con el adelanto electoral decidido por Isabel Díaz Ayuso. Las elecciones son el 4M, el estado de alarma expira el 9M, cinco días después.
El Ejecutivo, por ahora, no respira. En Moncloa no van más allá de constatar que hay una única certeza: la fecha de vencimiento. Y a partir de ahí, todo son supuestos. La vicepresidenta Carmen Calvo ha dicho esta semana en Radio Nacional que confía que el 9 de mayo “se den las condiciones” para salir del Estado de alarma.
Es la hipótesis que le supone al Gobierno menos complicaciones. Salvo en el caso, no parece, de que las cosas vayan tan mal que alguna comunidad se revuelva por verse privada de una herramienta que les ha servido a los presidentes autonómicos para gestionar las limitaciones en un marco de seguridad jurídica. Sin exponerse a recursos. Puede pasar porque son diez comunidades las que, precisamente, pidieron la implantación de la alarma que está en vigor.
Y luego están las críticas que, de oficio, le van a salpicar a Sánchez haga lo que haga. Tanto si anula como si mantiene en vigor la actual situación excepcional. Pero con eso se cuenta de saque.
Así que la opción A es no prorrogar, pero la otra opción, la de la seguir con la alarma también está abierta. Porque el Gobierno no da nada por seguro y la propia Calvo advertía en esa misma entrevista que llegado el caso "no escurrirá el bulto”.
Los datos tienen la clave. La incidencia acumulada del coronavirus en España el 25 octubre de 2020, cuando se iniciaron los seis meses de estado de alarma era de 361 por cada 100.000 habitantes y se habían registrado 635 muertos en los siete días anteriores. A día de hoy esa incidencia es de 134, o sea menos de la mitad. Pero es que falta casi mes y medio para que la alarma toque a su fin.
Hay además, otros elementos que inciden en la decisión y que complican adelantar un posible escenario. La vacunación que está en marcha invita a pensar, pese a los trompicones, que allá por mayo, con más población protegida, serán menos necesarias las medidas excepcionales. Por contra, las restricciones reforzadas para semana santa, el repunte de casos en algunos territorios y la amenaza de una cuarta ola apuntan justo en dirección contraria, a prorrogar.
En este caso, Sánchez se vería abocado a una negociación de apoyos que casi se solapa con el periodo electoral. El casi es porque tiene una escapatoria que es decidir, acordar e implantar un nuevo periodo de excepcionalidad por la vía rápida, en los cinco días que van del 4M al 9M.
No es lo previsible. Los efectos secundarios de una decisión de este tipo aconsejan un tiempo mayor de maduración, aunque sea en el incómodo contexto de una contienda electoral.
Sánchez se vería, en este supuesto, de vuelta a la pesadilla que le supuso gestionar las anteriores y a la cada vez más menguante cosecha de apoyos. Empezó con 321 votos, la última la sacó con 177, y con pronunciamientos en contra de partidos tan heterogéneos como PP, Junts o Compromís.
Si el "sí" o el "no" a la extensión de la prórroga está condicionado por los datos, qué no decir del imprevisible voto de cada partido en un escenario político que se parece bien poco al de junio del año pasado, además, en el fragor de una campaña.
Por citar algunas pinceladas del paisaje previo al 9M: Podemos tendrá a su líder, Pablo Iglesias, de candidato en la campaña de Madrid; ERC estará pendiente de formar gobierno o lo habrá formado ya en Cataluña; Junts en la oposición; Ciudadanos en riesgo de desaparecer... y mientras, el PP de Isabel Díaz Ayuso jugándose la reelección. Todo mientras se decide si se prolongan o no restricciones que afectan directamente al bolsillo de los hosteleros o lo taxistas, entre otros, o al confort general de ciudadanos a los que los toques de queda les impiden moverse a sus anchas por la noche. Pura munición electoral.
El toque de queda, la limitación de pisar la calle entre las 23:00 y las 06:00 de la mañana es de las pocas restricciones concretas que figuran en el estado de alarma en vigor, cuya finalidad última es dar cobertura legal a las medidas que adopten los presidentes de cada comunidad, de acuerdo a como marche la pandemia en sus territorios. Es lo que se llamó “cogobernanza”.
Ahora bien, en momentos de trazo grueso como las campañas, es difícil de hacer llegar el matiz. La cuestión se reduce a si España o no sigue en estado de ¡alarma!. Sánchez tiene la palabra.