Fue el 1 de octubre el día elegido por los independentistas catalanes para escenificar un desafío institucional sin precedentes y poner a prueba el sistema jurídico en España. Desoyendo toda orden del Tribunal Constitucional, –que declaró ilegal la pretendida consulta de autodeterminación promovida desde el Govern, presidido entonces por Carles Puigdemont–, el bloque separatista siguió su curso convocando y realizando un referéndum que terminó de multiplicar en las calles la tensión política y social.
Era un 6 de septiembre de 2017 cuando el Parlament, en una de las sesiones más convulsas y polémicas que se recuerdan, aprobó la denominada ‘ley del referéndum’ con los votos de JxSí y la CUP, según la cual reivindicaban el derecho a la autodeterminación como ‘el primero’ de los derechos humanos; como una ley suprema, estableciendo un régimen jurídico excepcional en Cataluña que dictaba que, con su aprobación, esta ley prevalecía jerárquicamente sobre cualquier otra norma que pudiese contradecirla, incluyendo el Estatut y la Constitución, lo que significaba que cumplir esta ley no implicaba desobedecer otras. “Una patada a la democracia”, según calificó ese mismo día el Ejecutivo de Mariano Rajoy, entonces presidente del Gobierno de España, transmitiendo una indignación compartida con el resto de los partidos constitucionalistas.
Un día después, –el 7 de septiembre–, era el Tribunal Constitucional el que se pronunciaba suspendiendo cautelarmente la consulta de autodeterminación. Pero el independentismo no se iba a quedar ahí. Respondió inmediatamente aprobando la denominada ‘Ley de transitoriedad’, llamada a determinar la norma que regiría Cataluña ante un triunfo del ‘sí’ en el referéndum. Era la segunda ley de desconexión. El secesionismo no renunciaba, tampoco entonces, a su desafío al Estado.
Con acusaciones cruzadas entre bloques y partidos, tensión política, incertidumbre, inestabilidad económica, concentraciones en las calles y crispación social a lo largo y ancho de España, se fraguó el escenario que iba a contextualizar la llegada del 1-O.
La mayor muestra de lo que se estaba gestando fue el 20 de septiembre de 2017, día en que se produjo el calificado como ‘asedio’ a la Consejería de Economía de Cataluña en el marco de los registros ordenados para investigar la preparación del referéndum. Fue la jornada que sustentó parte de los procesamientos por rebelión y sedición a los antiguos altos cargos de la Generalitat, y en ella miles de personas, alentadas por ANC y Òmnium, presididas entonces por los Jordis, –Sànchez y Cuixart respectivamente, hoy en prisión y a la espera de la sentencia del procés–, impidieron la salida de la comisión judicial que se encontraba en la consejería que dirigía entonces Oriol Junqueras. Donde la Fiscalía veía “violencia” o “actos violentos”, Jordi Sànchez vio una protesta incluso “festiva”.
En la víspera del 1-O, numerosas personas afines al separatismo se atrincheraron en los colegios electorales, haciendo noche junto a hijos, familiares, vecinos y amigos para evitar que los centros fuesen precintados por las autoridades cumpliendo con la orden dictada por la Fiscalía Superior de Cataluña.
Alentados nuevamente por organismos como ANC y Òmnium, los independentistas hicieron resistencia mientras el mayor de los Mossos, Josep Luis Trapero, –hoy también encausado por el procés–, advertía su temor al respecto de que precintar los colegios públicos provocase problemas de orden público. Y efectivamente los hubo. No era difícil de intuir. La jornada fue convulsa y estuvo protagonizada por los disturbios, con las fuerzas del orden interviniendo con cargas e intercambios de golpes, lo que dio paso a la crítica del bloque independentista, afanado en denunciar la violencia con que se empleó la policía al tiempo en que el Gobierno hablaba de “proporcionalidad”. Mientras tanto, en paralelo, los Mossos d’Esquadra de Trapero eran acusados de inacción.
La Conselleria de Salud de la Generalitat cifró en 844 los heridos durante la jornada, hoy convertida en símbolo del desafío soberanista.
Con las calles convertidas en ese caldero lleno de crispación que la hoja de ruta independentista pretendía y marcaba, mediante un recuento que se probó fraudulento y sin garantías, el Govern habló de 2.262.424 papeletas registradas, donde el ‘sí’ a la autodeterminación se erigía como opción mayoritaria con 2.020.144 votos a favor, el 90%.
Fue así, defendiendo esos resultados, como Puigdemont compareció para valorar la jornada.
56 segundos. Ese fue el tiempo que duró la independencia en Cataluña tras el 1 de octubre de 2017. Es el tiempo exacto transcurrido entre el momento en que Carles Puigdemont, –hoy autodenominado presidente en el exilio–, comunicaba que asumía “el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república” y la declaración inmediata en la que suspendía la independencia: “Con la misma solemnidad, el Gobierno y yo mismo proponemos que el Parlamento suspenda los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada”, dijo, dibujando en los rostros de todos los independentistas gestos de incredulidad y decepción cuando segundos antes eran de júbilo y celebración.
Lo que vino después aún es tema recurrente en la retórica de los líderes políticos actuales: en una decisión sin precedentes, el Ejecutivo de Mariano Rajoy decidió, ante la insistencia separatista y tras la declaración unilateral de independencia, aplicar el artículo 155 de la Constitución el 27 de octubre de 2017, con el Gobierno tomando el control de la autonomía. "Ningún presidente puede aceptar la liquidación de la soberanía nacional", defendió y sigue defendiendo quien fuese líder del PP entonces.
El 155 se mantuvo hasta el 2 de junio de 2018, cuando Quim Torra tomó posesión del cargo como presidente de la Generalitat de Cataluña, lo que suponía el levantamiento automático de la aplicación del artículo.
Dos años después, la realidad es que, salvando matices y diferencias políticas en el seno del independentismo, las cosas no han cambiado tanto. Este 1 de octubre se cumple el segundo aniversario de aquella jornada y la actualidad política en Cataluña presenta el mismo diagnóstico: la sentencia del procés, prevista para mediados de mes, puede dinamitar los ánimos de un independentismo que insiste en pedir la libertad de sus líderes políticos encarcelados y el derecho a la autodeterminación mientras sus sectores más radicales manifiestan su disposición a llegar a extremos. Prueba de ello son los nueve miembros de los denominados CDR, Comités de Defensa de la República, detenidos recientemente, siete de los cuales fueron enviados a prisión por presuntos delitos de terrorismo, tenencia ilícita de explosivos y conspiración para cometer estragos.
Dos de los nueve detenidos han admitido los hechos, reconociendo la tenencia de materiales para fabricar explosivos. Preparaban acciones contundentes y tenían edificios estatales, un cuartel y estructuras críticas entre sus objetivos, según los investigadores. La Fiscalía manifestó que su detención ha servido para abortar “planes terroristas” de carácter secesionista.
Según el auto del titular del Juzgado Central de Instrucción número 6, Manuel García Castellón, los detenidos pertenecían al denominado Equipo de Respuesta Táctica (ERT) de los CDR, y formaban parte de “un plan de conspiración contra las instituciones del Estado, que consistiría en el asalto y posterior ocupación de forma ilegal del Parlamento de Cataluña en el precintado día 'D’ con el fin último de subvertir el orden constitucional". Un ‘día D’ que, según los investigadores, estaría ubicado en una fecha entre el 1-O y el día de la publicación de la sentencia del procés.
Además, subraya el auto, contaban con una “estructura jerarquizada” y habría sido el Centro de Seguridad de la Información de Cataluña, el Cesicat, organismo dependiente del Gobierno de Torra y considerado el ‘CNI catalán’, quien “asumió y planificó” el asalto y la ocupación del Parlament que debían ejecutar los detenidos.
No obstante, esta no ha sido la única noticia de impacto, porque en la víspera del segundo aniversario del 1-O, justo cuando se ultimaban dispositivos especiales ante posibles disturbios, –como ya ocurrió el año pasado–, el jefe político de los Mossos D’Esquadra, Andreu Martínez, sorprendía presentando su dimisión.
Mientras tanto, como ya hiciese durante el juicio a los 12 que se sentaron en el banquillo como acusados de promover la consulta ilegal del 1 de octubre y la posterior declaración unilateral de la independencia, –el exvicepresidente catalán Oriol Junqueras, la ex presidenta del Parlament, Carme Forcadell, los ocho exconsellers (Joaquín Forn, Jusep Rull, Jordi Turull, Raúl Rumeva y Dolors Bassa, además de Meritxel Borrás, Carles Mundó y Santi Vila) y los líderes de ANC y Omnium Cultural, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart respectivamente–, Carles Puigdemont, fugado, sigue pregonando sus consignas desde su mansión en Waterloo.