Era un fatídico 14 de marzo de hace ya justo un año cuando España se abocaba a afrontar el que sería el segundo estado de alarma en toda su historia; el primero llamado a combatir una pandemia que ya entonces había puesto en jaque a los sistemas sanitarios de múltiples potencias mundiales. Desde la asiática localidad de Wuhan, China, desde donde se considera que se propagó el virus, hasta nuestro continente, nuestro país y aún más allá, ese maldito coronavirus que hoy todos reconocemos como SARS-CoV-2 nos obligó a resignarnos a la realización de un sacrificio demoledor que iba no solo a privarnos de desenvolvernos en la vida tal y como la conocíamos, sino que también iba a dejarnos sin siquiera poder decir adiós a nuestros seres queridos, algunos de ellos hoy muertos por culpa de una covid-19 que todavía ahora nos roba la más humana necesidad de poder dar un cálido abrazo a quienes han pasado junto a nosotros toda nuestra vida. Obligándonos a distanciarnos cuando más necesitábamos estar unidos, a vernos a través de una pantalla cuando más necesitábamos tocarnos, o a escucharnos a través de un teléfono móvil cuando más necesitábamos poder mirarnos a los ojos con nuestras manos entrelazadas, la pandemia poco a poco nos fue robando el aliento para acabar monopolizándolo todo.
De pronto, las calles estaban desiertas, en los parques ya no había niños, los bancos y las plazas de los pueblos lucían solitarias y en el suelo de nuestras aceras empezaban a acumularse los restos de una primavera que comenzaba a brotar de forma atípica, a la sombra de un virus que nos relegó al encierro.
Entre cuatro paredes, nuestras terrazas, nuestros balcones… se convirtieron en la puerta hacia la esperanza; en ese pequeño reducto desde el que contemplar que, pese a todo, el mundo seguía ahí fuera, con su vida y con su muerte, sus días y sus noches. De repente, las ventanas y los balcones eran ese espacio desde el que asomarse para hablar desde lo lejos, –desde ese dichoso distanciamiento–, comprobando que efectivamente y, pese a todo… todos éramos vecinos y estábamos, y todavía estamos, juntos en esto.
Entre los ecos de esos aplausos dirigidos a los sanitarios y que después se convirtieron en una especie de ritual de resiliencia, desde las autoridades sanitarias competentes, desde el Gobierno, nacional o autonómico, el mensaje que más se repetía era el mismo: ‘Protégete para proteger a todos los demás’. Era la base de aquel “Quédate en casa” con el que comenzamos a entender que reducir los desplazamientos y los contactos sociales, a fuerza del dolor que nos causaba y nos causa, eran una de las claves para hacer frente al coronavirus y controlar la transmisión; una cuestión imperativa para dar oxígeno a unos hospitales que veían como a sus UCI llegaba lo que era ya un tsunami de contagios; una sucesión de ondas epidémicas que terminarían días más tarde, el 31 de marzo, por provocar el pico máximo de casos de coronavirus durante lo que se ha denominado como ‘la primera ola’, la etapa más crítica y fatídica al enfrentarnos a un virus entonces sumamente desconocido, donde lo que abundaba era, precisamente, la carencia: carencia de medios, de material sanitario, de mascarillas, de respiradores, de equipos de protección individual EPI, de personal médico, de financiación, de condiciones de trabajo dignas…
Sin descanso, doblando turnos, sin los recursos necesarios y exponiéndose directamente y en primera línea al virus, desde nuestros hospitales, como desde nuestras residencias, en las que también se encontraban nuestros mayores, –los más vulnerables frente al virus y las principales víctimas de esta pandemia–, luchaban por no acabar ahogados en esa ola que aquel nefasto 31 de marzo marcaba ese récord de infecciones diarias con 9.222 positivos. Entonces, las cifras hacían referencia a un total 94.417 casos confirmados, 8.189 fallecidos, 5.607 casos que precisaron ingreso en UCI (376 nuevos del 30 de marzo al 31) y una incidencia acumulada en 14 días que se situaba en 177,01; datos que constataban que efectivamente, ese mes en cuestión de semanas el virus se incrementó a una velocidad tal que puso completamente en jaque al sistema sanitario. Con los centros hospitalarios sumidos en el colapso, llegaron momentos de absoluta angustia, con los primeros cribajes acentuando todavía más el desconsuelo de quienes se vieron en la dramática decisión de tener que decidir a quién salvar; algo que jamás se olvida.
Además, la rápida propagación del coronavirus obligó a la reprogramación de las actividades y prácticas hospitalarias, obligando a retrasar operaciones y tratamientos también fundamentales y de suma importancia para pacientes afectados por otras graves patologías.
En esos momentos, en los que tuvieron que instalarse hospitales de campaña y hasta morgues improvisadas, España ni siquiera había podido desarrollar un sistema de vigilancia eficiente y la capacidad de diagnóstico del coronavirus era otro enorme hándicap, de tal modo que entre ese mes de marzo y abril, –el pico de la primera ola–, ni tan siquiera se detectaban el 10% de los casos que realmente existían. Lo confirmaba no hace mucho Fernando Simón, –director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias y epidemiólogo ya convertido también de un modo u otro en símbolo de la pandemia–, durante una comparecencia del pasado mes de febrero del presente 2021: “En marzo o abril detectábamos solo 1 de cada 10 casos, y ahora 8 de cada 10”; unas palabras con las que quería dejar constancia de que la situación de entonces difícilmente puede ser comparada a los datos que se manejan en la actualidad.
En cualquier caso, viajando atrás justo un año, aquel 14 de marzo de 2020 España viviría un punto de inflexión clave; un momento en el cual definitivamente todos nos resignábamos a asumir que aquel coronavirus que un día vimos tan lejano en Wuhan, y que después pasó a atemorizar a Italia, definitivamente estaba poniendo en jaque también a nuestro país.
En un principio, las escenas de pánico que llegaban desde China, con asaltos a las farmacias en busca de mascarillas, brigadas de empleados estatales vestidos como astronautas para desinfectar las calles, barrios enteros cercados y en cuarentena, o pacientes intentando escapar del hospital cargando con sillas contra los cristales de su habitación… las vimos como alarmistas y hasta ajenas a nosotros. Después, con Italia primero y a continuación nuestro país, con lo que chocamos fue con la más dura realidad, y de lo que empezaba a hablarse entonces ya no era de “alarmismo” sino de “falta de previsión”. Pero nadie ha probado estar completamente preparado para esto. Ideologías aparte, y con independencia de las distintas estrategias adoptadas por los diferentes países para combatir la pandemia, los datos son tan dolorosos como dramáticamente reveladores: desde el estallido del coronavirus se han registrado más de 118 millones de contagios y más de 2,6 millones de muertes en el mundo. La covid-19, según cifras de la Organización Mundial de la Salud, ha afectado a 223 territorios.
El 13 de marzo de 2020, Pedro Sánchez, presidente de España, al anunciar que había comunicado al jefe de Estado que había convocado un Consejo de Ministros extraordinario para aprobar el decreto del estado de alarma, pronunció: “Estamos solo en la primera fase de un combate contra el virus que luchan todos los países del mundo, y en particular nuestro continente. Nos esperan semanas muy duras. Dijimos que venían días difíciles, y no cabe descartar que en la próxima semana alcancemos desgraciadamente los más de 10.000 afectados”.
Hoy, España suma más de 3,1 millones de contagios y más de 72.000 muertes por covid-19 desde el inicio de la pandemia.
El estado de alarma y la primera ola nos sumieron en el más absoluto de los ‘confinamientos’, infausta palabra de moda a la que se sumarían después otras como la ansiada ‘desescalada’ o ese tan escalofriante concepto al que denominamos ‘nueva normalidad’ a fuerza de las circunstancias.
La gravedad de la situación nos llevó a encerrarnos en casa dejándonos tan solo la oportunidad de salir a la calle para contadas excepciones: conseguir alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad; asistir a centros, servicios y establecimientos sanitarios; regresar al lugar de residencia habitual; asistir y cuidar a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables; acudir a entidades financieras y de seguros; o por causas de fuerza mayor o situación de necesidad, así como cualquier actividad de análoga naturaleza.
Además, también podíamos desplazarnos para acudir al lugar de trabajo, algo que fue variando a lo largo del tiempo, pasando de estar solo contemplado para aquellos empleados en sectores considerados esenciales y básicos, para después abrirse a trabajadores de otros ámbitos, con la mejora de la situación epidemiológica.
No obstante, durante el más estricto de los confinamientos, cuando incluso solo podíamos ir de uno en uno a hacer la compra, –con la única posibilidad de ser acompañados por menores de los que un tercero no pudiese hacerse cargo, o que no pudiese quedarse solo en casa–, la situación no solo fue dura desde el punto de vista sanitario y desde el punto de vista social. También la economía, a menudo interconectada a todo ello irremediablemente… sufrió, y todavía sufre, una sacudida monumental. La oleada de contagios trajo consigo la oleada de los ERTE, de los negocios forzados al cierre, de los récords absolutos de paro… y, lo que es peor, de las denominadas ‘colas del hambre’, reflejo de un problema que ya existía y que se ha visto todavía más acentuado por la crisis sanitaria.
En otro lado, sectores cruciales para España, como la hostelería y el turismo, quedaban heridos de muerte y ni siquiera ahora logran salir a flote. La paralización casi absoluta de la actividad económica, hizo estragos poniendo al borde de la quiebra a numerosos negocios.
No fue hasta el 26 de abril cuando, tras 42 días de encierro, por fin los niños, acompañados por un adulto, se convertían en los primeros en poder salir a la calle. Una semana más tarde, el 4 de mayo, día en que el Ministerio de Sanidad registraba un total de 218.011 contagios y 25.428 muertos desde el inicio de la pandemia, España, tras más de un mes en descenso de la curva, iniciaba la denominada desescalada, planteada por el Gobierno en tres fases a distintas velocidades según la evolución epidemiológica de cada territorio. El objetivo: intentar rebajar las duras restricciones que enfrentábamos para, poco a poco, permitirnos salir a las calles y reanudar, paulatinamente y sin descuidar las medidas básicas de prevención del contagio, reactivar las actividades sociales y económicas. Así, fase a fase, con franjas horarias y limitaciones cada vez ligeramente menos restrictivas, terminamos por poder ver, por fin, a nuestros seres queridos.
Ansiada, la conquista de las calles comenzaba a devolvernos poco a poco un atisbo de normalidad; una pequeña esperanza para poder dar alivio a la denominada ‘fatiga pandémica’ y el desgaste psicológico que había provocado en todos nosotros ese periodo de confinamiento severo; ese pasar de los días encerrados sin poder ver a nuestros familiares, a nuestros amigos, a nuestra pareja; sin poder realizar el duelo por los que se han ido; sin poder siquiera acompañar al hospital a quienes estaban luchando por superar la covid-19; y en algunos casos sin poder ver a nadie, sintiendo el completo peso de la soledad.
Al salir y poblar de nuevo nuestras calles, inevitablemente se entremezclaba la alegría y el dolor, dejando una sensación de extrañeza mientras intentábamos procesar la situación. Fuera, de pronto el mundo se había convertido para nosotros en un paulatino trasiego de personas más o menos distanciadas donde las sonrisas se dibujaban en los ojos en lugar de en la comisura de los labios. Entre idas y venidas respecto a su recomendación, las mascarillas habían llegado para quedarse, y fue el 21 de mayo de 2020 cuando su uso se hizo obligatorio en la vía pública.
También un 21, pero de junio, fue cuando finalizaba por fin el estado de alarma tras nada más y nada menos que seis prórrogas desde aquel 14 de marzo en que se aprobó. Con una incidencia acumulada a 14 días de 8,08, comenzaba entonces el verano plenamente dicho, y para esas fechas, poco a poco empezábamos a entregarnos al deseo de disfrutar, pese a todos los obstáculos y pese a todas las medidas de prevención, de las vacaciones.
Con el turismo nacional como forzado gran reclamo, los desplazamientos volvieron a multiplicarse, bares y restaurantes empezaron a llenarse y las playas, parceladas con mayor o menor eficacia, comenzaron también a lucir a rebosar.
Durante el verano, la transmisión del coronavirus parecía controlada, pero inevitablemente algunas imágenes nos hacían presagiar que perderle el miedo e incluso el respeto al virus podía tener graves consecuencias, porque seguía ahí, entre nosotros, esperando para volver a descontrolarse como advertían una y otra vez las autoridades sanitarias y numerosos expertos.
No estaban equivocados. No había acabado el verano y todas esas voces que señalaban que no íbamos por el buen camino y que una segunda gran onda epidémica era inminente probaron tener razón. Para finales de agosto ya estábamos hablando de una segunda ola que reavivaba la pesadilla, el temor y el duelo.
Sin que se hubiese producido siquiera la vuelta masiva a la rutina y el trabajo, cuando muchos aún no habían regresado a su lugar de residencia, la llamada curva comenzaba a coger carrerilla. Anticipándose a la llegada del otoño, estación idónea para los virus respiratorios, los contagios comenzaban a incrementarse otra vez y lo hacían incluso antes de lo esperado. La proliferación continua de nuevos brotes en verano, muchos de ellos de difícil trazabilidad y rastreo por culpa del ocio nocturno, dieron paso paulatinamente a lo que pronto serían nuevos confinamientos. Confinamientos que primero fueron quirúrgicos, aplicados sobre zonas o regiones acotadas, y después mucho más amplios, para el pesar de todos.
Resignados a asumir un nuevo gran golpe y a aceptar que muchas de las libertades de las que habíamos podido gozar en verano se iban a ver nuevamente restringidas, la fatiga pandémica volvía de nuevo a hacer acto de presencia al tiempo en que las personas infectadas, como las fallecidas, no paraban de crecer.
Con todo el otoño por delante, y a la espera del largo invierno después, la situación volvía otra vez a ser crítica. Tanto que el 9 de octubre de 2020 el Gobierno de España, a pesar de su afán por apostar por la denominada “cogobernanza”, intercedió para declarar un nuevo estado de alarma que, por las disposiciones efectuadas por el Ministerio de Sanidad, daba paso a estrictas restricciones de movilidad que irían a afectar solo a la Comunidad de Madrid, donde la presidenta autonómica, Isabel Díaz Ayuso, continuaba mostrándose reticente a seguir las recomendaciones que le habían sido emitidas desde el departamento entonces dirigido por Salvador Illa.
El objetivo en aquellos instantes fue atajar la gran transmisión existente en la capital de España, que aquel día, con 540,64 casos por 100.000 habitantes de incidencia acumulada a 14 días en la región, concentraba el 37,6% de los contagios registrados en todo el país en las últimas 24 horas (2.256 positivos de 5.986). Sin embargo, pronto la situación se agravaría también para el resto de los territorios. Así, el 25 de octubre Pedro Sánchez se vería obligado a comparecer nuevamente para anunciar que el Gobierno decretaba otro estado de alarma, –el cuarto de nuestra historia–, el segundo de la pandemia de carácter nacional. Con él, además, se incluía algo que a muchos les sonaba directamente a guerra: el toque de queda.
Siguiendo el paso de otros países europeos como la vecina Francia, en España nos abocamos a una restricción que todavía hoy perdura: la limitación de la movilidad durante la noche, desde las 23:00 horas hasta las 6 de la mañana; un intervalo temporal ligeramente variable según cada comunidad autónoma y encaminado a poner coto, sobre todo, a los brotes masivos que se estaban produciendo en el ámbito del ocio nocturno, que impulsado por conductas irresponsables que todavía hoy persisten, demostraron sus graves consecuencias con el rápido aumento de la transmisión del virus.
Robándonos el gusto, el olfato y hasta la vida, la covid-19 emergía nuevamente entre la dictadura de la mascarilla y los geles hidroalcohólicos, todo al tiempo en que los hospitales poco a poco volvían a recibir la masiva llegada de pacientes contagiados y la Atención Primaria incrementaba su volumen de trabajo hasta el colapso. Ya entonces, hasta conseguir una cita presencial en el ambulatorio habitual empezaba a parecer un imposible. Asediados, la situación que enfrentaban los profesionales sanitarios nuevamente constataba la necesidad imperante, y ya existente antes de la pandemia, de reforzar la sanidad pública.
Con los contagios al alza, como sucediese desde la primera ola, cualquier síntoma, desde una típica congestión nasal a un simple picor de garganta, hacía saltar las alarmas, acuciadas por el temor a que todo estuviese relacionado con la enfermedad que ha paralizado al mundo.
El 29 de octubre, impelidos por la gravedad de las circunstancias y a pesar de que durante toda la pandemia nuestros políticos, de un lado y de otro, han probado muchas veces ser más proclives al enfrentamiento que al acuerdo, el Congreso de los Diputados accedía a la aprobación de la prórroga del estado de alarma hasta el 9 de mayo de 2021.
No sin ciertas reticencias, y en el marco de la excepcionalidad de la situación, España se adentraba en otro periodo crítico, con el Gobierno aferrándose a las comunidades autónomas para, de forma conjunta, intentar contener al SARS-CoV-2 siguiendo las recomendaciones recogidas en el denominado ‘Plan de respuesta temprana’ frente a la covid-19, presentado en julio y reformado de nuevo en octubre para incluir los famosos cuatro niveles de riesgo, desde el bajo y medio al alto y extremo. Aquel día, el 29 de octubre, nuestro país marcaba récord de contagios diarios, con un total de 25.595 positivos confirmados en las últimas 24 horas, según datos del Ministerio de Sanidad.
Sin tregua, el coronavirus seguía expandiéndose vertiginosamente, dejando un récord de muertes en la segunda ola que alcanzaría los de 537 decesos en un solo día. Fue el martes 24 de noviembre de 2020, cuando se notificaron 15.156 nuevos casos, 6.195 del último día.
En ese momento, no obstante, reflejando el desfase que siempre se produce entre el arranque del descenso de los contagios y el inicio del descenso de las muertes, que siempre llega más tarde, la incidencia afortunadamente ya empezaba a bajar paulatinamente, situándose en 419,48 casos por 100.000 habitantes en el acumulado a 14 días. España comenzaba a mostrar signos de una tendencia descendente, y esos 15.156 nuevos casos constituían la que era la cifra más baja de contagios en un mes.
Con los casos descendiendo hacia el final de noviembre y el comienzo de diciembre, y sin apenas respiro para asimilar que estábamos “doblegando la segunda ola”, –como referían las autoridades sanitarias competentes–, lejos de apreciarse soluciones comenzaban a vislumbrarse nuevos problemas en el horizonte más inmediato: el puente de la Constitución y la Navidad.
Igual que sucediese con la llegada del verano y las vacaciones, en estas otras fechas, de las más señaladas del año, se esperaba otra tromba de desplazamientos que propiciaban una nueva ocasión para que se multiplicasen los contactos sociales; o dicho de otro modo, nuevamente se iba a gestar el escenario perfecto para el coronavirus. Por eso, Gobierno y autonomías centraron entonces sus debates en el marco del Consejo Interterritorial en trazar un plan para evitar que la pandemia volviese a descontrolarse. Sin embargo, hoy conocemos cuál fue el resultado: volvimos a caer en los mismos errores.
Viviendo una especie de déjà vu, antes de la llegada de las Navidades distintos expertos, entre los que se encontraban múltiples inmunólogos y epidemiólogos, empezaban a avisar de que si no respetábamos las medidas de prevención conocidas, si no limitábamos nuestros movimientos, si no reducíamos los contactos al mínimo y si las autoridades competentes relajaban las restricciones en lugar de endurecerlas, la pandemia volvería a descontrolarse en España para llevarnos, esta vez, no a la segunda sino a la tercera ola.
Y otra vez… tenían razón. Fuimos directos a una tercera ola que nos lleva hasta la actualidad y cuyas cifras constatan unos datos epidemiológicos todavía peores a los de la anterior.
“En Navidad nos quedamos en casa”. Esa fue la frase con la que el 2 de diciembre de 2020 el entonces ministro de Sanidad, Salvador Illa, resumía el plan acordado “por consenso” en el Consejo Interterritorial para las fechas navideñas, por el cual decidían limitar la movilidad entre las distintas comunidades autónomas del 23 de diciembre al 6 de enero.
“No se podrán mover de una a otra, excepto en los casos de visitar a un familiar o un allegado”, dijo entonces, añadiendo que los días 24,25 y 31 de diciembre, y 1 de enero se restringían los encuentros a 10 personas, y que en las noches de Nochebuena y Nochevieja el toque de queda se ampliaba hasta las 1:30 de la madrugada. Unas palabras que pronto desencadenaron la polémica, especialmente por el ambiguo e inconcreto término de “allegado”, definido diccionario en mano como “una persona cercana a otra en parentesco, amistad, trato o confianza”.
De la polémica a la confusión, y con el Gobierno dando flexibilidad a las autonomías, el resultado es que el país terminó sin unas restricciones plenamente homogéneas, con cada comunidad autónoma nuevamente decidiendo cómo endurecer o rebajar las medidas adoptadas.
Mientras tanto, la ciudadanía debía afanarse a aceptar unas Navidades absolutamente atípicas, con muchas personas pasando Nochebuena y Nochevieja alejadas de la familia e incluso de sus propias casas con el fin de garantizar la protección individual y colectiva como aconsejaban las autoridades sanitarias.
Al mismo tiempo, en muchas residencias de ancianos sus trabajadores y trabajadoras volvían a poner todo de su parte y multiplicar sus esfuerzos para intentar paliar también el enorme vacío y la soledad sentida por nuestros mayores, algunos de los cuales todavía revivían esa terrible sensación que emergió en los peores momentos: “La sensación de que no se acuerdan de nosotros. Que vamos a morir y no se acuerden de nosotros”.
Abocados a “una Navidad triste”, ellos especialmente, pero también el resto de la ciudadanía, nos enfrentábamos a unas fiestas navideñas sin abrazos, entre mascarillas, y sin besos después de las uvas antes del tradicional ‘feliz año’; palabras que esta vez hasta costaba pronunciar, pero que encontraban fuerza al saber que antes siquiera de abandonar 2020, el 27 de diciembre, España empezaba la campaña de vacunación contra el coronavirus. La vacuna, por fin, estaba aquí, y era Araceli, una residente de 96 años de ‘Los Olmos’, en Guadalajara, la primera en recibir una dosis.
El día de Nochebuena la incidencia acumulada a 14 días en España se situaba en 262,79 tras ir aumentando poco a poco desde el puente de la Constitución. En Nochevieja la cifra alcanzaba los 279,51 y, justo antes de cerrar el año, el total de personas que perdieron la vida por culpa de la covid-19 alcanzaba los 50.837 mientras los contagios desde el inicio de la pandemia se acercaban peligrosamente a los dos millones con 1.928.265 casos. Para el día de Reyes, –donde no faltó para los más pequeños la magia llegada desde Oriente a base de inventiva para respetar las medidas de prevención–, la incidencia escalaba hasta los 296,29.
Desde entonces, la transmisión del coronavirus empezó su ascenso sin freno en una tercera ola que llevaba a las UCI al colapso en numerosas regiones. El día 25 de enero, con un récord de 93.822 nuevos casos durante el fin de semana y otros 767 nuevos fallecimientos, Fernando Simón reclamaba un “descenso rápido” para aliviar las UCI. El 27 de enero, con las consecuencias de las fiestas navideñas ya plenamente visibles, la incidencia acumulada a 14 días llegó a su máximo con 899,93 casos por 100.000 habitantes. La ocupación de camas de UCI, por su parte, se elevaba a un máximo del 44,4% días más tarde, el 3 de febrero. Siete comunidades autónomas superaban el 50% (Castilla-La Mancha, Castilla y León, Cataluña, Comunidad Valenciana, Madrid, Melilla y La Rioja), mientras dos de ellas (Comunidad Valenciana y La Rioja) llegaban incluso más allá del 60%.
El lunes 8 de febrero se confirmaba el récord de muertes por covid-19 de la tercera ola, con 909 decesos notificados por el Ministerio de Sanidad desde su informe anterior, emitido el viernes 5. Un día más tarde, el 9, se confirmaban de un día para otro otros 766.
Para finales de enero y comienzos de febrero, no obstante, desde Sanidad ya se empezaba a hablar “estabilización”, “pico de la curva” y “descenso”, palabras que hoy desgraciadamente forman parte de nuestro día a día, pero que al menos eluden a una mejora de la evolución.
Así, hoy, el último informe del Ministerio publicado hasta la fecha (viernes 12 de marzo) recoge lo que desde entonces efectivamente han sido semanas de bajada de la incidencia: se sitúa en 130,51 casos por 100.000 habitantes en lo que se refiere a la acumulada a 14 días. Además, se han constatado 5.348 nuevos casos y 173 muertes, lo que sitúa las cifras totales desde el inicio de la pandemia en 3.183.704 de positivos confirmados y 72.258 personas que han fallecido por la covid-19.
Con una tendencia descendente durante varias semanas, fuera de los niveles de riesgo alto, y tras considerar que se ha doblegado la tercera ola, las distintas comunidades autónomas han comenzado a relajar paulatinamente las restricciones; una decisión encaminada a aliviar a parte de los sectores de la economía más afectados, así como a paliar parte del desgaste psicológico provocado por la pandemia. Sin embargo, en el aire reflota la misma pregunta y, otra vez los expertos están aquí para recordarnos los precedentes: ¿Caeremos tres veces en el mismo error? ¿Volveremos a revivir situaciones anteriores para experimentar otra vez nueva oleada de contagios después de haber conseguido el descenso de la transmisión? ¿El puente de San José y la Semana Santa volverán a descontrolar la situación epidemiológica de España?
La respuesta más certera nos la dará el tiempo, pero los epidemiólogos alertan desde ya de que el número R, el que indica a cuánta gente contagia un enfermo, ya está aumentando, y una vez más nos advierten para que no volvamos a caer en el error, máxime cuando la campaña de vacunación está acelerando, deseosa de un primer trimestre llamado a traer muchas más cantidades de dosis y más compañías fabricándolas.
Por el momento, España suma 5.352.767 dosis de vacuna administradas de 6.655.195 entregadas a las comunidades autónomas, es decir, un 80,3%. En total, 1.583.244 ya han recibido la pauta completa.
Con las variantes del coronavirus al alza, –siendo especialmente preocupantes la británica, la sudafricana y la brasileña–, por su mayor transmisibilidad e incluso su mayor virulencia, temiéndose incluso que puedan llegar a alterar el camino de las vacunas, subestimar de nuevo al coronavirus puede ser fatal cuando, precisamente, lo que las autoridades sanitarias reclaman es un sacrificio que nos acerque a ese ansiado objetivo de conseguir al menos un 70% de la población vacunada, algo que el Gobierno espera para finales del verano, aunque por el momento parezca un propósito muy difícil de cumplir.
Entre tanto, a diferencia de lo dispuesto en fechas festivas previas, esta vez tanto el Gobierno como las comunidades autónomas, con la reticencia de la Comunidad de Madrid de Isabel Díaz Ayuso–, han decidido, con orden ministerial en el BOE, que obligatoriamente todas las regiones, salvo Canarias y Baleares, cierren perimetralmente para el puente de San José y Semana Santa; una decisión adoptada en el marco de lo que la actual ministra de Sanidad, Carolina Darias, denomina “cultura de la prevención”.