A los tatuajes, a los 'runners'... ¿Cuáles son los impuestos más disparatados del mundo?
El hecho imponible de un tributo puede aguantarlo casi todo: existen numerosos ejemplos históricos de impuestos curiosos
Uno de los casos más dramáticos fue el impuesto al celibato que se impuso en Rumanía durante la dictadura de Ceaucescu
La soltería, los sombreros, las ventanas, los ladrillos, la barba, los tatuajes... han sido objeto de gravamen
Existe un concepto básico en materia tributaria que, aunque pueda sonar muy serio, en la práctica lo aguanta casi todo, incluidos los tributos más absurdos y, en ocasiones, injustos o penalizadores de ciertas prácticas. Se trata de la idea de 'hecho imponible', que sería aquello que genera la obligación de tributar, es decir, de pagar un tributo de cualquier tipo.
Por ejemplo, en el caso del IRPF, se trata de los ingresos obtenidos por una persona durante un año, ya sea en forma de rendimientos del trabajo, de capital, de movimientos patrimoniales... A lo largo de la historia se han utilizado conceptos de lo más disparatados para aumentar la recaudación. Desde los tatuajes hasta los 'runners', pasando por las ventanas o los sombreros, estos son los impuestos más disparatados del mundo.
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Los impuestos más disparatados del mundo
Uno de los elementos de cualquier tributo es necesariamente aquel hecho que lo justifica: el uso de un espacio o de un servicio público, el consumo de un determinado tipo de bien... La lista es muy larga e incluye impuestos que pueden tener sentido y resultar aceptados con facilidad por la población. Otros se asocian con un momento histórico o social determinado y pueden 'envejecer mal', perdiendo apoyo social y tendiendo poco a poco a desaparecer... y a convertirse en objeto de mofa o de vergüenza nacional. En este marco, aparecen ejemplos históricos de impuestos absurdos, mal diseñados o absolutamente restrictivos de libertades básicas.
Un ejemplo clásico es el del impuesto de la soltería: Augusto, como primer emperador romano, dio salida a leyes que trataban de recuperar e impulsar la institución de la familia tradicional. Por eso no dudó en diseñar el llamado Aes Uxorium, un tributo que penalizaba la soltería. Se pagaba anualmente y suponía un 1 por ciento de la riqueza declarada. El tributo dejaba de pagarse al casarse, y hacerlo con la viuda de un soldado muerto implicaba beneficios fiscales.
Otro caso que se ha convertido en paradigma de los impuestos más locos es el impuesto sobre los sombreros que se aplicó en Reino Unido durante el siglo XVIII. La lógica era una especie de 'redistribución de la renta' teniendo en cuenta que tener un sombrero implicaba cierto nivel socioeconómico. En realidad, es frecuente que se diseñen impuestos que graven en mayor medida ciertos artículos, como los de lujo, precisamente por asociarse con un tipo de consumo determinado que se sale de lo estrictamente necesario.
La misma lógica seguía el impuesto sobre las ventanas que se aprobó también en Reino Unido en 1696. Y es que, cuanto más rica era una familia, más ventanas tendría su casa. La lógica era idéntica: gravar la riqueza. Lógicamente, no faltaron familias que optaron por tapiarlas, lo que sin duda repercutió en la habitabilidad de esas viviendas.
Mejor pensado parecía estar el impuesto a los ladrillos, ya que al menos con él se podría gravar la dimensión aproximada de un inmueble. Sin embargo, la respuesta de las fábricas fue rápida e ingeniosa: crear ladrillos más grandes, ya que se gravaba su número, no su volumen. También se apostó por construcciones de madera.
Además, nos encontramos con el impuesto sobre la barba, creado bajo el reinado de Enrique VIII en Inglaterra. Allá por el XVI, quienes llevasen barba debían abonar esa tributo, que pasó a convertirse en un símbolo de riqueza, ya que elegir mantenerla costaba dinero. En teoría, los motivos para imponer este tributo eran estéticos e higiénicos. En la Rusia de finales del siglo XVII existió un impuesto del mismo corte.
Un precedente a los impuestos sobre juegos de azar y apuestas como actividad nociva fueron los impuestos sobre las barajas de cartas, también en la Inglaterra del siglo XVII y hasta mediados del XX. La respuesta fue la falsificación de los sellos que garantizaban el pago de este impuesto. La respuesta del Gobierno fue mucho peor: se adoptó la desproporcionada medida de castigar esta falsificación con nada menos que la pena de muerte.
Por su parte, la Rumanía de Ceaucescu también vivió un episodio tan llamativo como dramático con la creación del impuesto del celibato. La prohibición del aborto fue muy estricta durante esta dictadura comunista y, de hecho, la promoción de la natalidad fue tal que se consideraba que el feto era propiedad de toda la sociedad. Así, cualquiera que evitara tener hijos era considerado un desertor que renunciaba a las leyes de la continuidad nacional. Los métodos anticonceptivos también estuvieron prohibidos durante este periodo.
Siguiendo esta lógica, si una mujer no se quedaba embarazada durante un cierto periodo de tiempo o no tenía la descendencia que el Gobierno consideraba adecuada, debía pagar el 'impuesto de celibato'. Solo se libraban de pagarlo las madres con más de cuatro hijos (por entenderse que ya habían cumplido su papel social) y las mujeres con cierta posición dentro del Partido Comunista Rumano. Tampoco era raro que la llamada coloquialmente 'policía menstrual' apareciera en las casas o lugares de trabajo para repartir pruebas de embarazo entre las mujeres y lleva un control del estado de cada una de ellas.
En cuanto a impuestos actuales, resulta curioso que en Nuevo México existe una exención de impuestos para las personas mayores de 100 años, aunque solo si no son dependientes. También encontramos el impuesto al bagel, que se paga solo si se consume -cortado en rebanadas o sin cortar- en una cafetería, pero no si se adquiere en una tienda y se consume en casa.
También, en el estado de Arkansas, existe una tasa por tatuarse, que debe abonar el cliente, y no el tatuador. También es curioso el caso del impuesto a los 'runners' que pagan mensualmente en la ciudad de Stoke Gifford, en Gran Bretaña, quienes usan los parques de la localidad para hacer deporte.