Obtener una pensión por incapacidad permanente es la única salida económica para miles de personas en España para las que su trabajo habitual se ha convertido en misión imposible o, como mínimo, en una tarea mucho más complicada. Estas pensiones suponen un gasto anual de 982,59 millones de euros según las últimas cifras de la Seguridad Social, y representan una de cada 10 pensiones en nuestro país.
La realidad es que es frecuente que la Seguridad Social tienda a denegar solicitudes en determinados casos. Sin embargo, existen enfermedades que constituyen un ejemplo claro de causa de limitación, en las que las probabilidades de éxito son mayores. ¿Qué son exactamente las pensiones por incapacidad permanente y cuáles son las enfermedades por las que es más fácil que se conceda?
Tal y como explica Kernel Legal, la incapacidad permanente se reconoce al trabajador cuando, tras un tratamiento y su alta médica, presenta reducciones anatómicas o funcionales graves y definitivas (al menos previsiblemente) que disminuyan o impidan su capacidad de trabajo. Así, puede reconocerse la incapacidad permanente aunque exista posibilidad de recuperación de la capacidad laboral si esta se estima por un médico como incierta o a largo plazo.
No todos los casos de incapacidad permanente son iguales, y por eso existen distintos grados:
Para cada uno de los cuatro supuestos de incapacidad permanente (parcial, total, absoluta y gran invalidez) es necesario acreditar que la enfermedad o limitación es suficiente para tener derecho a la pensión, y la cuantía de ésta dependerá de la gravedad de la limitación, según la escala anterior.
En este sentido, determinadas enfermedades permiten probar con mayor facilidad las limitaciones que dan derecho a cobrar la prestación. Es el caso de la dermatitis, de la Enfermedad de Crohn, la obesidad morbida, la pancreatitis crónica, la colitis ulcerosa, cardiopatías, miocardiopatías, arterioesclerosis, enfermedades cardiovasculares o arteriopatías.
Lo mismo se aplica a la fibrilación auricular, la insuficiencia mitral, la hipertensión pulmonar, aneurisma, infartos agudos de miocardio, taquicardias o síndrome Wolf-Parkinson-White. También las enfermedades mentales dan derecho a este tipo de prestaciones: depresión, esquizofrenia, trastornos de ansiedad, bipolaridad, TOC, trastorno límite de la personalidad, estrés postraumático, agorafobia... e incluso el Síndrome Burnout.
La adicción a las drogas, ludopatía o alcoholismo; el síndrome de fatiga crónica; la fibromialgia; el lupus o la sensibilidad química, también forman parte de este listado. así como la insuficiencia renal, trasplante de riñón, apnea del sueño, enfisemas, asma profesional u ocupacional, alzheimer, parkinson, migrañas...
La demencia, el ictus, la esclerosis múltiple, traumatismos craneoencefálicos, glaucoma, pérdida de visión, desprendimiento de retina, también justifican con relativa sencillez el derecho a este tipo de pensión. Lo mismo se aplica a, en general, los casos de cáncer, como el de mama, el de pulmón o el de colon; así como a la lumbalgia o a la hernia cervical.
Eso sí, hay que tener en cuenta que entran en juego tanto la gravedad de la enfermedad como la forma en que afecte al empleado en su trabajo específico. Cada caso es un mundo y por eso no existe una garantía de éxito absoluta por el hecho de sufrir una de estas enfermedades.