Ellos no lo saben, no pueden saberlo, pero los dos morirán el mismo día (un 25 de noviembre con cuatro años de diferencia). El astro argentino señala su pierna izquierda, la de los goles, y el comandante cubano, enfundado en el uniforme verde oliva, observa concentrado su reflejo. Diego Armando Maradona se ha tatuado el rostro de Fidel Castro. La fotografía se toma en La Habana en 2001. Aunque en ella no se aprecia, en el antebrazo derecho el Pibe de Oro lleva grabado al guerrillero Ernesto 'Che' Guevara.
La imagen refleja al Maradona "revolucionario", una de sus caras entre muchas otras: el genio al balón, el adicto, el divino, el humano, el violento... Toda leyenda es poliédrica.
Castro era para él como un "segundo padre", llegó a decir. Cuando se conocieron, en 1987, el Pelusa. Un año antes había ganado la Copa del Mundo para Argentina con la mano divina y el gol del siglo. Llegó a la isla para recoger un premio. Castro le regaló una de sus gorras y el 10 le dio una de sus camisetas.
El Diego regresó más veces. Pero cuando lo hizo en el 2000, con 39 años (tres después de su retirada), era una sombra de sí mismo; devastado por las drogas, apenas podía hablar ni moverse. En la isla, esperaba rehabilitarse de su adicción a la cocaína, entre otras sustancias.
En las clínicas recibió la visita de Castro. El líder cubano también le llamaba por teléfono. Hablaban de política y deporte. "No soy comunista, pero soy Fidelista hasta la muerte", le dijo entonces Maradona a un periodista de la agencia Reuters. "Fidel me abrió las puertas de Cuba cuando en Argentina muchas clínicas me las cerraron", contó más tarde.
Vivió varios años en Cuba. Allí protagonizó nuevos escándalos; noticias que hablaban de más drogas y más orgías. Ya recuperado, en 2005 regresó a la isla para entrevistar a Castro en su programa televisivo La noche del 10. Ese mismo año, realizó una de sus visitas al presidente venezolano, Hugo Chávez, a quien también respaldó públicamente.
Maradona y Castro siguieron viéndose. La última vez, en 2013, tres años antes de la muerte del líder cubano. También continuaron mandándose cartas. "Admiro tu conducta por diferentes razones", le dijo Fidel en una de las últimas. Cuando murió, en 2016, Maradona corrió a Cuba para despedirle: "He llorado descontroladamente", confesó.
"Soy de izquierda de pies y de cabeza", decía el pibe de oro salido del humilde barrio bonaerense de Villa Fiorito. "En mi país, los políticos se hacen ricos. Pero a la gente no le dan nada", proclamaba el jugador de fichajes multimillonarios. A él, aseguraba, le interesaba "más la gloria que la plata".
De joven tuvo dos sueños: "El primero es jugar un Mundial y el segundo es ganarlo", dijo entonces. Cuando los alcanzó, ascendió al Olimpo y bajó a los infiernos. Fue, también esta vez, el escritor uruguayo Eduardo Galeano quien mejor lo explicó: "Maradona fue condenado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio. Más devastadora que la cocaína es la exitoína. Los análisis, de orina o de sangre, no delatan esa droga".
Convertido en leyenda, al Diego le quedó muy dentro un lamento: "¡Qué jugador nos hemos perdido! ¿Sabés que jugador hubiese sido yo si no hubiese tomado cocaína?, le decía acongojado al director serbio Emir Kusturica en la película Maradona by Kusturica (2008). "Me queda el mal sabor de boca de que hubiese sido mucho mejor de lo que soy", confesaba.
Ha muerto poco después de cumplir 60 años. Su cuerpo ha reposado en el Salón de los Patriotas Latinoamericanos, en la Casa Rosada de la capital argentina; venerado y exaltado por multitudes, como lo fueron en sus funerales de jefes de Estado Juan Perón, Evita o Néstor Kirchner. Con gestos de dolor, agradecimiento y pasión. Y también con tensión, como la que rasga el ambiente en los decisivos últimos segundos del partido definitivo.