Son las cuatro y veintiséis de la madrugada de un día de 2023. Un viejo negro de cabeza rapada, con dulces ademanes de predicador y apenas algo más ancho que la fachada de la Basílica del Pilar, anuncia parrillas en la Teletienda.
Sonríe, asegura que su grill cocina con un 42 por ciento menos de grasa y baila animosamente con la misma gracia que un búfalo achispado.
Imposible que el tipo te caiga mal. Cómo imaginar que sería mucho menos peligroso que ese encantador anciano te golpeara en la cabeza con una de sus parrillas que con uno de sus puños. “Grills George Foreman”, termina el anuncio. Todo explicado.
El viejo George no siempre fue viejo. Ni amable. Ni rico. Había nacido pobre y negro en Texas en 1949 y en su juventud, en el gueto más peligroso de Houston, no habría desentonado en el papel de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction de Tarantino. Pendenciero, bebedor y ladronzuelo, la ley y él no eran precisamente amigos. Fue en un internado público para jóvenes en exclusión donde se terminó interesando por el boxeo. Lo raro hubiera sido que, con su físico, hubiera decidido interesarse por el ballet.
Con sólo 19 años consiguió el oro en los Juegos Olímpicos de México 68. En los tiempos de los Panteras Negras, el Black Power y el puño enguantado en lo alto, Foreman recogió su medalla agitando orgulloso una banderita estadounidense. Haciendo amigos, mientras su conciencia racial yacía noqueada en la lona.
Al año siguiente se hizo profesional. Tuvo trece combates en doce meses. Y pasó por la parrilla a los trece oponentes, a once de ellos por la vía de la anestesia. El más rotundo, el triunfo ante Cookie Wallace, en tan solo 23 segundos. Algo así como un vuelta y vuelta.
La oportunidad para el campeonato mundial de los pesos pesados le llegó en 1973, en Kingston, en Jamaica, contra el brutal Joe Frazier. Si el combate se hubiera disputado al más simpático habrían perdido los dos…
Frazier llegaba invicto (25 nocauts en 29 peleas) después de destronar al púgil más renombrado de todos los tiempos, Muhammad Ali.
En el ring de las casas de apuestas la cosa estaba clara.
Pero las peleas de verdad las resuelven dos tipos solos en el cuadrilátero: contra pronóstico, Frazier le duró a Big George asalto y medio. En el minuto y treinta y cinco del segundo, el árbitro paró el combate después de que Joe se hubiera empadronado en la lona hasta en seis ocasiones.
Había un nuevo campeón. Indestructible. Imparable. Demoledor: sus puños viajaban en un tren de mercancías. Y, a pesar de ello, era abucheado en las veladas. Foreman era un tipo enorme, salvaje, malencarado, desdeñoso, arrogante y antipático. El público lo odiaba. Y digamos que la prensa tampoco despertaba en él mejores sentimientos.
Big George -no derrochó originalidad quien le puso el apodo- defendió el título en un par de ocasiones: una, ante el puertorriqueño José King Roman que le duró 55 segundos en el KO más rápido de la historia de los campeonatos. La otra, contra Ken Norton que en su tarjeta de visita tenía el haber roto la mandíbula nada más ni nada menos que al mismísimo Ali. Foreman despachó el asunto en dos asaltos. Era un monstruo invencible.
Con el portento físico de Foreman elevado a uno de los más grandes púgiles de todos los tiempos, llegó su pelea con Ali en el Congo en 1974. No sabía Foreman que estaba allí sólo para ser el villano necesario para que el héroe Ali lograra la gloria... Hay documentales, novelas, ensayos, películas, poemas, tebeos, canciones y peluqueros que loan aquella noche, quizá la más recordada de toda la historia de todos los deportes… Qué les voy a contar. Sólo les diré que todas y cada una de las películas sobre boxeo que ustedes hayan visto se basan en el giro de guion de aquella velada.
Y que el agónico upper de izquierda y el recto de derecha de Ali que acabaron con Foreman deberían salir en la enciclopedia del arte al lado del David de Miguel Ángel.
Aquella noche inolvidable para vencedor y vencido fue el principio del fin de aquel Foreman… Amargado por la derrota y golpeado por el jab de la depresión, tardó casi dos años en volver a pelear. Y fue en 1977, después de un combate ante Jimmy Young, cuando en el vestuario Foreman se desplomó como en la voladura controlada de la chimenea de una central nuclear. Foreman colapsó. Su corazón se paró. Dicen que estuvo fallecido durante unos minutos... Lo que es cierto es que quien regresó de la muerte ya no era el mismo Big George…
Ese nuevo Foreman había conocido a Dios. Y, conmovido por el milagro de su propia resurrección, cambió su actitud, comenzó a rezar, dejó el boxeo, se afeitó la cabeza y el bigote y se ordenó reverendo en una iglesia de Texas. Evitaremos decir eso de que su vida, al fin y al cabo, no cambiaba mucho: iba a seguir repartiendo hostias…
Diez años después, en 1987, cuando ya sólo era un recuerdo en el mundo del boxeo, el reverendo Foreman decidió volver a calzarse los guantes. Sin abandonar sus servicios a la comunidad. Tenía 38 años y un físico más cercano al de un carnicero viudo de un pueblo de Oregón, que al de un púgil de primera. Aún así sus buenas peleas, inolvidable aquella contra Holyfield, le permitieron volver a postularse por la corona mundial. La oportunidad definitiva llegó en 1994, en Nevada, contra Michael Moorer. Foreman medía un metro noventa y tantos, pesaba 120 kilos, llevaba el calzón a la altura de las axilas y tenía la misma movilidad que un maniquí de escaparate. Pero a un tanque no se le juzga por la velocidad con la que atraviesa las trincheras, sino por la potencia de sus misiles. Y el que mandó su guante derecho a la cara de Moorer en el décimo asalto, sin aparente esfuerzo, le valió el campeonato del mundo. Aclamado por fin por un público que ahora le adoraba, Big George se fue a la esquina neutral, se arrodilló y, mirando al cielo, empezó a rezar. Había batido dos marcas: era el peleador más viejo en conseguir el título, tenía 45 años, y era el púgil que más había tardado en recuperar un cinturón perdido: exactamente dos décadas.
Después de aquello Foreman aún peleó cuatro veces más para retirarse definitivamente en 1999, a los 50 años, y después de 30 de carrera profesional.
Para entonces era, además de uno de los diez mejores pesos pesados de la historia, un exitoso hombre de negocios entregado a las obras sociales. Y del arisco boxeador de antaño no quedaba nada: se había convertido en un sonriente, optimista, generoso y encantador Foreman al que no dudarías ni un segundo en dejar al cuidado de tu chihuahua. Un auténtico ídolo dentro y fuera de los cuadriláteros. Uno de los tipos más populares y queridos de América.
Según la revista Forbes, el viejo predicador acumula una fortuna de 300 millones de dólares. Si hubiera un premio Nobel a las ideas más disparatadas, lo tendría que haber ganado el ejecutivo al que se le ocurrió ofrecer 140 millones de dólares para que George Foreman permitiese ponerle su nombre a unas parrillas. Imposible descifrar los mecanismos mentales que llevaron a alguien a pensar que aquello podía funcionar. Pero lo hizo: Foreman ha vendido desde entonces más de cien millones de parrillas.
Ahora el viejo Gran George acaba de cumplir 74 años. Y lo ha hecho a unas semanas de estrenar una película sobre su vida. O, mejor dicho, sobre sus vidas.
Porque recordando a aquel George salvaje del principio y al de después, al reverendo amable, uno no puede evitar pensar que, a veces, la vida es como la carne en una parrilla: cuando una parte ya se te ha quemado siempre tienes la oportunidad de darle la vuelta al asunto…