Cuatro horas de gimnasio diarias. Una dieta rígida con abundantes proteínas y suplementos alimenticios. Falta de ocio y vida social por miedo a caer en la tentación de beber una caña y comer una hamburguesa. Así es el día a día de Rodrigo, un joven de 26 años diagnosticado de trastorno dismórfico muscular o lo que coloquialmente se conoce como vigorexia.
Vivimos en la era del culto al cuerpo, aunque el concepto de ‘físico perfecto’ varía mucho de un género a otro. Para las mujeres, un cuerpo ideal es delgado. Las fotografías de influencers y modelos con talla XS sometidas a photoshop para disimular cualquier pliegue, estría o celulitis nos han hecho creer que la delgadez es sinónimo de belleza, ignorando que se puede estar sana, guapa y feliz en una tala 32, 40 ó 48.
En el caso de los hombres, un cuerpo atractivo debe estar musculado. Así lo demuestran superhéroes como Ironman, Capitán América o Thor, personaje que por otro lado fue objeto de burlas, memes y críticas por engordar en 'Endgame', la última película de Los Vengadores (aunque atravesaba una depresión por haber perdido a su pueblo).
Dejando de lado referencias al cine, no podemos negar que los hombres reciben una fuerte presión para tener un cuerpo musculado. El actor Miguel Herrán hablaba abiertamente sobre ello en entrevistas recientes. "Sufrí vigorexia, pero ahora estoy encantado con mi cuerpo. No es perfecto, pero es mi templo y mi herramienta”, confesaba.
"Tengo espejos en los que tengo prohibido mirarme con ciertas luces porque sé que me voy a obsesionar. Es una obsesión continua, porque una vez empiezas ya no paras", declaraba abiertamente. "En 'La Casa de Papel' llegó un momento en el que si me agachaba me reventaba el mono. Me pidieron que parase y yo les decía que vale, pero no paraba. Cuando me decían que estaba más grande yo les respondía que era percepción suya".
De manera inintencionada, Miguel Herrán ha ayudado a decenas de jóvenes a compartir sus inseguridades respecto al físico y a confesar abiertamente que la vigorexia es más común de lo que pensamos.
Uno de ellos es Rodrigo, diagnosticado de trastorno dismórfico muscular y en tratamiento actualmente. Acaba de cumplir 26 años, siendo su cumpleaños un recordatorio de sus peores momentos. "Cuando cumplí 23 años mis amigos me regalaron unas mancuernas. Ahí empezó todo", recuerda.
"Empecé haciendo ejercicio cuatro veces a la semana. Hacía rutinas de HIIT en casa, que son ejercicios muy cortos e intensos. Como no veía resultados, cambié la alimentación. Solo comía pechuga de pollo y arroz. Para cenar me hacía un batido de proteínas y me iba a la cama con hambre".
Varios meses después, Rodrigo comenzó a ir al gimnasio. "Cuando pisé el gimnasio empecé a hundirme. He estado más de un año despertándome a las 6 de la mañana para ir al gimnasio, y por la tarde volvía a ir. Como mínimo hacía cinco horas al día", comparte.
"Al ejercicio físico súmale que me alimentaba a base de batidos proteicos y suplementos alimenticios. Como mucho comía algo de pescado o carne blanca, y con el tiempo fui dejando el arroz. Si quería carbohidratos me hacía batidos de frutas y verduras. En vez de pasarme una hora comiendo, me bebía un batido en cinco minutos y aprovechaba para ir al gimnasio. Todo mi tiempo libre estaba enfocado a ganar músculo".
Poco a poco, la vida social de Rodrigo se limitó a interactuar con otras personas en el gimnasio. "No quedaba con mis amigos de toda la vida porque me sentía juzgado. Ellos no entendían. Decían que se preocupaban por mí y yo les decía que era un hobby que además de entretenerme me ayudaba a estar más sano. Me autoengañaba", confiesa. "Si hacían cenas o querían tomar algo, yo no iba. Me generaba mucha ansiedad ver los botellines de cerveza y las patatas fritas en la mesa".
Por cada persona que logra superar sus problemas con la alimentación o la autoimagen en solitario, hay otras nueve que necesitan ayuda profesional. Esto no les hace más débiles ni mucho menos. Todo lo contrario. Pedir ayuda permite acelerar el proceso curativo y asegurar que las soluciones que se pongan en marcha sean eficaces y seguras.
En el caso de Rodrigo, la terapia psicológica llegó a raíz de la pandemia. "Cerraron los gimnasios y se me vino el mundo a los pies. Encima no podía salir de casa, así que me empecé a venir abajo cada vez más", relata. "En ningún momento pensé que tenía vigorexia o que mis hábitos fuesen un problema. Es más, empecé a ir a terapia porque tenía ansiedad".
"El psicólogo me preguntó que qué me pasaba. Le dije que tenía ansiedad por la cuarentena. Me preguntó que por qué y le empecé a contar todo. Al final de la sesión me dijo que el confinamiento no era mi problema, sino la solución a mi verdadero trastorno. Cuando empezó a hablar de vigorexia me cabreé muchísimo y estuve a punto de no volver".
Cuando Rodrigo llegó a casa y compartió con sus padres lo que el psicólogo le había dicho, no pudieron evitar darle la razón al profesional. "También hablé con mis amigos. Me dijeron que ellos ya me llevaban avisando mucho tiempo de que tenía un problema. Todo el mundo estaba de acuerdo, así que empecé a pensar que igual algo iba mal".
Tras tres semanas, volvió a pedir cita con el psicólogo y comenzó el proceso terapéutico. "Me diagnostico dismorfia corporal en el ámbito muscular. Vamos, lo que todo el mundo conoce por vigorexia. Empecé la terapia y llevo varios meses. Es lento, pero estoy mejor. Todavía estoy obsesionado por conseguir el cuerpo perfecto, pero ya no me mato en el gimnasio y estoy comiendo sano y bien. Sé que en algún momento podré cambiar mi mentalidad".