Tinder, tenemos que hablar. Llegados a este punto ya solo nos queda caer en el tópico: o eres tú o soy yo. Y qué quieres que te diga, yo no creo que sea, porque yo soy un partidazo. ¡Así que tienes que ser tú!
Llevo un par de años usando Tinder. Los comienzos fueron duros, la app todavía no estaba de moda y además yo vivía en Salamanca, así que se me acababan las caras nuevas al tercer nope. Pero pronto llegó la época de esplendor: la aplicación se popularizó y los matches eran diarios, la gente tenía ganas de hablar, de conocerse, de experimentar… Vale que algunos serían más interesantes y a otros no les daba más que para el “hola wapa”, pero eso era lo de menos. Lo bonito era que había movimiento, que interactuabas con gente y si encima echabas un polvete, pues qué más se le puede pedir a Internet.
Una se acostumbra enseguida a lo bueno y yo llegué a pensar que esta buena racha duraría para siempre. Pero, ¡qué equivocada estaba! Al parecer, desperdicié los mejores meses de Tinder enrollándome con un tío que conocí por ahí y que me gustaba tanto que me hizo olvidar sin querer que tenía un botoncito en mi móvil con línea directa a otros pitos tan interesantes como el suyo, pero… chica… cuando el amor llega así de esa manera, una no se da ni cuenta de que el Tinder se está yendo a la mierda.
Total, que cuando volví en verano me encontré un panorama… aterrador. Si hacía unos meses en Tinder podías encontrar más o menos lo que encontrarías en cualquier discoteca, es decir, un poquito de todo, ahora ya solo había dos clases de tíos: los muy musculados y los… por decirlo finamente, feos.
Con la llegada del calorcito los musculocos se habían quitado la camiseta, habían conquistado Tinder y habían impuesto sus propias normas: aquí se viene a follar, no a hablar, porque yo llevo todo el invierno encerrado en un gimnasio y ahora merezco mi recompensa. Y se acabó lo que se daba. Y encima, como este año el verano se ha alargado bastante, los señores sin camiseta todavía no se la han vuelto a poner y a mí es que esa gente, de verdad, que no. Que igual que hay gente a la que no le gusta el chocolate a mí no me gusta un tío luciendo tableta.
Total, que en los últimos meses me he comido más mocos que un crío de cinco años. Y lo peor de todo es que sigo entrando de vez en cuando con la esperanza de que todo haya vuelto a ser como antes, cuando sé que eso es imposible. Tanto he entrado con la esperanza de que Tinder se haya reseteado ya que me he aprendido de memorieta la nueva mecánica de esta app: cincuenta nopes al día, porque ya te digo yo que a los Mister Piscina de Cuenca no los quiero ni ver, y porque a los feos… pues qué queréis que os diga, ni que fuera yo la primera que le da nope a un feo; y cuando por fin pasa ante ti un tío normalito le das like, y, ¡sorpresa! ¡no hay match! Que resulta que ahora si quieres hacer un match en Tinder tienes que rebajarte bastante el listón (¡cuando yo lo que quería era bajarme y volverme a bajar los pantalones!) y engañarte a ti misma pensando que quizás el de los musculitos tenga algo interesante que contar o que a lo mejor el feo puede llegar a ponerte cachonda con su increíble labia. ¿Y sabéis qué? Que no. Que el “guapo” te va a cancelar compatibilidad a la primera que no le digas “vaya cuerpazo es que me muero por esos abdominales” y la conversación con el feo no va a pasar de hola hola qué tal bien qué haces pues aquí.
Que Tinder, hoy por hoy, se ha convertido en un reducto de hombres (hablo de hombres porque es lo único que me sale en esta aplicación, al ser yo una mujer heterosexuala, pero me encantaría que me contaseis como está el tema mujeres) que tienen que disimular su falta de autoestima con levantamientos de pesas y que yo he resultado ser una rara avis que todavía cree que tener una buena conversación es algo que puedes permitirte antes de decidir si te apetece follar con alguien. Así que se me acabó el chollo de ligar por Tinder, tendré que pasarme a las caravanas de mujeres, o algo.