Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) más de 800.000 personas se suicidan en el mundo, siendo la segunda causa de muerte en personas de entre 16 a 29 años. Esto quiere decir que una persona se suicida en el mundo cada 40 segundos, y la gran pregunta es si se podría evitar. Los profesionales de la salud mental lo tienen claro: sí, aunque para ello es necesario hablar de esta epidemia silenciosa e informar a la población. Paula, superviviente de dos intentos de suicidio, lo tiene claro, volverle la cara al suicidio no soluciona nada, por eso hoy la hemos invitado a contar su experiencia en Yasss.
En primer lugar, cuéntanos tu historia.
Me llamo Paula, tengo 28 años y soy superviviente del suicidio. Cuando tenía 14 años empecé a notar que no era igual que mis compañeros de clase. Yo era introvertida y muy vergonzosa y aunque quería tener amigos, me vi metida en una burbuja solitaria. Empecé a suspender y mis malas notas sumadas a mis problemas para hacer amigos fueron los detonantes de los pensamientos destructivos. Todos los días me decía a mí misma que no valía nada, que era tonta, aburrida, mala persona. Los insultos eran de lo más variado, una voz en mi interior que no podía callar y que acabó dominándome. Con 16 años llegaron los primeros cortes.
¿En algún momento de tu adolescencia contaste a alguien cómo te sentías?
No. No quería preocupar a mis padres y no sentía confianza con los profesores ni los compañeros. Estoy segura de que sabían que algo iba mal, sólo hacía falta ver mis cortes y mi estado de ánimo en clase. Siempre sola, siempre triste… Supongo que pensaban que era otra mala alumna más, que suspendía porque no estudiaba.
Mis padres se acabaron enterando al ver las heridas. Intenté inventarme alguna excusa, que eran arañazos de jugar en el instituto, pero no me creyeron y me llevaron al médico de cabecera.
¿Cómo fue la primera toma de contacto con un profesional de la salud?
Ojalá poder decir otra cosa, pero horrible. Me derivaron al psiquiatra, que me recetó pastillas. Estaba más atontada y aunque no tenía fuerzas para nada, mis pensamientos no desaparecieron. Empecé a cortarme en lugares que no se veían.
En aquel momento yo no quería morirme, sólo tenía tanto dolor dentro y me sentía tan incomprendida que lo expresaba haciéndome daño. Quería castigarme por ser diferente, por hacer sufrir a mis padres. Eso era lo que más me martirizaba, el sufrimiento de ellos.
A mi madre le recetaron ansiolíticos para lidiar con la situación. Yo tenía 18 años y una mañana me salté las clases. Fui a mi casa, que estaba vacía porque mis padres estaban trabajando. Me sentí tan sola y tan estorbo, que empecé a buscar las pastillas de mi madre para quitarme de en medio. Las mezclé con las mías y me tragué todas, pero justo en ese momento me arrepentí y fui corriendo al baño a vomitarlas. Después me senté en el baño y lloré hasta que llegó mi madre, que al ver las cajas vacías llamó a Urgencias.
Tras ese primer intento de suicidio, ¿cómo cambió la situación?
El médico que me atendió en Urgencias aconsejó a mis padres que me llevasen a un psicólogo y empecé a ir una vez a la semana durante todo el verano. Mejoré mucho, pero había cosas que me costaban un mundo. Sea como sea conseguí aprobar el curso y empecé la Universidad. Eso significaba mudarme, ya que mi ciudad era muy pequeña y no había la carrera que yo quería estudiar, y alejarme de la seguridad de mi familia.
Fue la época más dura, ya que poco a poco volvieron los miedos de cuando era pequeña. Vi como algunas personas ya tenían grupos de amigos al segundo día de clase y yo estaba sola, sin saber dónde ir o con quién hablar. Como mis compañeras de piso eran mayores que yo, ya tenían sus amigos y tampoco me sentía una más con ellas.
Yo intentaba sonreír y ser alegre para parecer más accesible y hacer más amigos, pero por dentro estaba fatal. Me apuntaba a las fiestas de novatadas e intentaba ser sociable, pero no iba como yo pensaba. Solo quería ser normal, como el resto. Al final dejé de ir a clase.
Ahora lo veo con más perspectiva y realmente sí había gente que se preocupaba por mí. En aquel momento me sentía sola pero no lo estaba, era mi cabeza la que me hacía sentir inútil, la que me decía que para estar sola en clase mejor quedarme en la cama.
¿Pensaste en volver a ponerte en manos de un profesional?
Pensaba que no estaba tan mal como cuando era pequeña porque no me cortaba, pero en realidad estaba peor. Eso es lo que la gente no sabe, que la depresión no siempre es visible. Una persona puede estar riéndose y por dentro llorar a mares.
Recuerdo que un día bajé al supermercado y me encontré con una compañera de clase. Me saludó muy amable y me preguntó que por qué no iba a la universidad, que si lo había dejado o estaba mal. Recuerdo que subí a casa temblando imaginando todo lo que ella podía estar pensando sobre mí. “Seguro que le dice a la gente de clase que soy rara, que soy asocial, que he dejado la carrera porque soy tonta, que menos mal que ya no voy a clase y no tienen que aguantarme…” Pensamientos como este rondaron mi cabeza durante toda la noche. Al día siguiente me puse el abrigo y salí a la calle buscando una farmacia donde me vendiesen Orfidal sin receta. Tras casi diez intentos encontré una, y al llegar a casa intenté suicidarme.
Pasó media hora y yo seguía viva, algo no iba bien. Estaba mareada y aturdida, pero conseguí levantarme de la cama y llamé a una ambulancia. Me hicieron un lavado de estómago y estuve ingresada hasta que llegaron mis padres.
Volví a mi ciudad y volví al psicólogo. Obviamente no podía solucionar una depresión que llevaba arrastrando desde los 14 años de la noche a la mañana, ni tampoco había una pastilla milagrosa que me hiciese ser normal. Necesitaba cambiar mi forma de afrontar la vida por mis padres, pero sobre todo por mí.
¿Tras ese segundo intento, qué cambió?
La forma de relacionarme con mi cabeza. Una persona no es débil, cobarde ni egoísta por intentar suicidarse, lo hace porque en ese momento no ve otra salida. Dejé de culpabilizarme por todo.
Ahora me doy cuenta de que la depresión no dura toda la vida, pero la decisión de suicidarte sí es irreversible.
¿Y qué le dirías a personas que están pasando por lo mismo que tú pasaste?
Sobre todo, les aconsejaría que hablen con quien sea, que pidan ayuda. A veces sólo con contar los pensamientos dolorosos y las ideas suicidas, liberas esa necesidad de quitarte de en medio. Es importante no callarse.
Y bueno, que aunque ahora se sientan dentro de un pozo profundo y oscuro, van a salir. La tristeza no es para siempre, de verdad.
¿Qué fue lo que más te ayudó a ti?
No tratar el tema como algo por lo que sentir vergüenza. Al principio es un shock, pero que tu psicólogo, tus padres o tus amigos te pregunten de vez en cuando si has tenido algún pensamiento suicida es supernecesario. No sólo se quedan más tranquilos, sino que además te da pie a compartir cómo te sientes.
Existe una creencia bastante errónea de que visibilizar el suicidio hace un “efecto llamada”, nada más lejos de la realidad. Hay que hablar del tema, hay que concienciar a la sociedad y hay que tender nuestra mano a aquellos que tienen demasiado miedo para pedir ayuda.