Se lo hemos visto a Beyoncé, muy aficionada a perforarse y tatuarse e ir cambiando sus outfits según la época del año; a Lady Gaga y a Natalia Lacunza, que lo llevaba discretito en los directos de OT como si hubiera nacido con él en la cara. Zoe Kravitz, Natalia Villar (otra triunfita fan de agujerearse) y otras famosas también han lucido su septum de diseño personalizado en actuaciones y alfombras rojas.
Por desgracia para nuestro imaginario y salseo, estas celebrities están lejos de aficionarse a los sacrificios humanos, beber sangre de cabrito sacrificado en el altar yel s rezarle a un dios vengativo que visita a su pueblo una vez cada mil años. La cosa es pura y simple estética, la moda de los que quieren el toque tribal, y escapar de las caras chatas y regulares.
El septum lleva tiempo siendo un elemento fundamental en muchos looks de famosas y pasarelas de moda, pero, en realidad, su origen se remonta a épocas muy lejanas, mucho antes de que las celebrities decidieran presentarse al mundo con esta pieza de orfebrería, que asalvaja y estiliza la cara y da un punch de glamour; sí, luce bien hasta cuando sales en pijama a comprar leche porque se te ha acabado.
El nombre de este piercing proviene de la palabra latina ‘septo'. Marca el lugar donde se luce y se perfora: el tabique nasal, separado por las fosas. La palabra septum significa más o menos ‘lo que separa en dos’. ¿La primera curiosidad? A lo largo de la historia, algunos lo han llamado ‘pendiente de toro’, porque eran estos animales los que, al parecer, lo lucieron en las fosas durante mucho tiempo.
Casi todas las fuentes coinciden en afirmar que el septum, el ‘bulak’, aparece en India y Nepal, concretamente en sus zonas rurales. Los hindúes lo usaban estrictamente como joya y elemento estético en honor a Parvati, una de sus diosas; y en otras culturas, como la de Mesoamérica, solo podían llevarlo aquellos que habían obtenido grandes logros y prestigio social. En Nueva Guinea, este tipo de piercing recibía el nombre de ‘otsj’, hecho con los huesos de la pata de un cerdo (o con los de un enemigo caído en combate). En Australia se la utilizado para aplanar la nariz, algo considerado un signo de distinción y belleza.
En estas culturas, la carga simbólica que le atribuían a la modificación del cuerpo era enorme, y no es muy distinto del caso de los mayas y muchos otros pueblos primitivos y su afición por hacerse ‘apaños’: deformarse la cabeza con moldes de madera, arrancarse el vello facial con métodos menos ortodoxos que los de ahora y escarificarse con dolor y apretar de dientes. La cultura maya lo utilizaba en sus sacrificios y raves de sangre en honor a Bulac Chubatán, dios de la guerra y los sacrificios (spoiler: no lo pruebes en casa, sale mal). Les pirraba la muerte, así que el Dios de los difuntos también debía de aparecerse por allí preguntando si queda algo de alcohol.
La metáfora del sacrificio humano no es ninguna tontería. Casi todas las culturas tribales han escarificado, deformado y perforado su cuerpo hasta extremos de película gore, y no es muy distinto de lo que hacemos en el mundo globalizado con la depilación o los retoquitos quirúrgicos para mantenernos eternamente jóvenes (si no somos vampiros y nos gusta secuestrarle el cuello a jóvenes incautos). Cuestiones de sesgo y matiz aparte, los mayas ya coqueteaban con la perforación del tabique como símbolo estético en sus cuitas con las cosechas y los dioses.
Y si nos remontamos atrás, la joya atraviesa tabiques ya desde la época prehistórica, con creaciones más toscas hechas con colmillos o con plumas de ave.
Pese a que hay muchos casos de hombres que han decidido lucirlo, el septum está relacionado con los ritos femeninos de la fertilidad. En ciertas épocas, eran los señoros los que tomaban el testigo del cortejo y se lo regalaban a las mujeres para cerrar los lazos amorosos (suponemos que con la rodilla hincada en la tierra y la dote y las vacas sagradas preparadas). Acabaron luciéndolo las mujeres casadas hasta que el rodillo de los siglos y la modernidad contagió al resto de la población y la pieza se integró dentro de nuevas estéticas que ya no se erigían sobre el símbolo y el matiz espiritual. Todo hijo de vecino podía lucirlo, si quería, y no necesitaba un ‘sí quiero’ de por medio o una dote.
La suerte es que, tanto entonces como ahora, sigue sin doler demasiado atravesar esa pequeñísima zona del cartílago. Solo oirás las protestas de tu familia cuando quiere desheredarte.