Imagina que tienes una amiga a la que conoces "de toda a vida". Tenéis mucha confianza y muy buena relación. Habéis hecho miles de cosas juntas, habéis pasado por todo tipo de situaciones, y es esa persona a la que se lo cuentas todo. Por ejemplo, una tarde te pregunta que cómo estás y tú le comentas que vienes hasta arriba del trabajo porque vaya diíta, y que no te apetece nada ir al gimnasio, que por ti te irías a la cama nada más llegar a casa. Y ella te contesta: "es que ya te vale con lo vaga que eres, guapa. Todo el mundo tiene días de mierda y no por eso descuida sus responsabilidades. Hoy, porque estás cansada, mañana, porque te surgirá no sé qué, y pasado porque te duele la regla. La cosa es no mover el culo de gorda que tienes y no coger por los cuernos tu salud. Que estás obesa y te vas a morir".
Bueno, pues te lo voy a decir: esta amiga realmente soy yo.
Cuando nadie me ve, o mejor dicho, cuando nadie me escucha, me hablo a mí misma de ese modo. Si una amiga me tratase así, la gente me diría, y con toda la razón, que menudas amistades y que la mande a la mierda. Pero, claro, cortar la relación con una misma es algo que no se puede hacer. La única opción es darse una segunda oportunidad.
Hace unos años decidí ir a un psicólogo porque no era capaz de controlar mi ansiedad y tendía a darme atracones de comida para calmarme. Si no hubiera sido por el psicólogo jamás habría entendido que la ansiedad no era mi problema, sino la señal de que algo no se estaba gestionando bien dentro de mí. Pero, ¿qué era lo que no iba bien? No fue tan fácil averiguarlo, me ha costado muchísimo dar con la respuesta.
Hacer terapia no es fácil. Supone enfrentarte a cosas que tenías muy bien guardadas, conocerte mejor, para bien y para mal y trabajar por cambiar todo aquello que te estaba perjudicando. Es un proceso lento y puede llegar a ser desesperante. Y también es doloroso, aunque, en el fondo, muy beneficioso. Después de mucho tiempo, muchas sesiones y sí, que esto también es relevante, mucho dinero, he logrado entender qué me pasaba. Y ha sido como si, de repente, todas las piezas se colocasen solas y encajasen, ¡y hasta se escuchase el clic!
Para dar con esa solución tenía que remontarme un poquito. Desde pequeña mis padres siempre han sabido lo que yo "debía hacer" para que me fuera bien en la vida. Por un lado, me repetían que tenía que estudiar mucho porque era la única forma de conseguir un buen trabajo. Estudiar, aprender idiomas, tocar instrumentos, ¡de todo! Y, por otro, que tenía que adelgazar. Porque durante la adolescencia empecé a engordar (y a darme atracones) y el mensaje que yo recibía de mi entorno era que estar gorda estaba mal y debía poner todos mis esfuerzos en corregir ese "defecto". Hay una frase que se me quedó grabada: "nadie quiere contratar a gente gorda". Eso generó un gran conflicto en mí: quería adelgazar para poder cumplir con las expectativas puestas en mí, que me generaban mucha presión, y como no sabía vivir tan presionada me aliviaba comiendo, así que no es no adelgazase, es que cada vez engordaba más.
Me volví una persona muy autoexigente, creía que todo lo hacía mal y me machacaba con cada pequeño error que cometía. Así que mi autoestima ni estaba ni se la esperaba. Además, no aceptaba mi cuerpo. Me pasé años sin mirarme al espejo o saliendo detrás en las fotos. También pensaba que si no podía manejar mi físico tampoco podría manejar mi vida y estaba muy desorientada y aterrada. Lo único que me salía bien era estudiar, así que, mientras pude, me refugié en eso para compensar todo lo demás. Pero cuando terminaron los estudios, todo estalló.
Después de varios años fracasando en el terreno laboral mi autopercepción era terrible, pensaba que yo era un desastre, que no sabía desenvolverme en el mundo "adulto", y además estaba más gorda que nunca y me estaba dando unos cuatro o cinco atracones de comida a la semana. Por suerte, decidí apostar por mí y empezar a ir a terapia. ¡Sin saber la que se me venía encima!
Al principio acudí al mismo tiempo tanto a un psicólogo como a un psiquiatra. Intentar no darme atracones me disparaba la ansiedad, así que me aconsejaron tomar medicación y, la verdad, me fue genial. Durante tres años y con la compañía del psicólogo fui abriéndome poco a poco y contando todo aquello que para mí había sido un verdadero tabú. Nunca había hablado de cómo odiaba mi cuerpo, de que odiaba los trabajos de mierda que tenía, de que odiaba seguir estudiando "para disimular"... Poco a poco fui entendiendo por qué actuaba como lo había hecho y por qué estaba donde estaba. Y cuando empecé a tomar decisiones para reconducir mi vida hacia lo que yo sí quería, todo comenzó a mejorar.
Este psicólogo me enseñó a gestionar "lo malo". Que no es malo, simplemente lo sientes como algo negativo: el dolor, la rabia, la vergüenza, el rencor, el arrepentimiento... Y poner en su sitio todos esos sentimientos redujo considerablemente mi ansiedad y pude experimentar, por primera vez en mi vida, lo que era vivir tranquila, en paz.
Todavía no sé si fue una suerte o una desgracia, pero un par de años después me crucé con una persona que empezó a decirme cosas parecidas a las que mi cabeza solía repetirme cuando más me odiaba: "esto no es suficientemente bueno", "esto no vale", "esto lo haces mal y tienes que hacerlo así"... Todo el camino que había recorrido con el primer psicólogo fue desandado en apenas unos meses y volví al mismo punto en el que tantos años había estado: el de la inseguridad, el miedo, la angustia, la autoexigencia... y los atracones.
Reaccioné y decidí volver a recurrir a la ayuda de una psicóloga. Esta vez todo fue más rápido porque solo había que "salir del hoyo" y recordar todo lo que había aprendido anteriormente. Todo iba tan bien que no solo volví al punto en el que estaba, sino que conseguí llegar más lejos. Con el primer psicólogo había aprendido a librarme de "lo malo", pero con esta segunda terapeuta también salió el tema de "las cosas buenas".
Cuando todo el mundo se estaba yendo a la mierda en medio de una pandemia mundial a mí empezaron a pasarme cosas buenas. Y cuál es mi sorpresa que mi reacción no fue montar fiestas (bueno, el coronavirus no me lo permitía) o saltar de alegría, sino quedarme pararlizada del miedo.
Me bloqueé mentalmente. No sabía cómo reaccionar, y por más que lo hablaba con mis amigos y trataba de creerme que eso me había pasado a mí porque podía pasarme a mí, no podía evitar pensar: "prefiero no tenerlo". Porque tenerlo suponía verme obligada a lidiar con algo que también había escondido durante años: el sentir que no merezco ciertas cosas.
¿Acaso no es SUPERFUERTE preferir no tener algo a tenerlo para no vivir siempre con miedo a perderlo? ¡Es que es de locos, normal que tenga que ir al psicólogo!
Durante la adolescencia, cuando la personalidad se desarrolla, a mí me habían repetido muchas veces que yo no era suficiente. Siempre tenía que estudiar más, ser más simpática con los demás, hacer más actividades, perder más kilos, vestir mejor... Así que me había convertido en una adulta que creía, de verdad, que valía menos. Que lo lógico en mi vida era que me pasasen cosas malas, y que como había aprendido a gestionarlas, ya no me causarían tantas molestias y podría, por fin, tener una vida tranquila. Tranquila convencida de que no podía aspirar a más, claro, porque más que eso no merecía.
Junto a mi actual psicóloga entendí de dónde venía ese miedo que me había bloqueado mentalmente. Si conseguía lo bueno, pero luego lo perdía, tendría la prueba definitiva de que no era para mí. De que me había creído que podía aspirar a algo mejor, como una tonta. Y si yo me había pasado la vida compensando mis kilos de más intentando ser la más lista, no podía hacer frente al haberme convertido en una tonta.
Ponerlo ahora por escrito me resulta sencillo, a toro pasado, cuando ya he masticado y digerido todos estos sentimientos que, en el fondo, me siguen doliendo. Porque es triste darte cuenta de que te maltrataste durante muchos años de tu vida y después te obligaste a reprimir tus deseos para no sentirte mal por si no los conseguías. Pero, aunque aún no sea capaz de disfrutarlo de verdad, es genial, en el fondo, haber llegado hasta aquí. Estoy segura de que con un poquito más de trabajo llegará el día en el que me ocurra algo genial y me pueda decir a mí misma: "¡Pues ole mi c*ño, que soy la mejor!"