10 cosas maravillosas que me ocurren desde que voy al gimnasio
yasss.es
08/01/201810:22 h.Empecé a ir al gimnasio en septiembre, al volver de unas vacaciones en Grecia y Turquía en las que me sentí, sencillamente, el más feo y el más gordo de la playa. Ya había intentado ir al gimnasio antes en varias ocasiones, pero aquello nunca funcionó: me matriculaba, iba una semana y acababa descubriendo que tenía muchas más ganas de irme a casa a ver la tele o buscar vídeos de erizos en Internet que meterme de nuevo en ese infierno.
Hay una cosa que tiene que sucederte para proponerte seriamente apuntarte al gimnasio y otra para que no lo dejes a la semana: la primera es que un día te mires al espejo y lo que veas no te guste nada. La segunda es que, tras estar yendo una semana, veas un resultado, solo uno, aunque sea mínimo. Que haya simplemente una vena de un parte de tu cuerpo que ahora se ve y antes no estaba ahí. A partir de ahí, está todo hecho.
¿Es todo esto una frivolidad? Pues seguramente. Apuntarse al gimnasio para tener un cuerpo en el que uno se encuentra más cómodo es tan frívolo como maquillarse por la mañana, decorar una casa para tenerla más bonita o comprarse jerséis de colores cálidos para invierno. Tenemos el derecho a ser frívolos, casi diría que el deber si queremos disfrutar a continuación de cosas realmente trascendentales y profundas. Ir al gimnasio no está reñido con conmoverse después con una puesta de sol o leer a Steinbeck, Hemingway, Chejov o Shepard.
¿Sabéis que tenían todos ellos en común, aparte de escribir obras profundas y conmovedoras? También estaban buenísimos.
1. Desde que voy al gimnasio tengo una conciencia mucho más exacta de cómo es mi cuerpo y para qué sirve cada una de sus partes. Esto de que haya un tipo por ahí diciéndote que hoy vas a trabajar tal músculo hace que te preguntes si siempre estuvo ahí, para qué sirve y qué forma de tiene. ¿Sabéis que también hay musculo en el antebrazo y también hay que ejercitarlo? De hecho no hay uno, hay veinte, y tienen nombres tan bonitos como pronador, palmar, flexor o (mi favorito) supinador.
2. Desde que voy al gimnasio tengo un tiempo todos los días en el que estoy a solas conmigo mismo y puedo pensar, ya sea en asuntos vitales e importantísimos o en una pandilla de monos tocando un bombo. Subirse durante media hora a la elíptica o la bicicleta estática con la música que te dé la gana y perder la mirada en la nada mientras pedaleas es un ejercicio que todo el mundo debería permitirse. Otra gente lo hace en la cinta andadora, pero a mí me parece una máquina un poco absurda: ¿para qué subirse ahí si puedes ir a caminar o correr por la ciudad y redescubrir la belleza del sitio donde vives? A menos que vivas en un sitio espantosamente feo, claro, en ese caso bienvenidas las máquinas andadoras.
3. Desde que voy al gimnasio tengo todos los días unos minutos de felicidad extrema, exultante, desbordante y absoluta: esos que se suceden cuando termino de hacer ejercicio, sudo como un pollo y me congratulo conmigo mismo porque me he puesto a prueba y la he superado. He hecho algo que no tenía ni puñeteras ganas de hacer. Porque sí, amigos, todos los días, mientras me pongo en chándal y meto la botella de agua y la toalla en la mochila antes de irme a la sala de máquinas estoy a punto de no ir y tirarme en el sofá. Pero la culpabilidad puede más que la pereza. Llegar al momento de que la culpabilidad pueda contigo y te empuje a hacer lo que debes hacer es el gran triunfo personal del ser humano. Yo lo conseguí con el gimnasio.
4. Desde que voy al gimnasio soy más feliz, a secas, porque me veo más guapo y el ejercicio físico aumenta los niveles de serotonina en el cuerpo. La serotonina fluye cuando nos sentimos importantes y anula los sentimientos de soledad y tristeza. También suben las endorfinas, que vienen muy bien para reducir la ansiedad y el estrés. La dopamina, que regula las adicciones, es una hormona que también se dispara con el gimnasio y nos anima a volver al día siguiente. Los empresarios que tienen cadenas de gimnasio por todo el mundo adoran nuestras dopaminas porque gracias a ellas se han hecho millonarios.
5. Desde que voy al gimnasio he trabado cierta amistad con los entrenadores que pasean por allí. Son altos, guapos, musculados, populares. Son exactamente los mismos chicos que en el colegio y el instituto jamás me hubiesen dirigido la palabra o aceptado en su círculo. Son exactamente los mismos que, en ocasiones, ante mi torpeza para dar una patada a cualquier cosa que no fuesen sus propios testículos, se reían de mí o me insultaban. Hoy tengo amistad con ellos y cada día no puedo dejar de asombrarme porque el niño medio herido que aún llevo dentro de mí (hoy, afortunadamente, ya sepultado bajo pronadores, palmares, flexores y supinadores) lo ha conseguido por fin, años después. Lo que tres o cuatro psicólogos nunca consiguieron con una terapia lo ha conseguido el gimnasio. Y es mucho más barato, bien lo sabe Dios.
6. Desde que voy al gimnasio la gente me pide que le abra los botes que están muy duros para ellos, les coja las cajas que les pesan demasiado o les monte los muebles de IKEA cuyo ensamblaje ellos consideran demasiado complejo. Y cuando lo hago, todos me miran con admiración. Otras veces lo hago y no lo consigo porque no estoy tan fuerte en realidad. En esos casos siempre digo que ese bote es imposible de abrir y mejor tirarlo, que esa caja no la podría levantar ni me entrenador porque está pegada al suelo o que ese a ese mueble de IKEA le faltan piezas y es mejor reclamar a la empresa.
7. Desde que voy al gimnasio duermo mejor porque estoy cansado, aunque esto de tener un trabajo hace que muchos vayamos al gimnasio hacia la tarde noche y eso es un poco erróneo. Lo mejor es ir por la mañana, empezar el día con energía y estar cansado por la noche.
8. Desde que voy al gimnasio puedo ver hombres desnudos en los vestuarios así, de repente, sin pedirlo. No es que haya que ir allí con una silla plegable y palomitas, pero si uno puede alegrarse la vista un microsegundo, pues bienvenidos. Alguna ventaja iba a tener esto de ser sentir atracción por tu mismo sexo, que lo de que nos peguen por la calle o nos echen de los taxis ya es bastante precio a pagar a cambio de esos pequeños placeres. Comprendo que los y las lectores y lectoras heterosexuales pensarán que este punto los deja fuera, pero no necesariamente: alguno de los gimnasios más modernos de las grandes capitales empiezan a tener vestuarios mixtos, así que muy atentos porque en nada la tendencia llegará a nuestro país.
9. Desde que voy al gimnasio me he descubierto mirando asombrado a algunos compañeros cuando nos encontramos por la calle y vamos vestidos. No, no es que en mi gimnasio vayamos todos desnudos: es que vamos todos en chándal, una especie de uniforme que elimina cualquier signo de clase que queramos transmitir con nuestro atuendo. Así que cuando casualmente me cruzo a un compañero o compañera por la calle descubro que en realidad son pijos, o hippies, o góticos, o ejecutivos o pertenecientes a una secta oriental que los obliga a ir al supermercado con túnica dorada. Este ejercicio de reducirnos a todos a exactamente lo mismo (unos seres ridículos que sudan en mallas) es necesario, positivo y precioso en una era en la que todos estamos empeñados en ser algo. En el gimnasio nadie es nada.
10. Y el más importante, amigos: desde que voy al gimnasio tengo menos complejos, y eso me ha convertido en una persona mejor. Eliminemos todos nuestros complejos, y no solo los físicos. Si alguna vez te has sentido un burro, intenta leer más. Yo ese complejo también lo tengo e intento trabajarlo un poco todos los días. Pero de ese ya hablamos en otra ocasión.