Lo reconozco: quiero más a los gatos que a las personas
yasss.es
19/01/201811:41 h.Es posible que antes de entrar en la cuestión de por qué adoro a los gatos tenga que dejar claro por qué no me cae muy bien el ser humano. Pues muy fácil: porque somos la especie más mortífera que camina sobre La Tierra. Cada vez que veas a un humano deberías echarte a correr. El ser humano puso un pie en Australia hace 45.000 años, un momento relativamente muy reciente dado que llevamos dando por el saco en el planeta desde hace más 850.000. Australia era entonces una isla enorme y paradisíaca donde vivían especies animales maravillosas: canguros de más de dos metros de alto, leones marsupiales, koalas gigantes y aves que doblaban el tamaño de un avestruz. Cuando nosotros llegamos, todos ellos desaparecieron para siempre. Nos los cargamos en menos que se duerme un precioso koalita.
Yo no vivo en casa con ningún descendiente de esas especies. Vivo únicamente con dos gatitos, aunque a veces me da la sensación de que podrían ser unos elegantísimos leones en miniatura y me pesan como un koala gigante cuando deciden dormir sobre mi espalda. Pero les tengo más aprecio que a las personas, imagino que como mezcla de algo de justicia ecológica (por todas las cosas antes mencionadas y porque, en general, somos unos depredadores ecológicos y una pandilla de desgraciados) y también siento una fuerte afinidad con ellos.
¿Pero cómo se tiene afinidad personal con alguien que ni siquiera habla? Ah, amigos. Ahí empieza nuestro romance.
Los gatitos son silenciosos e independientes. Y se podría decir que desde que se inventaron los smartphones y las redes sociales cualquier novio lo es también, sí. Pero siempre llega un momento en el que dejan el móvil, te hablan y rompen esa magia encantadora que trae el silencio absoluto a una casa. Un gato no. La compañía silenciosa, fiel y tranquila que ellos regalan no te la da ningún otro ser vivo. Su mera presencia a los pies de la cama o en el reposabrazos del sofá lo llena todo de calma y felicidad. El silencio de otra persona suena a derrota, pero el de un gatito suena a un nocturno de Chopin tocado con oboe. Los gatos a veces maúllan, claro, y pueden ponerse un poco pesados si tienen hambre o quieren comerse tu lubina, es verdad. Pero solo me caen mal durante dos segundos.
Los gatitos son preciosos. Así, a secas. Son un espectáculo, una obra maestra del diseño vanguardista, algo parecido a lo que harían Darwin, Versace y Velázquez si les pidiesen que creasen conjuntamente una criatura. Cualquier gato (desde el callejero enfermo y triste hasta el persa con pedigrí que ha costado casi mil euros a una persona cruel que prefirió comprar a adoptar) da lecciones de pose, movimientos y carisma a Naomi Campbell.
Los gatitos son pequeños terroristas que dinamitan las convenciones sociales. Al menos estos dos con los que yo vivo están todo el día desnudos, duermen unas 18 horas cada jornada y aunque haya invitados para comer se lamen con empeño sus propios genitales delante de cualquiera. A veces me rompen cosas, sin importarles si son caras o baratas. Muerden mis cables, incluidos los cargadores de Mac que cuestan 90 euros. Se mean donde les plazca si los cabreas. Deciden que de todas las superficies mulliditas que hay en casa para echarte una siesta la mejor es tu camiseta negra favorita que está recién planchada sobre tu cama. Todo esto hace que me enfade, sí, pero también que admire al rebelde que hay en ellos y que recuerde que llevan mucho tiempo aquí antes que yo.
Nosotros creamos un mundo de cristal donde no se puede tocar nada. Los gatos, mucho más listos, han decidido gobernarlo y mearse sobre él sin ningún respeto. Una vez han roto todas tus cosas, descubres que en realidad no eran tan necesarias. Excepto el día en que me tiraron el móvil nuevo por las escaleras, debo admitir que ese día también me cayeron mal durante un rato.
Los gatitos me hacen sentir muchísimo más cerca de la naturaleza. Qué cursilada, ¿no? Y que quede claro que no es porque me dé largas caminatas con ellos por el campo, no. Pero cada noche, cuando veo que sobre mi cama hay una pequeña gata negra que parece una pantera y un gato de rayas que parece un tigre, me siento privilegiado por poder compartir mi espacio con dos criaturas tan extraordinarias. A veces, cuando hace frío, se meten en la cama y puedo abrazarme alguno y siento que me estoy abrazando a la mismísima jungla. Eso es un regalo inmenso que no todo el mundo valora ni experimenta.
Los gatitos ronronean. Ni siquiera los científicos tienen muy claro por qué ni cómo lo hacen, pero sí saben cuándo lo hacen: en la mayoría de los casos, cuando están felices. ¿Te imaginas lo fácil que sería el entendimiento humano si nosotros también ronroneásemos, si pudiésemos demostrar la felicidad, la tranquilidad y la paz con un sonido tan relajante? “No ronroneas, ¿qué te pasa?”, se preguntarían las parejas. “Ya está ronroneando, apaguemos la luz”, dirían los padres primerizos. “Ya ronronea muy fuerte, no le sirvas otro roncola”, murmurarían los camareros. Ojalá nosotros también pudiésemos ronronear.
Los gatitos (y todos los animales) están participando de un juego que ellos no inventaron. Ellos no inventaron ni utilizan los motores, pero pueden morirse electrocutados cuando en invierno se acurrucan en ellos por el calor. No inventaron tampoco los coches, pero a menudo mueren atropellados. No inventaron los refugios municipales, pero en algunas ciudades siguen siendo sacrificados en ellos. El ser humano sufre muchísimo en un mundo cada vez más alienado, exigente y frío, pero de alguna manera, él lo ha creado y, aún sin quererlo, participa de sus destrucción en cada pequeño gesto y movimiento. Los animales no. Los gatos no. Es por esa sencilla razón que si un día me dan a elegir, lo tengo bastante claro.
Los gatitos son bastante fríos a la hora de mostrar amor. Y eso deja una poderosa lección sobre el amor incondicional a aquellos que decidimos amarlos aunque ellos no nos amen a nosotros. Nunca estoy seguro de si mis gatos me quieren. No sé si se acurrucan junto a mí porque les gusta estar conmigo o porque mi cuerpo desprende calor. No sé si se rozan contra mi pierna porque les gusta mi tacto o porque me están marcando como propiedad con sus feromonas.
Lo que sí sé es que el amor que yo les tengo a ellos no se parece a ningún amor que pueda tener con un ser humano, ya que (a menos que seas un codependiente emocional con adicción a las relaciones tóxicas y destructivas, que todo puede ser) el ser humano no se propone seguir amando incondicionalmente a alguien que no le ame a cambio. Así de idiotas somos. Los gatos me enseñaron a no esperar nada a cambio. Esa sensación les hace libres a ellos, pero sobre todo me hace libre a mí. O eso o tal vez el codependiente emocional con adicción a las relaciones tóxicas y destructivas sea yo.