Mi infancia como niño gay habría sido distinta si en el colegio me hubiesen hablado de diversidad
El PP y Ciudadanos han blindado por decreto el 'pin parental' de VOX para que los padres puedan censurar actividades de diversidad para sus hijos
Fui un niño marica en los noventa, en un pueblecito de la Mancha. Podría decir que fui un niño ‘queer’, pero ese adjetivo extranjero, por muy útil que me resulte ahora, no puedo aplicarlo con efecto retroactivo a ese niño sensible, abstraído y muerto de miedo que fui. Fui un niño marica, pero eso no quiere decir que entonces me gustaran los hombres. Como cualquiera, el gusto sexual lo desarrollé de adolescente. O más bien, lo bloqueé de adolescente hasta que ya con 17 años logré asumir que me gustaba el género que no me tendría que gustar.
Fui un niño marica porque marica era mi identidad de género, no mi orientación sexual. Los cauces de la masculinidad me resultaban insoportables: nunca logré, a pesar de mis numerosos intentos, sentirme cómodo con los espacios y las expectativas que se me asignaban. Pude expresar mi desacuerdo mientras esa disidencia innata resultaba simpática: qué gracioso este niño, cómo se expresa, cómo se mueve. Con la primera pubertad, lo que antes se celebraba comenzó a ser un problema. Un niño no podía expresarse y moverse de determinadas formas. Comenzó la larga travesía en la que durante las 24 horas del día tenía que vigilar cómo movía las manos al hablar o el balanceo de mis caderas al caminar. No se toleraba parecer maricón. Serlo directamente era impensable.
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La primera vez que escuché la palabra homosexual sin connotación de insulto fue viendo una entrevista a Jesús Vázquez por la tele. Le preguntaban si no le preocupaba que confesarse homosexual arruinara su carrera. Él contestó que no, porque formaba parte de quién era y eso no afectaba su trabajo. El niño marica que fui no entendió la broma. Porque en su mente, solo podía tratarse de una broma. Pero, ¿dónde está la gracia en pretender ser lo que no se puede ser?
El camino de la aceptación
Aprendí lo que era maricón como aprendí lo que era gilipoll*s o hijo de put*: una falta abstracta, un hachazo ‘random’ sin relación directa con el mundo real. Que te llamaran hijo de put* no significaba que tu madre ejerciera la prostitución, porque era algo tan odioso que solo podía formar parte del universo invisible de los insultos. Por eso, cuando comprendí que me gustaban los chicos, el empinado camino de la autoaceptación no empezó por comprender que se podía ser homosexual y ser una persona normal. Primero debía entender que se podía ser homosexual. Que no solo era un insulto. Que esas personas existían. Que existimos.
El veto parental que VOX, Ciudadanos y PP están implantando en Murcia, si nada lo impide, borrará de nuevo nuestra presencia en las escuelas: los padres podrán impedir que sus hijos asistan a charlas sobre feminismo, sobre diversidad afectivosexual; es decir, les privarán de que les expliquen que se puede no ser cisgénero y heterosexual y que eso no es nada malo.
Yo no viví el pin parental político, pero viví el de los tiempos, que era mucho más absoluto. Si durante aquellos largos años de batalla interior alguien hubiera dedicado una hora de colegio (una sola hora hubiera sido suficiente) en explicarme que la comunidad LGBTIQ+ existe, que ser diverso en tu vida sexoafectiva es una posibilidad y que se puede ser feliz sin pertenecer a la mayoría, mi vida hubiera sido completamente distinta.
Tardé muchos años de negación y autoodio hasta aceptar que me gustaban los hombres. Desde entonces estoy embarcado en la tarea de reparar los estragos que ese rechazo dejó en mí: he pasado por terapia psicológica y por un complicado camino de conocimiento personal hasta ser capaz de asumir que no hay nada malo en mí por el hecho de ser quien soy. Que merezco ser amado como todo el mundo. Porque soy una persona. Porque existo.
Los niños, las niñas y les niñes cuyos padres quieren negar una hora (una hora fundamental) de enseñanza en la diversidad son quienes más nos necesitan. Son les niñes que vivirán el acoso y el desprecio familiar si son diversos. Por eso les debemos ser visibles y apropiarnos de todos los espacios que podamos para mostrar nuestra diversidad. Si en su casa no se les permite, y ahora en el colegio tampoco, hay que ocupar las calles con nuestros cuerpos diversos y nuestras identidades diversas.
Estamos aquí. Existimos. Y nunca más nos vamos a ocultar.