"Yo llevo sin tener hambre desde 2007 aproximadamente", comentaba mi amigo Enrique F. Aparicio y compañero de podcast en ¿Puedo hablar!, en un episodio que dedicamos a nuestra relación con la sensación de estar hambrientas. Por suerte, tanto Enrique como yo vivimos en un contexto en el que nunca nos falta comida: estamos rodeados de supermercados y tenemos dinero para comprar algo si lo necesitamos. No pasamos hambre, no sufrimos la escasez de alimentación. Entonces, ¿por qué nos sentimos tan hambrientas?
No tengo ni idea de cuándo comenzó mi relación regularcilla con la comida. Recuerdo que de pequeña me gustaba mucho comer dulces y que la gente que cuidaba de mí me los daba. Incluso tenía la costumbre de pedir 100 pesetas (dios mío, soy viejísima) los domingos para gastármelas íntegramente en el kiosko. Hasta que un día algo cambió. Sobre los once o doce años yo pasé de ser una niña "normal" a ser una niña "rellenita". Y para solucionarlo, evidentemente, lo primero que ocurrió es que me quitaron los dulces.
O eso creían quienes me alimentaban. Mientras en mi casa se prohibieron categóricamente productos como la Nocilla, el chocolate, las golosinas o la bollería industrial, en la calle buscaba cualquier oportunidad para comer aquello que me gustaba y que, de repente, ya no era para mí: visitas a casa de amigos, tardes en el parque, en la sala de recreativos, en el cine... Tenía que aprovechar cualquier oportunidad porque sabía que, al volver a mi casa, mi "placer" se acababa.
Muchísimos años después me doy cuenta de algo que me cambiará la vida. A día de hoy sigo pensando que aquella fue mi peor época: prácticamente todas las tardes terminaba de trabajar muy frustrada y muy amargada, porque no me gustaba nada lo que hacía ni me sentía cómoda en el lugar en el que estaba, así que me iba al supermercado a comprarme lo que me apeteciera: bollería, chocolatinas, helado, bolsas de snacks...
Y prácticamente cada noche repetía el mismo plan: encerrarme en mi habitación, ponerme una serie y no parar de comer durante unas dos horas. Y una de esas noches ato cabos, y noto que, si trato de frenar el atracón de comida, la ansiedad se dispara tanto que no puedo dormir y me vuelvo loca encerrada en esa habitación. Siento que necesito esos atracones que, después de varios meses sucediéndose, ya me están empezando a destrozar físicamente. Quiero parar y no puedo. Me doy cuenta de que estoy "enganchada" a la comida.
Una adicción es una enfermedad cerebral, según la OMS, que se caracteriza por la búsqueda patológica de recompensa o el alivio de ciertas sensaciones de malestar recurriendo a sustancias u otras acciones. El término es muy amplio y no podemos denominar a cualquier cosa como una adicción. Puedes pasarte el día entero mirando el móvil, o viendo una serie, sin necesidad de ser adicto al móvil o a la televisión. Del mismo modo que no es lo mismo abusar de la cocaína que ser adicto a la cocaína.
Yo no sé si fui adicta a la comida, en concreto a la comida muy dulce o muy salada (los sabores que más le gustan a nuestro paladar), pero decirlo me puso en el camino adecuado que cambió mi vida para siempre: el de la terapia psicológica. Para poder frenar mi conducta alimentaria tuve que ponerme en manos de profesionales. El tratamiento no se centró en qué comía, sino en por qué comía. Por qué usaba la comida como autocastigo y como vía de escape. Y fue allí cuando escuché por primera vez el término "hambre emocional".
La primera vez que escuché hablar del hambre emocional yo tenía 26 años. Ahora tengo 34 y sigo trabajando con y contra él. Azahara Nieto, nutricionista especializada en TCA, explica que el hambre emocional "no es una enfermedad, es algo natural que nos pasa a todos. La diferencia está en cómo lo gestionamos".
Ser conscientes de lo que nos está pasando, identificar ese hambre emocional y gestionarlo, "no es un método de pérdida de peso, si no de autoconocimiento, que nos va a ayudar a “no comernos las emociones” y sobre todo a no sentirnos culpables por comer", explica Azahara. En este vídeo tienes unas pistas para identificar el hambre emocional:
Añado yo que saber cuándo sientes hambre emocional (casi siempre) y cuándo hambre fisiológico (casi nunca, en mi caso) solo es el principio. Luego empieza la batalla, una batalla que, cuando tengo un mal día (que es cuando el hambre emocional más aprieta, encima) parece infinita, pero que, cuando tengo uno bueno, parece llevadera.
Eso que creemos que es hambre, o nervios, y que nos pide comida, puede aparecer en cualquier momento: nada más levantarme si sé que tengo un día complicado por delante, en medio de la jornada de trabajo si me aburro o si tengo demasiado que hacer y me siento un poco estresada, cuando estoy con mis amigos porque es un "momento especial" o a última hora de la tarde, cuando estoy más cansada física y emocionalmente. Aparece a la vez en mi estómago, en mi corazón y en mi cabeza. En el estómago noto como un vacío, o como si tuviera insectos revoloteando por ahí (mariposas no, porque entonces sería amor y no ganas de pizza); en el corazón, porque se me acelera el pulso, y en la cabeza porque me desconcentro y a veces puedo llegar a sentir cierta presión en la frente o en la mandíbula. De repente quiero comer algo, generalmente algo muy concreto, y si no lo consigo la ansiedad aumenta, lo que provoca otra serie de reacciones, a su vez.
Es muy probable que lo que me pase es que esté acojonada porque anticipe un día de mucho jaleo, o me sienta insegura; que esté frustrada porque el trabajo no me está saliendo como quería; que esté estresada o cansada por el ritmo de vida que llevo; que esté emocionada por ver a mis amigos o triste por verlos a ellos cuando quiero estar con mi familia. Lo que me está pasando es que estoy sintiendo cositas, cositas que me alteran y que me hacen sentir mal, y en vez de atender esas sensaciones, esas emociones y esas necesidades que realmente me está pidiendo mi cuerpo, lo distraigo con comida.
Porque hace muchos años, cuando me prohibieron comer lo que más me gustaba, aprendí que comerlo me hacía sentir bien, eufórica, libre. Porque llevo repitiendo esta conducta más de veinte años, buscando satisfacción en la comida, aunque ahora sé que comerte las emociones no las calma, y que ese bollo no te va a ayudar a nada, como mucho a sentirte culpable. Porque nadie me enseñó a gestionar mis emociones, y al crecer en un entorno exigente tuve que guardármelas para que no se me notara que era débil o tenía fallos. Y porque la comida está por todas partes y es muy accesible, además de que necesitas comer varias veces al día y "es normal" darse un capricho de vez en cuando, ¿verdad? Por todo esto y mucho más, como de manera emocional.