Por aquel entonces, era un universitario más que esperaba aprobar como fuera y priorizaba la envidiable vida de estudiante en pleno Colegio Mayor antes que ‘Sistema Mundial de Información’ o ‘Historia del Periodismo Universal’. Precisamente fue celebrando la llegada del 2012 cuando unos pinchazos en el estómago cambiaron mi vida. Inconsciente de mí, pensaba que la resaca había llegado antes que de costumbre, pero días después descubriría que todo iba a dar un cambio radical.
El 3 de enero de ese mismo año, después de visitar varios médicos de Urgencias, un dolor abdominal hizo que le dijera a la recepcionista del hospital que me pasara cuanto antes “porque me iba a morir”. La verdad es que nunca fui quejica y no sabía hasta dónde podía llegar mi umbral de dolor, pero aquella frase me salió del alma. Créanme que, aunque soy canario y la intensidad corre por mis venas, eso era lo que sentía. Eso sí, a nadie pareció importarle porque estuve ocho horas esperando en una sala a tener el más mínimo detalle de lo que me ocurría. En una de las pruebas, una ecografía, cogí la mano de la especialista y le pedí que me dijera, por favor, que “no tenía nada malo”. Seguía llorando. Ya luego llegó el equipo de cirujanos y nos informaron a mi familia y a mí que “aunque todo parecía ser una apendicitis, no estaban seguros y preferían abrir a ver con qué se encontraban”. Así fue cómo me diagnosticaron la Enfermedad de Crohn.
¿Qué era? ¿En qué consistía? ¿Iba a ser para toda la vida? ¿Cómo se curaría? ¿Qué medicación tendría que tomar? ¿La podría transmitir a otras personas? ¿En qué afectaría y cómo cambiaría mi vida? Y... ¿Me iba a morir? Ni los puntos o los síntomas de la anestesia impedían que yo diera vueltas en mi cabeza a aquella nueva noticia.
La enfermedad de Crohn es una enfermedad crónica inflamatoria del tracto gastrointestinal. Comúnmente afecta a la parte terminal del intestino delgado (el íleon) y comienzo del colon. Los síntomas: dolor abdominal, sangrado rectal, náuseas, pérdida de apetito, de peso y fatiga. La teoría la sabía, pero la práctica ya era otra cosa porque cuando dicen que “cada persona es un mundo” se dicta sentencia.
Tuvo que pasar un mes en el hospital entre Gran Canaria y Madrid, ingresado, para ir asimilando aquello de lo que nunca había oído hablar. Durante ese periodo de tiempo pasaron muchos compañeros de habitación por mi lado, pero hubo una familia especial: Joel y su madre María. Él llevaba años luchando por una complicación de la enfermedad y ella era una mujer que desprendía vitalidad y optimismo. Juntos hicieron desaparecer mis miedos y me hicieron comprender que todo iba a ir bien. No podía ser de otra manera. Entendí entonces y más que nunca el significado de la palabra “crónica”, que no la transmitiría a otras personas y que no me iba a matar. De un disgusto, tal vez, pero no porque corriera un verdadero peligro de muerte. El mayor consejo: “no dejes de tomar nunca tus pastillas”. Amén.
¿Saben qué me consolaba pensar esos primeros días de angustia? “De todo lo malo que me podrían haber encontrado, el Crohn es como tener azúcar o padecer de tensión alta”. Tenía la obligación de ser fuerte por mí y mis padres, que pasaban conmigo el día y la noche. Obligarme a ser optimista hizo que no decayera ni un solo día que pasé en el Hospital Insular de Gran Canaria o el Clínico San Carlos de Madrid. ¿La comida? Un manjar. ¿El trato de la sanidad pública? Espectacular. Sin queja alguna.
Cuando salí del hospital, con 20 kilos menos y la piel de color amarillo, no sabía que lo duro tan solo acababa de comenzar. Aún tenía que encontrar la medicación idónea y mis defensas parecían haberse tomado unas vacaciones. No querían saber nada de mí ni de lo que me estaba pasando. Fue un año realmente difícil: mononucleosis, pruebas y más pruebas, un sinfín de cólicos nefríticos, una neumonía (por culpa de “la gripe mal curada” no pude asistir al concierto de Bon Jovi... ¡El acto más heterosexual que habría hecho en mi vida!)... Llegué a aprenderme el horario del personal sanitario. Increíble, pero cierto. Aun así, repito: no me encontraba triste ni preocupado porque estaba seguro de que, en ese momento, habría gente que lo estaría pasando infinitamente peor que yo.
Después de inyectarme Humira durante meses y dar con la dosis perfecta de Mercaptopurina, las aguas volvían a su cauce. Tanto es así, que Carlos, el médico que me trata y mi colega a pesar de ser ‘chicharrero’, y Mercedes, mi enfermera de confianza, son algo más que unos simples profesionales que consiguieron que mi intestino se calmara. A día de hoy, aún no les he agradecido lo suficiente todo lo que hicieron por mí. Al igual que a mis padres, que abandonaron todo por estar a mi lado. Ellos, que tras diagnosticarme la enfermedad dudaron si volver a estudiar a Madrid sería lo correcto, apostaron por confiar en mí y remar todos a una.
Noté que mi actitud cambió por completo. Antes era extremadamente irascible, impaciente y tenía un humor de perros a todas horas. Desde entonces, me obligué a vivir la vida de otra manera. No por reír más me tomo la vida menos en serio, pero lo único que me preocupa y quita el sueño es mi salud. Absolutamente nada más.
¿Por qué necesito que se hable más sobre la enfermedad que padezco? Porque nadie sabe exactamente qué es lo que causa la enfermedad de Crohn. Tampoco cómo afectará a una persona en particular. Demos a conocer que este trastorno también existe y ayudemos con la visibilidad a la investigación de nuevos medicamentos.