El 21 de diciembre puede parecer un día más del calendario, pero para muchas personas es una fecha señalada. Se trata del Día Nacional del Niño con Cáncer, un aniversario impuesto por el Ministerio de Sanidad a petición de la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer. ¿La razón? Que esta enfermedad es la primera causa de muerte entre los 5 y 14 años, y la segunda causa de muerte entre los 15 y 24 años según la Sociedad Española de Hematología y Oncología Pediátricas (SEHOP).
En España, al año se registran 1000 nuevos casos de cáncer en niños y adolescentes, tal y como señala la Asociación Española Contra el Cáncer. Pero, ¿qué es el cáncer?
Todos hemos escuchado esta palabra alguna vez en nuestra vida. Tal vez cuando éramos pequeños y un familiar enfermó, o en la cola del supermercado mientras dos personas hablaban de esta terrible enfermedad. Sin embargo, muchas veces no tenemos muy claro qué significa.
La palabra cáncer hacer referencia a un gran número de enfermedades caracterizadas por una reproducción incontrolada de células anormales.
En nuestro cuerpo hay muchas células anormales, es decir, aquellas que tienen una mutación en su ADN. Afortunadamente estamos preparados para corregir estos errores genéticos. ¿Cómo? Activando la muerte programada de la célula. En otras palabras, es como cuando en una película de espías el malo se mete una pastilla de cianuro en la boca y fallece al instante.
El problema es que las células cancerosas no son capaces de activar su muerte programada, así que se reproducen sin control, acumulándose y produciendo tumores en distintas zonas del cuerpo.
¿Todos los cánceres son malignos? No. Hay tumores benignos en los que las células no invaden otros órganos o tejidos vecinos, por lo que no ponen en riesgo la salud de quien los padece.
¿Todos los cánceres se deben a un tumor? No. Por ejemplo, en la leucemia. Esta enfermedad es un tipo de cáncer que afecta a las células sanguíneas, pero sin que haya un tumor como tal.
¿Todos los cánceres malignos son mortales? Si no se tratan, sí. Pero la medicina ha evolucionado muchísimo en nuestro país, y según la Sociedad Española de Oncología Médica, el 53% de los pacientes con cáncer se curan.
Álvaro Ruíz tiene ahora 26 años y una buena salud tanto física como mental, pero no siempre ha sido así. Cuando cumplió 12 años, le diagnosticaron un osteosarcoma en el húmero. Se trata de un tumor que afecta a distintos huesos del cuerpo, generalmente los de mayor tamaño, y que es más habitual entre los 10 y los 25 años, sobre todo en varones.
“Yo era un niño normal”, comparte Álvaro con Yasss. “Hacía el cabra en el colegio como todos. Jugábamos al baloncesto en clase de gimnasia, saltábamos por el patio y me hacía moratones cada dos por tres. A veces me dolía mucho el brazo, pero nadie le daba importancia porque yo era muy inquieto”, recuerda.
El verano en que Álvaro cumplió 12 años, los dolores se volvieron más intensos. “Me despertaba a veces del dolor, pero no le decía nada a mis padres porque no quería que me castigasen sin salir o jugar con mis amigos. Y bueno, de ir al médico ni hablamos, porque le tenía muchísimo miedo”, relata. Y así fue aguantando semana tras semana hasta que en agosto se fue a un campamento con dos amigos. A los pocos días, se fracturó el brazo y comenzó la etapa más dura de su vida. “Me hicieron una radiografía y vieron que algo no iba bien. Yo en ese momento no entendía nada, pero el cáncer me había debilitado mucho el húmero y por eso se me rompió”.
“Tengo aquella época como superborrosa. Recuerdo la quimio, que me dejaba hecho polvo y que me hizo adelgazar muchísimo. Yo era muy menudito, pero después parecía un cadáver. Y también me operaron para quitarme las células malignas. Después toco otra vez someterme a quimio para destruir lo que quedase. Mentalmente era muy difícil para un niño de 12 años”, confiesa.
Pese a las consecuencias físicas del cáncer y de la quimioterapia en alguien que está a caballo entre la infancia y la adolescencia, lo que para Álvaro resultó más difícil fue el proceso psicológico de la enfermedad. “Justo era el año en el que empezábamos el instituto. Perderme las clases me hacía sentir excluido, y aunque todos mis amigos del colegio me apoyaban, yo me sentía raro. Pensaba que lo hacían por pena”, relata.
“Me pasé meses enfadado con el mundo. Odiaba a mis padres por no haberme llevado al médico antes. Odiaba a mis amigos por seguir con su vida mientras yo estaba en stand by. Odiaba a los médicos por haberme encontrado el cáncer. Odiaba a los psicólogos porque no entendían lo que yo vivía. Odiaba al resto de niños de la planta de oncología que se curaban cuando yo seguía enfermo”, reconoce abiertamente. “Decir esto en voz alta es horrible, lo sé, pero yo en ese momento era un niño que no sabía manejar lo que le había pasado. Es como si te tocase una lotería, pero en el peor de los sentidos. No paraba de pensar en por qué a mí. En qué había hecho mal. Repasaba todos mis errores de niño en busca de una explicación”.
“También había días buenos y cosas que recuerdo con cariño”, afirma. “Conocí a gente increíble que sigue formando parte de mi vida ahora mismo. Amigos que son como hermanos y personal sanitario que cuando me ve por la calle todavía me reconoce. El tumor condicionó mi vida para lo bueno y para lo malo”.
Tras un año y medio de tratamiento, las células cancerosas desaparecieron del cuerpo de Álvaro. El cáncer pasó a ser un recuerdo en su memoria, pero no en sus huesos. No repitió curso, algo que le agobiaba muchísimo en aquel momento pero que ahora le parece una nimiedad, y con el tiempo sus preocupaciones se convirtieron en las de cualquier adolescente: lidiar con la presión social, definir su identidad y afrontar las primeras relaciones amorosas. Aun así, algo cambió.
“Fui un adolescente muy miedoso, lo reconozco. Dejé de ir a campamentos y de hacer ciertas cosas porque me asustaba que ser muy activo hubiese provocado el cáncer. En clase de educación física lo pasaba fatal y cuando mis padres me llevaban a un parque de atracciones no quería subirme en nada”, recuerda. “Con 19 años mi novia de aquel entonces me convenció para hacer una ruta y al final del día como que algo hizo clic en mi cabeza. Me puse a llorar pensando en todo lo que había dejado de hacer por miedo al cáncer”.
Ahora, catorce años después de que el cáncer llegase a su vida, trece años después de que se curase, y siete años después de que perdiese el miedo a que volviese a aparecer, Álvaro comparte con nosotros su reflexión. “El cáncer infantil es impredecible. Puede pasarle a cualquiera y asusta mucho, pero hay salida. Por eso quiero decir a los niños con cáncer y a sus padres que no tengan miedo, que se apoyen muchísimo mutuamente y que se permitan pasarlo mal de vez en cuando. Habrá momentos de tristeza y otros de enfado con el mundo. No todo es sonrisas como nos venden en la tele. Y después de la llorera o la discusión, toca apoyarse unos a otros y seguir luchando”.
Por último, lugar, quiere dejar claro que “el cáncer no se cura con actitud positiva, se cura con investigación y financiación a los oncólogos de nuestro país”.