Nunca me olvidaré de aquella mañana. Yo compartía piso con dos chicas en el centro y tenía una vida más o menos normal, con un curro y un novio como la gente de 23 años. Hasta que una mañana creí (creí) que esa normalidad de la que tanto gozaba se había ido al traste y que nada volvería a ser igual.
Fue la mañana en la que me metí al baño con la prueba del embarazo. No me había bajado y ya llevaba tres semanas de retraso, pero siempre piensas que eso de embarazarse son cosas que ni de coña 'te van a pasar a ti'. Estrés, exceso de comida basura, sueño. Todo podía valerme para justificar que, por primera vez en mi vida, la regla faltaba a su cita. Pero, por si acaso, mi chico y yo compramos el test.
Y dio positivo. Supongo que no es una sorpresa para los que estáis leyendo esto. Lo que vino después fue un enorme shock mezclado con ansiedad, mientras millones de preguntas revoloteaban sobre mi cabeza: ¿Y a quién se lo digo? ¿Ahora qué hago? ¿Pero realmente puedo abortar? ¿Y cuesta mucho? ¿Se puede hacer gratis? ¿Cómo es un aborto? ¿Qué te meten? ¿Y si ahora de repente me entra esa movida de querer ser madre? ¿Pero me van a abrir en canal? ¿Me ingresarán? ¿Tendré que pedir la baja? ¿Duele? ¿Me señalarán a partir de ahora con el dedo?
La cabeza entra en un bucle de muchas emociones de repente hasta que alguien te hace bajar a la tierra y toma la mejor decisión: preguntar a alguien que haya pasado por lo mismo. En nuestro caso había alguien cercano, amiga de él. Luego descubrimos que 95.000 mujeres abortan cada año en España. Muchísima más gente que la que nos creemos. Mi consejo: apoyaos en ellas. Te quita mucho peso.
Mi vida transcurrió entonces con una sensación de ansiedad muy chunga. Evidentemente, la idea de tenerlo también se había contemplado. Es raro: jamás en la vida me hubiera planteado seguir adelante con una situación así. Luego no es tan fácil.
Mientras tanto M. se encargó de todo. Tuve mucha suerte en ese sentido porque cuando somos tan jóvenes, el miedo o la irresponsabilidad pueden hacer que el compañero se desentienda del problema. Tíos que me leéis: esto es cosa de dos.
Al final todo fue mucho más sencillo de lo que yo me imaginaba. Fue cuestión de hablar con un centro privado que tenía el permiso de la sanidad pública para llevar a cabo abortos de forma legal y gratuita. Básicamente consiste en solicitarlo, confirmarlo con una ecografía que estás en cinta (y que te hacen en el mismo centro) y que te den cita para la intervención.
Luego surgieron dos miedos: el estigma y el dolor. Yo no he juzgado en la vida a gente que ha interrumpido su embarazo, pero no todo el mundo es o tiene por qué ser igual. Me encontré con que existía un estigma que hasta entonces desconocía. Un miedo difuso a que la sociedad y la gente de tu entorno lo juzgue y te rechace.
Tras la ecografía recuerdo que nos preguntaron doscientas veces (sin exagerar) si queríamos seguir adelante, y nos hicieron firmar mil papeles con el ok. Era un sí es sí es sí es sí todo el rato.
Al final, tienes que decidir el tipo de aborto. Yo no lo sabía, pero se puede hacer por pastilla o 'quirúrgicamente'. El primero es viable hasta las primeras 7 semanas (mes y medio aprox.), y el segundo hasta las 14 semanas (tres meses y medio, más o menos). Huelga decir que se puede abortar siempre hasta ese tiempo; después, salvo contadas excepciones, hay que tirar para adelante.
En mi caso creo recordar que por aquel entonces estaba ya de dos meses y pico, cosa que ya había estado notando en las últimas semanas. No podía apenas dormir, me dolía muchísimo la tripa, sudaba un montón, me encontraba fatal, tenía mal humor. Era como una menstruación permanente. Y también estaba algo más redondito el vientre. Eso tampoco se olvida.
No sabía a qué me enfrentaba. Me llamaron desde la sala de espera y me pusieron una de esas batas de hospital. Y acabé no sé cómo en la sala. Recuerdo que estaba presidida por una silla típica de ginecólogo y un foco enorme apuntando directamente hacia mí. Me tumbaron abierta de piernas, y un médico me dijo un par de cosas en tono amable, algo así como que me relajara, que me iban a dormir. Y que contara hasta 10 mientras él colocaba la máscara. Creo que no llegué ni al tres.
Al rato y medio dormida me sentaron en una silla de ruedas. No recuerdo muy bien cómo acabé en una cama, pero me dijeron que podía estar ahí hasta que me recuperase, y que tenía zumos por si quería beber. Cuando me desperté completamente creí que habían pasado horas, pero creo que apenas fueron 30 minutos. Salí de allí con M., con una sensación extraña porque lo cierto es que no me dolía nada.
Al tiempo volví para que se confirmara que todo estaba en orden. Durante todo este tiempo he estado buscando ese estigma, si lo hubiere, pero no lo he encontrado. Nadie me señaló con el dedo. Nadie me juzgó. Nadie me criticó. Nadie me regañó. Todo el mundo al que se lo quise contar lo entendió. Bueno, a mis padres no se lo he dicho.
Para terminar, esta historia tiene un final un pelín amargo. Ya lo siento, pero un aborto es algo que acompaña toda la vida. Y no exagero. Independientemente de que sea un episodio cero traumático, o que le des poca importancia, debes tener muy claro que la vida te lo recordará de vez en cuando, sobre todo cuando vayas al médico y te pregunten si has pasado por una cirugía. Sí, tendrás que reconocer que has abortado. Y esto no es malo: es simplemente que es un episodio que hay que elaborar.
Ah, se me olvidaba. El mayor aprendizaje de toda esta historia es el cambio en mi concepción de la normalidad. La normalidad también es esto. Porque esto nos puede pasar a todas/os.