Durante mucho tiempo usé los espejos como elemento puramente funcional. Un vistazo rápido para ver que no estaba muy despeinado o que la ropa conjuntaba lo suficiente, y basta. No me detenía a mirarme ni me gustaba que me sacaran fotos. Esa típica vergüenza que uno siente de adolescente, en mi caso no terminó con la adolescencia. Me convertí en un adulto con un tema pendiente: habitar mi cuerpo.
Los demás siempre eran más delgados, más altos, más guapos. Se movían mejor, tenían los dientes más rectos, una voz más melodiosa. Les quedaba mejor la ropa de moda, temporada tras temporada. Cuando ni siquiera te detienes a mirarte, eres incapaz de ya no de apreciar cómo eres, sino más allá: te desconoces, no sabes cuáles son las formas de tu cuerpo; cuando no eres capaz de mirarte en las fotos sin vergüenza, no te das la oportunidad de verte en distintos estados, posiciones o estaciones del año.
Conocerse y reconocerte, en un mundo dominado por la imagen y por los selfies, se ha convertido en la piedra angular de nuestra relación con nosotros mismos. Algunas de las industrias más poderosas del mundo son las que prometen mejorar nuestra imagen, pero ningún elemento externo es suficientemente poderoso si no eres capaz de mirarte tranquilamente y apreciar lo que ves. Así lo he conseguido (o voy consiguiendo) yo.
Desde pequeño, quizás por la profunda idea religiosa o espiritual de separación entre cuerpo y alma, hubo una barrera entre mi cuerpo y yo. Por un lado estaba mi mente, o mi personalidad, que yo podía más o menos adaptar a las circunstancias: si más tiempo pasaba con una persona, si más me conocía o más confianza ganaba, era probable que acabara cayéndole bien y convirtiéndome en su amigo. Mientras usaba esas dotes en mi relación con los demás, un obstáculo ineludible podía ponerlo todo en peligro: un cuerpo que me había sido dado y que solo podía cambiar (hasta cierto punto) a través de grandes sacrificios. Y no todas las partes, claro.
Me acostumbré a pensar en mi cuerpo como el espantoso embalaje de un contenido que más o menos podía merecer la pena. Me hice a la idea de que nunca podría relacionarme con nadie que no pudiera mirar más allá de ese primer contacto, de esa primera información que les daba con mi aspecto y que, sin duda para mí, iba a repeler siempre, hiciera lo que hiciera.
El primer paso para aceptar el cuerpo de uno es no distinguir entre uno y su cuerpo. Solo derribando esa distancia es posible descubrir que, muchas veces, no es tu cuerpo lo que genera problemas: es la fractura que notan los demás. Cuando uno odia su cuerpo y se trata mal a sí mismo, casi siempre busca que los demás también le traten mal, porque cree que no merece otra cosa. Si uno reconoce su cuerpo como totalidad y empieza a quererlo y mimarlo, buscando en los demás también relaciones sanas, siempre se traduce en un mejor intercambio con su entorno. Tratarse bien es fundamental para que los demás también te traten bien.
Estamos acostumbrados a ver unos pocos estándares corporales, que pueblan las series y películas que vemos, las cuentas que seguimos en Instagram o los anuncios que nos asaltan antes de un vídeo de YouTube. En espacios reales, sin embargo, vemos claramente que la variedad de las personas es mucho más amplia: edad, tamaño, color de piel, diversidad funcional, el pelo o la ausencia de él… todos los factores que distinguen unos cuerpos de otros han sido jerarquizados y convertidos en negocio.
Ser joven o aparentar ser más joven de lo que se es; tener un volumen corporal que no exceda ciertos porcentajes o medidas; tener la piel más clara o más oscura, el pelo más claro o más oscuro; poner pelo donde no lo hay o quitarlo de donde sí lo hay. Cada día nos sometemos a cambios, más o menos drásticos, para modificarnos. Lo cual es una decisión libre que uno debería tomar con plena consciencia de quién es y lo que pretende de sí mismo, pero la realidad es que esas relaciones de poder que ejercen unos tipos de cuerpo sobre otros son las que, en la mayoría de ocasiones, nos empujan a intentar alcanzar arquetipos poco realistas.
Asumir esa diversidad de los cuerpos, arrebatando el monopolio de la belleza solo a los estándares normativos, es la única opción en una sociedad cuyos ideales cada vez se van estrechando más y más.
Aceptar el cuerpo propio es más sencillo apreciando y explorando el cuerpo de los demás, en la belleza de su diversidad. Entre el cuerpo de los demás y nuestra mirada se interponen muchos elementos culturales. Y uno de esos elementos fundamentales es el del deseo. Los ideales de belleza o las relaciones de poder entre cuerpos normativos y no normativos nos hacen clasificar, aunque no nos demos cuenta, entre cuerpos ‘mejores y peores’.
Pero si uno se da la oportunidad de aflojar los límites de ese deseo que nos han moldeado todas las imágenes de 'cuerpos ideales' desde que tenemos consciencia. A solas, al tacto y a media luz, los cuerpos no cambian tanto. Y al primero al que tenemos que acostumbrarnos es al propio. Nadie podrá contemplarnos ni tocarnos si no lo hacemos nosotros antes, porque habrá siempre una barrera. Del mismo modo que desarrollamos un gusto personal probando comida distinta, el deseo puede aprenderse, construirse, mutar.
De hecho, nuestro cuerpo también va a cambiar con el paso del tiempo, así que mejor empezar cuanto antes y disfrutar de nuestros cuerpos (de nosotros) en este instante que no se volverá a repetir. Querernos pasa necesariamente por conocernos.