“Llevo tres meses sin salir de casa”: la vida de Jara, una persona con agorafobia
Jara tiene 22 años y tuvo que dejarlo todo de lado al empezar a padecer ataques de pánico y agorafobia
Cuando pensamos en la agorafobia, lo más habitual es pensar en una persona con pánico a los espacios abiertos. Aunque ese es el significado etimológico de la palabra, desde el punto de vista clínico es un trastorno que abarca mucho más. El problema es que la agorafobia a menudo se vive en silencio por las propias características del trastorno, ya que quienes lo sufren tienden al aislamiento, y también por miedo a ser juzgado o criticado. Para arrojar un poco de luz, hoy conoceremos de primera mano el trastorno gracias a Jara, una chica de 22 años diagnosticada de agorafobia.
“Empecé a tener ataques de pánico en el Erasmus”
MÁS
Mi nombre es Jara, tengo 22 años y sufro trastorno de agorafobia, un problema psicológico que afecta a un 5% de la población, especialmente a mujeres. Esa podría ser mi descripción de Tinder o mi biografía de Instagram, pero normalmente cuando un desconocido se entera de lo que me pasa pone cara de circunstancias y hace una bomba de humo. Por eso no suelo contar lo que me pasa, para evitar decepciones.
Empecé a tener problemas de ansiedad hace un par de años más o menos. Yo estudiaba en mi ciudad y vivía con mis padres, pero el tercer año de carrera me fui de Erasmus. No conseguí adaptarme y empecé a tener ataques de pánico. La gente se piensa que un ataque de pánico es llorar e hiperventilar un poquito, pero no. Sentía que me iba a morir y notaba como mi corazón se aceleraba a un ritmo frenético. Se me nublaba la vista, los oídos se me taponaban y me ahogaba. No podía respirar y tenía que tumbarme porque sino me mareaba. Era como si perdiese el control de mi cuerpo y de mi cabeza, y no poder hacer nada para evitarlo me ponía todavía peor.
“No fui capaz de coger un avión porque me daba miedo volar”
El primer ataque de pánico fue en un bar. Estaba con varias personas de la universidad de pie tomando algo y empezaron los síntomas. Me asusté y fui al baño a tranquilizarme. Después empecé a tener estos episodios en el metro. Lo que más miedo me daba era desmayarme o necesitar ayuda médica, y no poder recibirla por estar bajo tierra. Cuando iba en un bus sabía que si me sentía mal podía bajarme en cualquier momento, pero en el metro no. Eso me aterraba. También tenía ataques de pánico en el cine, en el supermercado, en discotecas con mucha gente, etc.
Como lo pasaba tan mal, evitaba todas esas situaciones. Decidí coger un avión y volver a casa, pero no fui capaz porque me daba miedo volar. Al final tuvo que venir mi prima a buscarme con la excusa de visitarme, pero sabía de sobra que mis padres le habían pedido que me rescatase.
Una vez de vuelta en la ciudad dejé la universidad. Ni siquiera le dije a mis amigos que había vuelto. Abandoné el Instagram y dejé de contestar en los grupos de WhatsApp. Sólo mis familiares más cercanos sabían lo que me pasaba, pero tampoco lo entendían muy bien.
“El punto de inflexión fue la muerte de un familiar”
Mis padres me intentaban apoyar como podían, sin exigirme mucho porque sabían que realmente yo lo estaba pasando mal. No eran excusas para hacer el vago, es que de verdad era incapaz de salir. Como me daba vergüenza que mis amigos supiesen lo que me pasaba, me metía en chats y hablaba con desconocidos. Con ellos me abría sin problemas, y explicarles mi situación me ayudaba de alguna forma a no sentirme tan sola.
El punto de inflexión fue cuando un familiar murió. No era muy cercano, pero mis padres me dijeron que teníamos que ir al funeral. Fue salir del portal y ya estaba nerviosa, pero cuando me senté en el coche no aguanté más. Mi padre arrancó y tuve un ataque de pánico. Me puse a gritar y me bajé del coche. Me senté en la calle porque estaba convencida de que me iba a desmayar de los nervios. Subimos a casa y mi madre dijo que así no podía seguir. Ellos se fueron al funeral y yo me quedé hecha polvo en casa.
Pidieron cita con un psicólogo y a la semana siguiente de ese ataque de pánico tuve mi primera cita en mi casa. Recuerdo que me preguntó por mi problema, y me puse a llorar. "Llevo tres meses sin salir de casa", le confesé. Me diagnosticó agorafobia y trastorno de pánico.
Durante casi un año estuvo viniendo todas las semanas a casa, y poco a poco empecé a salir. Primero al rellano, después al portal y luego a la calle. Creo que el momento más feliz de mi vida fue cuando pude dar un paseo por el barrio acompañada de mi psicólogo. Llegué a casa con una bolsa de la frutería, y mis padres se quedaron flipando cuando les dije que había sido capaz de entrar en una tienda.
Fue todo muy progresivo, y a veces tuve ataques de pánico. Los momentos más duros fueron las primeras veces que salí yo sola a la calle, sin mi psicólogo. También me costó mucho contarle a mis amigos y compañeros de clase lo que me pasaba. Lo bueno es que la mayoría me entendieron y me ayudaron mucho. Venían a verme a casa, me acompañaban a dar una vuelta e incluso mi mejor amiga vino a una sesión con el psicólogo para entender mejor la agorafobia.
Lo mejor es pedir ayuda cuanto antes
Ahora mismo mi vida es prácticamente normal, aunque todavía voy al psicólogo una vez al mes para evitar recaídas. Si todo va bien, en verano me dará el alta. Voy al cine, utilizo transporte público y también retomé la universidad. Mi propósito es ir a un festival de música este verano, espero ser capaz.
Con mi historia quiero ayudar a personas que están viviendo lo que yo viví. Da igual si eres universitario o tienes 60 años, puede pasarle a cualquiera. Aun así, se puede salir, pero hace falta tiempo, esfuerzo, el apoyo de tu familia o amigos, y terapia. Mi psicólogo me contó que el principal problema al que nos enfrentamos las personas con agorafobia es que tardamos mucho en pedir ayuda, agravando el trastorno. No esperéis a estar recluidos en casa durante meses como me pasó a mí. Ponedle solución en cuanto notéis que algo funciona mal.