Desde hace siglos, los seres humanos hemos contemplado el cielo con el deseo de ir más allá de las fronteras de nuestro propio planeta. Las estrellas simbolizan el anhelo de explorar lo desconocido. Desafiamos las leyes de la naturaleza para saber cuál es nuestro límite. Gran parte de estos éxitos se los debemos a los cohetes espaciales, que han hecho posible lo que antes solo era una quimera de la literatura científica.
Desde los primeros bocetos teóricos de Tsiolkovsky hasta los lanzamientos del Saturno V, estas máquinas han sido el puente entre nuestro planeta y el universo. Ciencia y ambición. Al contemplar esa escena que ya forma parte de nuestra cultura simbólica –el cohete despega; un chorro de fuego golpea la tierra y una nube de humo se expande a ambos lados de Cabo Cañaveral–, la pregunta es más que razonable. ¿Cómo se impulsa? ¿Qué combustible utilizan estas máquinas?
Enviar un cohete más allá de los límites de la atmósfera terrestre implica un dominio técnico y científico absoluto. Cada detalle, desde el diseño de la nave hasta la elección del combustible, desempeña un papel. El combustible en particular es el núcleo del sistema de propulsión y el responsable de proporcionar la energía necesaria para superar la gravedad de la Tierra y alcanzar el espacio exterior. Sigue un principio fundamental: la Tercera Ley de Newton. Cuando arde, se liberan gases a alta velocidad por la parte trasera del cohete y este es impulsado hacia adelante.
En el vacío del espacio no hay oxígeno para alimentar la combustión. El cohete debe llevar consigo tanto el combustible como el oxidante para que se produzca el fenómeno de la propulsión a chorro. El primero se quema, liberando la energía contenida en sus enlaces moleculares, mientras que el segundo permite que la combustión del oxígeno.
En muchos sentidos, el combustible sólido es el padre de los cohetes modernos. Su simplicidad es su virtud: un bloque de material que, al encenderse, arde hasta consumirse por completo. Es la opción perfecta para el empuje inicial, donde la brutalidad del despegue requiere una explosión de energía considerable.
Quizá uno de los ejemplos más icónicos de este tipo de propulsión sea el de los propulsores sólidos (SRBs) utilizados en los transbordadores espaciales de la NASA. Estaban rellenos de una mezcla de perclorato de amonio y aluminio. 500 toneladas de energía almacenada en cada despegue que lograba empujar al transbordador más allá de las nubes que cubrían la atmósfera. Una vez encendidos, no había vuelta atrás. Es un método eficaz, pero primitivo en comparación con las tecnologías de hoy en día.
Los cohetes de combustible sólido no requieren sistemas complejos de inyección ni partes móviles. Su desventaja radica en la falta de control sobre el flujo de empuje. Una vez activado, el proceso es irreversible, lo que limita su uso en fases que requieren mayor precisión.
Hoy, los combustibles sólidos han perdido preeminencia frente a los líquidos, una tecnología de propulsión mucho más avanzada que ofrece un control mayor sobre el proceso de combustión. El combustible y el oxidante se almacenan en tanques separados y se mezclan justo antes de ser quemados en la cámara de combustión. Esto logra regular el flujo de combustible y permite a los ingenieros apagar y encender los motores según lo requiera la misión.
En este caso, el tipo más común de combustible líquido es una mezcla de oxígeno líquido (LOX) y hidrógeno líquido (LH2). Se ha utilizado en muchos cohetes, incluyendo el transbordador espacial y el cohete Saturno V, que llevó a los astronautas del Apolo a la Luna.
Si el oxígeno y el hidrógeno líquidos son tan efectivos es porque producen una gran cantidad de energía al quemarse, con una contaminación menor. El único subproducto es vapor de agua. La contraparte es la dificultad técnica y el reto de ingeniería que supone: ambos elementos deben mantenerse a temperaturas muy bajas (el oxígeno a -183ºC y el hidrógeno a -253ºC), lo que complica el almacenamiento y manejo durante las misiones.
SpaceX, la empresa de Elon Musk que ha cambiado los viajes espaciales modernos, ha optado por un enfoque diferente. Su Falcon 9 utiliza RP-1, queroseno con oxígeno líquido. Aunque no es tan eficiente como el hidrógeno, es mucho más fácil de manejar y almacenar. El Falcon 9 ha revolucionado la industria espacial al ser un cohete parcialmente reutilizable que ha reducido significativamente los costes de los lanzamientos al espacio.
Pese a que los combustibles sólidos y líquidos siguen siendo los más comunes para la fase de lanzamiento, la aeronáutica moderna ha empezado apostar por los motores iónicos y otras formas de propulsión eléctrica para las misiones de larga duración. Este tipo de motores aceleran partículas cargadas (iones) mediante campos eléctricos para generar el impulso del cohete, mucho menor que el de los cohetes que usan químicos para propulsarse, pero, al mismo tiempo, más eficientes. Son ideales para llevar los cohetes en el espacio profundo. La sonda Dawn, de la NASA, utilizó este tipo de motor para explorar los asteroides Vesta y Ceres. La Agencia Espacial Europea también han experimentado con esta tecnología. Queda mucho por explorar.