Spain is different, predicaba aquel claim hortera y otros tantos políticos en campaña con un nivel de inglés preescolar. Hay que admitirlo: a estas alturas, listar una a una las bondades culturales y gastronómicas de nuestro país es un tópico en sí mismo. Allá un poco de sol, de playa abarrotada, de espeto de sardinas; acá un museo señero barato y con una colección permanente que te alegre el día, un sol primaveral inyectado en la vena cava, una discoteca abierta hasta las tres donde rozarse los espíritus.
Algo de verdad habrá en el asunto, si tantos millones de turistas acuden a pasearse por el territorio en busca de esa ración de tópicos que nos mete cada año en el ranking de los mejores países del mundo para vivir. Que nuestro país gusta ahí fuera (y mucho) como una droga fácil y económicamente asequible es algo que confirman las cifras: esos millones de turistas que nos visitan cada temporada para conocer a fondo nuestra gastronomía, humor y pequeñas idiosincrasias.
Es precisamente esta última cuestión, la de las costumbres raras, algo que genera suspicacia y perplejidad en nuestros visitantes extranjeros. Somos muy nuestros. Están locos estos españoles.
Se da por hecho que los españoles tenemos la libertad de pasearnos en culos por casa sabiendo que nuestras persianas nos protegerán de las miradas de los curiosos (o del sol que pica por las mañanas, ya que estamos).
Fuera de nuestras fronteras, las persianas son ese añadido excéntrico en las ventanas que provoca la suspicacia y la perplejidad de muchos turistas extranjeros. Prefieren las cortinas, o las contraventanas, o nada en absoluto: dejarse ver en su humanidad sucia mientras cenan una tortilla francesa y sienten la trituradora del capitalismo caer sobre ellos. No saben lo que se pierden. Quién no quiere una buena persiana o un baptisterio del siglo primero.
Para los que nos visitan desde otros países, nuestros horarios son crazy; una locura incomprensible que no sigue ningún patrón. Desayunamos muy tarde. Nuestra comida, a las dos de la tarde o incluso a las tres, es un atentado contra ese “horario europeo” establecido: el lunch, sobre las 12:30-13:00 pm, y la cena sobre las 19-20h. Nosotros la aplazamos hasta las nueve, las diez o incluso las once de la noche.
Un extranjero preguntará, ¿tapas? ¿quie-es-iesto?, justo antes de llenarse hasta arriba los dos carrillos para no desperdiciar el milagro que le ha sido concedido: comida gratis con cada bebida.
Fuera de España, se estila (por decoro y buena educación) quitarse los zapatos antes de entrar a una casa para no dejar marcas en el suelo ni arrastrar la suciedad al interior de la vivienda. Esta costumbre tan extendida en otros países como Canadá es una rareza en nuestro país. Aquí entramos en los pisos ajenos a las bravas, dejamos marcas en el parqué, y luego ya se fregará cuando el anfitrión recoja los restos del combate.
Ríos de jamón empaquetado, aceitunas, toneladas de embutido listo para llevar a casa, vino bueno, bonito y barato que no sabe a vómito de rata, garrafas de aceite de oliva virgen extra de cinco litros…
Allá donde hay un supermercado español hay un extranjero que flipa con la gastronomía ‘asequible’ que gastamos por la península. Tiene sentido. Lo que aquí puede ser asequible al bolsillo medio, en otros países es un manjar que multiplica su precio por dos o por tres.
Suele decirse que en otros países puede identificarse a un grupo de españoles por los decibelios que producen en comparación con el carácter y tono de voz más medido de otras culturas.
Vamos, que para ellos, hablamos a gritos y con muchos aspavientos para hacernos entender. En una conversación con un mínimo de discusión, damos la sensación de estar peleando como ratas en busca del mismo churro. Los imperativos y las órdenes propias del castellano tampoco los llevan bien. “Pásame la sal”, “Dame una cerveza”, “Muévete un poco”.
¿Comercios que echan la persiana dos o tres horas al mediodía y reabren a partir de las cinco? ¿Están locos los españoles? Debemos de estarlo.
Camilo José Cela, el escritor, se refirió al descanso supremo del mediodía como la siesta de “pijama y orinal”. El sueñecito de la tarde es patrimonio inmemorial de los españoles y de los países mediterráneos en general, pero casi ningún extranjero al que le preguntes entiende los beneficios de echar ronquidos al mediodía y hacerle un corte de manga al curro.
Lo menos que puede pasar es que levante la ceja y te pregunte si has perdido el juicio. A muchos les parece absurdo partir el día por la mitad y cometer el crimen más alto contra el trabajo: apagar el móvil y dormir sin preocuparnos, por un lapso breve, de nada más.