¿Un último café en el Greco?
El café más antiguo de Roma amenaza el cierre
Pasamos una hora en lo que fue un lugar de encuentro para intelectuales para comprobar qué queda de él
Lo único malo que tiene el café en Italia es la brevedad de su ritual. Apenas dos dedos de una mezcla hiperconcentrada que complican su centralidad en una reunión social. Harían falta muchas tazas y un exceso de cafeína que pondría en riesgo la tensión para que una larga charla girara en torno a él. En los bares se suele pedir en la barra, se toma a la carrera y se acabó. No abundan las cafeterías como lugar de encuentro y, menos aún, para los intelectuales, esa especie en extinción. Por eso resulta aún más alarmante una noticia que lleva en los diarios desde hace semanas: el posible cierre del Caffè Greco, el más antiguo de Roma y uno de los pocos que aún aspiran a conservar esa tradición.
Ante el temor por lo que pueda pasar, surge la necesidad de ir a tomar un café al Greco para comprobar qué queda de él. Al 86 de Via Condotti, en el corazón de lo que fue un día la Roma mejor pensante y hoy exclusiva sólo por sus tiendas de lujo. Aquí, a unos pasos de la Plaza de España, se dice que llegó en 1760 un tal Nicola Della Maddalena, de origen griego -o quizás turco- y que trajo esa cultura de los cafés mediterráneos para que disfrutaran de ella los artistas que pululaban por estas calles.
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Nada más abrir la puerta, uno se topa con la barra y un mostrador con dulces. Al fondo asoma un larguísimo pasillo atestado de cuadros que finaliza en la famosa sala roja, un espacio decorado bajo un ataque de horror vacui. Paisajes románticos, medallones, retratos militares y un espejo desgastado pueblan las paredes; la estatua de un fauno preside la estancia; y, claro, no podía faltar el piano. Se supone que fue una segunda casa para Goethe, Ibsen, Stendhal u Orson Welles. La lista se amplía, alimentada por el mito, según donde se consulte. Se podrá leer también que pasaron Casanova o Buffalo Bill. Quien estuvo, seguro, fue el pintor Giorgio de Chirico, que en 1976 realizó una obra en acrílico sobre este lugar, que hoy se puede ver en el Thyssen.
Una clientela muy distinta
Quienes se sientan hoy aquí son unos cuantos grupos menos ilustres. De las ocho mesas que nos rodean al fauno y a mí sólo en una se escucha hablar en italiano. Llega el camarero, vestido con levita, camisa blanca, pajarita y zapatillas deportivas (negras): “Hello sir, what would you like?” Un caffè, respondo. En Italia eso del espresso es una convención para el extranjero. Sólo el cappuccino se diferencia de un café, a secas, que es esa ración corta que habrá que alargar para saborear qué se respira por aquí. Tras vacilar con esto del idioma, el camarero trae su café, servido con una chocolatina y un vaso de agua.
Lo que escribe la prensa es que el propietario del local, el Hospital Israelítico -una institución judía también centenaria-, ha comprobado que está perdiendo dinero. El contrato con la sociedad que administra el Antico Caffè Greco expiró hace más de un año y quiere multiplicar por diez el alquiler mensual de 17.000 euros. Carlo Pellegrini, el administrador delegado, ya ha dicho que ni hablar, por lo que ambos se han enredado en un complejo proceso judicial. En la mesa de detrás, donde se sientan dos americanas que deben rondar los 50 también se habla de algo de unas inversiones inmobiliarias. Pero debe tratarse de otra cosa, porque la una le aconseja a otra que no le compensa.
Delante, una mujer también estadounidense trata de enseñarle al que presuponemos su marido alguna palabra en italiano. “Bello”, dice ella, con acento yanqui; “bello”, repite él, con la misma entonación. Mientras tanto, los únicos oriundos, cercanos a los 80, llevan más de un cuarto de hora ojeando la carta. Tienen tiempo para ello, pues las parejas de avanzada edad, generalmente turistas, componen el primer grupo de los pobladores de este salón. Tras unos cinco minutos de conversación con el camarero, éste termina sirviendo ensalada para la señora y una especie de fuente con canapés con su copita de vino para el señor.
Protegido por el Estado
No se les ve excesivamente preocupados con las noticias que llegan del exterior. Para serenar los ánimos, el Ministerio de Cultura ya ha advertido de que pase lo que pase con la resolución del contrato, el Antico Caffè Greco lleva décadas reconocido como bien de interés cultural, por lo que siempre estará obligado a ser una cafetería y a mantener la decoración tal y como la hemos descrito. Menos turbados aún se muestran dos jóvenes asiáticas sentadas a mi derecha. En los último veinte minutos apenas han levantado la cabeza de su móvil. Sin embargo, a través de los rápidos gestos que se dirigen, parece intuirse algo cercano a la comunicación entre ellas.
En la mesa que tienen al lado, otra pareja saca el teléfono para hacerse un selfie y acto seguido pide la clave del wifi. Acaba de entrar un grupo de mujeres árabes, con velo, muy elegantes, que no paran de fotografiarlo todo. Se puede decir que éste es el segundo tipo de cliente habitual, el que viene a comprobar que todo lo que ha leído antes en Internet es cierto y no se resiste a llevarse un recuerdo con el que poder fardar en redes sociales. Finalmente irrumpe una tribu de españoles, que afirman: “Pues sí que es chulo el sitio”. Pero pasan de largo. Uno siempre se puede hacer el distraído y salir por la puerta que da a parar a la Via delle Carrozze, al otro lado de la manzana.
La resistencia cultural
Hace unas semanas la cosa se puso seria. Estaba previsto que la policía llegara para precintar el local, pero finalmente la causa quedó aparcada hasta enero. Una serie de asociaciones se rebelaron con una especie de resistencia cultural. Se organizaron recitales de poesía, encuentros literarios y conciertos de piano. Aquello sí que intentaba imitar los tiempos pretéritos. Aunque finalmente capitaneó la protesta un crítico artístico, que ejerce como histriónico diputado; y quienes acudieron fueron curiosos, turistas y alguno que escuchó que aquel día se repartirían croissants gratis.
Lo que temen quienes han dado su apoyo a este lugar, como Francesca Dicastro, de la asociación Roma Tiberina, “es que llegue una gran tienda o una multinacional y terminen imponiendo su sello al café”. Desde el Hospital Israelítico aseguran que no le faltan pretendientes y que casas como Moncler o Dior, que tienen tiendas en esta zona, estarían dispuestas a pagar cerca de 1,5 millones al año. Si la gente come en restaurantes con el logo de la marca de coches de sus sueños o, mejor aún, si el Louvre ha abierto sucursal en Abu Dhabi, ¿por qué no iba a caer el Caffè Greco en manos de la globalización?
Las mujeres de detrás se levantan y se instan a “buscar un plan para la cena”. La pareja de ancianos italianos le pide al camarero que les haga una foto, que éste ejecuta servicial, como si fuera una opción más del menú. Ha pasado ya casi una hora con un triste café en la mesa, así que va siendo hora de levantarse. Siete euros, que hubieran sido 1,70 en la barra. Al salir se escucha desde las cocinas un italiano cañí que se habla en Roma y que no se propaga entre estas salas con mesas de mármol. Me pregunto si será el último café en el Greco y me doy cuenta de que se trata de un interrogante equivocado. Habrá muchos más, si uno quiere. La cuestión está en cuándo se sirvió la última taza en el local genuino que, en realidad, hace muchos años ha dejado de ser.