Sobre la mesita, en el centro del escenario, hay un bastón roto. “Está hecho de madera de balsa”, dice Teresa Del Olmo, agarrando uno de los pedazos. Es el bastón de Bernarda Alba que parte su hija pequeña cuando se rebela contra ella en ‘La casa de Bernarda Alba’. La mesita está en el Cervantes Theatre de Londres, donde se representa una versión de la obra de Lorca de 1936 dirigida por Jorge de Juan. Teresa Del Olmo, de setenta y cinco años, interpreta a Bernarda Alba. “Sé que el bastón está hecho con madera de balsa porque hacía maquetas de arquitectura con este material”, cuenta. Teresa estudió arquitectura de interiores. Fue la tercera promoción de la carrera en España y, aunque sólo ejerció dos años, al cumplir los sesenta y cinco, recibió el titulo de colegiado de honor.
Quien parte el bastón por la mitad es Estrella Alonso a través del personaje de Adela, la pequeña de las cinco hijas de Bernarda. Está enamorada de Pepe el Romano, que ha pedido la mano a su hermana mayor, por dinero. Estrella debuta profesionalmente en el teatro con una función de representación diaria. Tiene veintitrés años y nunca se ha rebelado. “Alguna vez que la he liado he ido a confesar inmediatamente a mis padres—cuenta—, y mis padres me han dicho: no pasa nada, hija; y yo pensaba: qué horror”.
“El bastón simboliza la autoridad y el poder”, dice Maite Jiménez, la actriz que se viste de Poncia, que lleva más de treinta años al servicio de Bernarda. Al igual que Poncia, que está entre Bernarda y sus hijas, Maite se sitúa, por edad, entre Teresa y Estrella. El bastón le trae el recuerdo de las varas de olivo que utiliza para abrir los caminos que cierran los cañaverales junto al río Mundo a su paso por Liétor, el pueblo de mil habitantes de Albacete donde nació y donde pasó los primeros años de su vida.
‘La casa de Berrnarda Alba’ refleja la represión más absoluta de la mujer en la España de los años treinta. Y Bernarda Alba personifica esa represión, que empieza por ella misma. El elenco lo integran diez actrices. Entre ellas, Teresa, Maite y Estrella. Teresa y Maite están de paso por Londres mientras dure la función, que se ha prorrogado hasta el 23 de abril por la gran demanda de entradas, y Estrella reside aquí desde hace seis años. Son actrices de tres generaciones y tres épocas completamente distintas unidas por Bernarda Alba y por su pasión por el teatro.
La voz de Teresa suena imponente. Fue su voz la que la llevó sin querer a la actuación, cuando tenía veintitrés años, en 1970. Al terminar la carrera abrió un estudio de arquitectura y trabajó en diversas obras. Un día, mientras festejaba con unos amigos en el bar Casa Pepe, en la Avenida de La Habana, cerca de Televisión Española, en Madrid, un hombre calvo de mediana edad que iba acompañado por otro con el pelo rizado, se le acercó y le preguntó si era actriz. Ella le dijo que no, que era arquitecto, aunque había hecho teatro desde el colegio. El señor le dijo que tenía una voz fantástica con una perfecta dicción. “Con tu voz y un poquito de talento podrías ser una actriz maravillosa”, le confesó. Intercambiaron tarjetas. A los pocos días, al regresar a su casa del trabajo, le dijeron que habían llamado del Teatro Español para que se presentara a las tres de la tarde.
Teresa acudió a la cita. Las puertas principales estaban cerradas. Entró por la lateral. Un conserje la acompañó hasta el escenario, iluminado únicamente con la luz de ensayo. Las butacas estaban cubiertas con retores blancos. El patio de butacas se veía blanco entre la oscuridad. De pronto, por el pasillo, apareció el señor del bar, que subió al escenario. “Me alegra que hayas venido —le dijo— Bueno, pues ya estamos todos. La Compañía Nacional. Vuestra nueva compañera. Pedro, dale su papel”. Pedro era el ayudante de dirección y le entregó un folio con nueve frases en verso del personaje de la pastora en ‘La estrella de Sevilla’. Así empezó su carrera como actriz, sin miedo, en el majestuoso Teatro Español de Madrid. “Hay que arriesgarse”, dice Teresa. El hombre que quedó prendado de su voz en Casa Pepe era Alberto González Vergel, director de la Compañía Nacional de España, y el acompañante del cabello rizado, Matías Montero, ambientador de Televisión Española.
En el colegio (fue a un colegio de monjas francesas) la llamaban “Teresito” por su voz grave. Y empezó a hablar en susurro para evitar ese nombre. Hasta el momento en que la eligieron, a los diez años, para interpretar a Santa Bernadette Soubirous en una función de teatro. La monja que la dirigía, al oírla hablar en susurro, le dijo: “con tu voz, en el teatro se habla a plena voz”. El día de la representación, el público, que eran las familias de las niñas, la felicitaron por su voz y por su actuación. “Desde ese momento ya no me volvió a llamar nadie ‘Teresito’ —dice—. Creo que el teatro es fundamental para ayudar a los niños contra el ‘bullying’ y los complejos. Por esto estaría bien que los niños empezaran a hacer teatro en el colegio”.
Maite Jiménez llegó a Madrid en 1984, quince años después de que Teresa Del Olmo entrara por la puerta lateral del Teatro Nacional. Tenía tan solo dieciocho años. Llegaba a Madrid con la ilusión y el sueño de poder seguir desarrollando su carrera como actriz. A los dieciséis, después de terminar el Bachillerato, sus padres no la dejaron ir a Madrid porque todavía era menor de edad y entró a estudiar interpretación en la Teatro Escuela Municipal de Albacete (TEMA), por su cercanía con Liétor, su pueblo. Allí, en el desaparecido TEMA, conoció al director polaco Ryszard Cieślak, que cambiaría su vida para siempre. Había sido invitado a la escuela para dirigir una obra. Cieślak fue el actor fetiche de Jerzy Grotowski, uno de los grandes maestros de la interpretación del siglo XX junto con Stanislavski. La técnica de Cieślak y Grotowski consistía en la construcción de los personajes a partir de la fisicidad.
Maite fue una de las diez seleccionadas por Ciéslak para un montaje que se representaría en el Festival de Teatro Clásico de Almagro. Era una obra creada a partir de textos de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Lorca, Antonio Machado y canciones populares llamada ‘Desarraigo’. El proyecto consistía en nueve meses de experimentación y creación. “Ese fue mi desvirgue profesional”, dice. Con ella recorrieron toda Castilla La Mancha. Se convirtió en su primera gira, llevando el teatro a los pueblos como hacía Lorca con su compañía ‘La Barraca’. “Cargábamos y descargábamos, montábamos, actuábamos, desmontábamos y, después de cenar, vuelta a casa”, recuerda.
Al terminar la gira y completar su formación, se trasladó a Madrid. Eran los años ochenta. La ciudad estaba en plena Movida, en plena eclosión no solo a nivel musical si no también de literatura, cine, teatro y todo tipo de manifestación artística. Veía muchísimo teatro. Era una época en la que iban a Madrid numerosas compañías rusas y polacas invitadas al Festival de Otoño. “Sentía que tenía mucho por hacer y por vivir y no tenía miedo a nada”, cuenta.
Estrella Alonso también hizo las maletas cuando tenía dieciocho años, en septiembre de 2016, cuando se presentó a una prueba para entrar a estudiar en Londres en la prestigiosa escuela ‘Fourth Monkey’, especializada en teatro físico. Creció en una familia del cine. Su abuelo fue José María González-Sinde, productor y director de cine y primer presidente de la Academia del Cine española, su madre es la directora, guionista y novelista Ángeles González-Sinde, y su padre, el actor Ramiro Alonso.
Desde los catorce a los dieciséis años formó parte de una compañía de teatro aficionado dirigida por Jaime Buhigas en Pozuelo de Alarcón que se llamaba ‘Cuarto y mitad’. Ensayaban todos los sábados por la mañana y aquellas mañanas de sábado esconden algunos de los mejores momentos de su adolescencia. “Era muy divertido”, dice. Ensayaban con juegos de niños como el escondite inglés y juegos de improvisación. Todos tenían la misma edad y eran amigos. Quedaron tocados por aquella forma de entender el teatro. Estrella mantiene el contacto con todos ellos.
“Cuando estaba en el escenario me sentía como si estuviera brillando por dentro, como sentir una electricidad que me recorría entera. Me sentía viva. Me daba un equilibrio entre estar hiperatenta e hiperconsciente de todo lo que pasaba y a la vez relajada y jugando. Salíamos de las funciones dando botes”, explica. A los dieciséis entró en la escuela de teatro ‘Primera Toma’, que dirigían Inés Enciso y Alicia Álvarez. Fue uno de los adolescentes de la escuela que participaron en la obra ‘Adolescer 2055’, escrita y dirigida por el dramaturgo Roberto Santiago, representada en el teatro Maravillas de Madrid. Intervino de niña en cortos de Helena Castañeda y otros. Hasta que, a punto de cumplir los dieciocho, le dijo a su madre que quería hacer del cine y del teatro su profesión. “No tienes que hacerlo porque nosotros lo hagamos”, le dijo su madre. “Es lo que quiero, mamá”, replicó ella.
Para la prueba de ‘Fourth Monkey’ le pedían que interpretara dos monólogos en inglés. Ella se preparó los de Laurencia de Fuenteovejuna y el del personaje de Chusa, interpretado por Verónica Forqué en ‘Bajarse al moro’, la obra de teatro de José Luís Alonso de Santos llevada a la gran pantalla en 1989, usando diferentes traducciones. “Pensé que estarían todos un poco hartos de oír a Ofelia y Lady Macbeth y sería más divertido: ya que viene la española, que haga algo de su tierra”. Pasó todas las pruebas y la aceptaron en la escuela.
Durante tres meses, Teresa compaginó la reforma de un local con su trabajo en el teatro. Se levantaba a las seis de la mañana, recibía a sus obreros en la obra a las ocho, estaba hasta la una, dejaba al ayudante y se iba a ensayar. El 15 de octubre de 1970 fue el estreno de ‘La estrella de Sevilla’. Se hacían dos funciones: una a las siete de la tarde y otra a las once de la noche. Y a las seis de la mañana le volvía a sonar el despertador. Se quedó en cuarenta y dos kilos.
“Conocí a mujeres como Bernarda Alba, totalmente reprimidas —cuenta—. Los años sesenta no fueron fáciles para las mujeres y menos aún para las que estudiaban una carrera técnica y la ejercían”. Para ganarse el respeto de sus obreros en la obra, aceptaba fumar con ellos los cigarrillos Celtas que le ofrecían y que, dice, “eran horrorosos”. Que una mujer joven fuera su jefa y su contratadora no lo aceptaban de buena gana. Llegaba al local de la reforma con sus pocos kilos y su aspecto de niña, llamaba al jefe de obra, tensaba la plomada en una pared y le decía: “¿ve esta barriga que han hecho con los ladrillos? Por favor, la tiran y la vuelven a hacer”. “Las mismas mujeres nos insultaban diciendo que esa profesión no era para nosotras —recuerda—, pero lo pude hacer gracias a mi padre, que firmó en el banco la autorización para abrir una cuenta de mi empresa. Porque las mujeres no éramos libres entonces. Dependíamos del padre, si este faltaba, del hermano, o del marido”. Bernarda Alba dice: “con perlas o sin perlas, las cosas son como una se las propone”. Teresa se lo propuso y lo consiguió.
Teresa se define como una mujer completamente libre. No se ha casado porque no cree en el contrato del matrimonio, no ha tenido hijos porque no ha sentido la maternidad. “Nunca me he vestido para venderme, me visto para mí. Estoy en contra de todo lo que es la imagen de la femineidad exterior. Me asombra que hoy en día, en pleno siglo XXI, se siga diciendo a las mujeres que no han tenido hijos que se les pasará el arroz. ¿Cómo puede ser que se siga castrando la libertad individual?”
Al poco de llegar a Madrid en 1984, en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, ubicada entonces en Ópera, Maite Jiménez vio un anuncio que pedía actores y directores. El anuncio lo firmaba el director y maestro de teatro argentino Ángel Ruggiero, que aspiraba a crear un centro de investigación teatral, una compañía de teatro estable y su propia sala de teatro donde mostrar sus obras. Era una convocatoria abierta y se presentaron más de quinientos actores. Maite se presentó y la eligieron. Así nació ‘Cuarta Pared’. La abrieron en el número diecisiete de la calle Olivar, en una antigua bodega. Tiraron tabiques y construyeron dos salas, una para catorce espectadores en la planta baja, y la de arriba para veinte. Fue la primera sala independiente de teatro alternativo de Madrid.
En Bilbao estaba la compañía ‘Gueroa’, en Andalucía ‘La Zaranda’ y ‘La Cuadra’, en Barcelona, ‘Els Comediants’ y ‘Els Joglars’ y en Madrid ‘Cambaleo’. Maite pertenece a la generación de las grandes compañías estables que se pasaban años con cada función. En ‘Cuarta Pared’ eran diez actores y cuatro directores. Uno de aquellos directores, Javier Yagüe, sigue al frente de la actual ‘Cuarta Pared’ en la calle Ercilla de Madrid.
Al contrario de Cieślak, Ruggiero trabajaba el método Stanislavski, basado en las emociones y la acción física. Además, seguían formándose con clases de voz, música, dramaturgia, esgrima, karate, psicología social. Todos hacían de todo: producción, promoción, prensa, escribían, aparte de actuar. Vivían por y para el teatro. Tenían varias obras en repertorio. Además de actuar en su sala, participaron en varios festivales, como el Festival Internacional de Caracas en Venezuela. “Eran largos procesos de trabajo y procesos de ensayo de hasta ocho meses. Era una locura”, recuerda. Hacían obras de crítica social como ‘Violetas de marzo’, basada en ‘Terror y miserias del Tercer Reich’, de Bertolt Brecht, que era una crítica al nazismo, para la que llegaron a tener una lista de espera de cinco meses. “Yo quería hacer teatro para cambiar el mundo, para mí interpretar es transformar, con que solo le llegue el mensaje que quiero transmitir a uno de los espectadores ya me vale”, dice.
Tras cuatro años, se produjo una primera escisión. Maite sintió la necesidad de seguir formándose y entró en el recién creado estudio de Juan Carlos Corazza. “El actor nunca deja de entrenar física, psicológica y mentalmente porque no nos podemos oxidar”, dice. Maite tiene una constante inquietud de reciclarse y seguir entrenando. Esta inquietud la llevó a hacer un taller sobre la respiración de los personajes de Lorca que impartía Jorge de Juan en el Cervantes Theatre de Londres. Y a partir de ahí le ofrecieron el papel de Poncia en ‘La casa de Bernarda Alba’. “Para mí, el triunfo es mantenerme en activo después de cuarenta años con la energía renovada cada vez, como si fuera la primera vez en cada obra —confiesa—. Me veo reflejada en Estrella en esa época de mi vida. Esa frescura, esa mirada limpia, esa ilusión”.
Estrella no ha conocido a ninguna Bernarda Alba en su vida. Sí que ha conocido a chicas con algunos de sus rasgos y reconoce que a veces hay hombres que le hablan de una forma paternalista, por ser mujer y por ser joven. Considera que el movimiento ‘Me Too’ ha sido fundamental para dar voz a las mujeres. “Creo que hay mucha presión (para las mujeres) para estar guapas en el cine y en la tele, no tanto en el teatro, pero también creo que mi generación es más consciente de las opresiones que existen y las podemos señalar antes y toleramos menos. Mi hermana, que tiene diecisiete años, es una leona, es la primera en defender injusticias y señalar discriminaciones”, dice.
Estrella creció escuchando historias en casa. Las historias que le contaba y le sigue contando su abuela sobre su abuelo, que falleció prematuramente antes de que ella naciera. Conoció a su abuelo a través de la voz de su abuela y a través de sus películas. “Hace poco me senté con ella a ver la película ‘Viva la clase media’, que escribió y dirigió mi abuelo sobre su vida, y ella me iba diciendo esto fue cierto, esto no, esto fue tal año”, cuenta.
Creció también con las historias que les leía su madre, a ella, a su hermana pequeña y a sus dos hermanastros, que también vivían con ellos, antes de irse a la cama, de sus novelas infantiles protagonizadas por el personaje de Rosanda. Su madre se las leía a medida que las iba escribiendo, como si fuera una telenovela a la que solo ellos tenían acceso y el personaje de Rosanda se fue expandiendo como un aroma por sus sueños. “Eran historias inéditas, cada noche nos leía una, y eran exclusivas para nosotros”, dice. Para ella, su madre es un referente: “Mi madre siempre dice que hay que hacer de todo”.
Estrella es extremadamente madura y reflexiva para la edad que tiene. Tiene la capacidad de meterse dentro de un personaje, de dejarse arrastrar por él, y a la vez alejarse y analizarlo con la frialdad de la distancia. Explica que esta capacidad de reflexión se la dio la lectura. “La pareja de mi madre era editor y uno de los regalos más grandes que me ha dado ha sido esta pasión por la lectura”, cuenta. Estrella también escribe: “Lo bueno de escribir es que puedes hacerlo tú sola cuando quieras y como quieras y te sientes conectada con tu creatividad, aunque no tengas a nadie a tu alrededor. En cambio, para ser actriz, necesitas a otra gente y espacio para practicar”.
En el año 1970 las compañías teatrales mantenían la figura de los meritorios, que eran aspirantes a actor o a actriz a los que les daban el papel más pequeño de la obra. Quienes tenían estudios superiores, hacían tres meses de meritoriaje para poder conseguir el carnet de profesional, y un año quienes no tenían. Teresa, a los tres meses, recibió el carnet de actriz del Sindicato Vertical del Espectáculo, que comprendía teatro, circo y variedades. Al tener el carnet en sus manos, decidió seguir la ilusión de ser realmente una actriz y dejó su trabajo como arquitecto.
En esa época los contratos con los actores eran largos. El de Teresa con la compañía del Teatro Nacional fue de una temporada completa. Hizo tres obras, con papeles cada vez más importantes: la pastora en 'La estrella de Sevilla', un sacerdote en el coro de ‘Medea’ y el fiscal que enjuiciaba a Mussolini en ‘Proceso a un régimen’. “Fíjate, nada que ver con cómo empiezan los jóvenes ahora. Lo mío fue una aventura”, dice. En 1973 fue contratada por una compañía que hacía teatro para los emigrantes españoles en Europa. Fueron tres meses de gira con una versión de ‘La Celestina’, interpretando dos personajes. Entre otros lugares, actuaron en Lyon, Ginebra, Luxemburgo, Eindhoven, Amberes, Ámsterdam, Orleans, París y Londres. En el 77 no quiso aceptar personajes en el destape que se estaba haciendo en España y se fue a Londres a estudiar inglés y canto.
“He sido afortunada porque he trabajado con quien he querido de los que me ofrecían trabajo”, dice. En los cincuenta y un años y medio que lleva como actriz ha hecho todo lo que se puede hacer en la profesión: teatro clásico, moderno, de vanguardia, musicales, y hasta zarzuela. También todos los géneros: comedia, drama, humor. Ha trabajado en cine, televisión, ha producido películas y teatro y ha tenido su propio espectáculo de cantante acompañada por un pianista actuando en España y en Europa llamado ‘Canciones sin tiempo’. Tuvo la suerte de aprender al lado de Irene Gutiérrez Caba, Nati Mistral, Ana Mariscal, Jesús Puente, Guillermo Marín, Rafael Navarro o Fernando Fernán Gómez. “Desde hace veinte años soy voluntaria para estudiantes de audiovisual y teatro porque me encanta que haya gente joven que quiera contar sus propias historias —dice—. Con ellos hago sus trabajos de último curso y los de máster. Seré feliz si en un tiempo próximo me llaman para hacer un personaje suyo ya profesional”.
Durante la década de los noventa, Maite Jiménez hizo mucho teatro del Siglo de Oro con la compañía Zampanó. Ha hecho también cine y televisión. Compartió cartel con María Fernanda D’Ocón, Amparo Pamplona, Concha Hidalgo, Julia Trujillo y Paco Hernández en ‘Misericordia’, de Pérez Galdós, dirigida por Manuel Canseco. Eran actores de la generación de Teresa. “Actores de raza, de una entrega absoluta, muy generosos, tenían una seguridad y un saber estar en el escenario que me impresionaba”, explica. En 2002 actuó en ‘Cara de plata’, de Valle Inclán, donde coincidió con Francesc Galcerán. Con él y con el director Mariano de Paco, formaría una compañía de teatro y harían varias obras de autores contemporáneos, entre ellas ‘Danny y Roberta’ de John Patrick Shanley, por la que recibieron un montón de premios, como el de mejor actriz en el Festival Arcipreste de Hita.
Después de cerca de cuarenta años viviendo en Madrid y viajando por el mundo, siempre con el teatro, Maite sigue yendo a Liétor, su pueblo. “Es mi rincón en el mundo”, confiesa. En Liétor se reencuentra con esa niña que fue y que, con siete años, al terminar el cole, se iba sola a la montaña a leer. Fue una lectora precoz y voraz. Su primer libro fue ‘La cabaña del Tío Tom’, que le regaló su hermana Carmen. Fue ella quien le contagió su pasión por la lectura. Con doce años ya leía a Calderón de la Barca, Lope de Vega, Buero Vallejo, Lorca, autores que más tarde representaría en los escenarios.
A los ocho años, junto con otras siete amigas, jugaban a hacer teatro. Escribían sus propias historias y las representaban en los patios de las casas del pueblo. Se pintaban mostachos para interpretar los papeles masculinos, cobraban una peseta al público y con lo que ganaban se iban a merendar. Más adelante, en el instituto, en Hellín, con otros compañeros, creó un grupo de poesía que se llamaba ‘La Veleta’ con el que iban por las bibliotecas de los pueblos dando recitales con sus propios poemas. Maite escribió y ganó concursos literarios de adolescente, hasta que empezó a actuar. “Tenía la necesidad de expresar lo que llevaba dentro, de exteriorizarlo a través de la escritura, y cuando empecé con el teatro, curiosamente dejé de escribir, eso que llevaba dentro y necesitaba sacar, empecé a sacarlo a través de los personajes”, dice.
‘Fourth Monkey’ fue también una escuela de superación para Estrella. “Durante la adolescencia, era muy insegura, sobre todo cuando tenía que bailar o moverme, y de repente allí tenía que bailar y moverme de nueve a cinco. He aprendido que los compañeros y compañeras quieren que hagas lo mejor posible, que seas tu mejor versión porque así la función saldrá fantástica: todos quieren ser parte del mejor espectáculo posible”, explica. Como Maite, ha trabajado el ‘Método Grotowski’, para desnudarse de cualquier accesorio y construir el personaje desde dentro, sin nada más que la esencia de cada uno. “Se trabajaba mucho la resistencia física y había muchos circuitos —cuenta—. Sentí mucha libertad (con ese método) porque era como reinventar la narrativa. Podías contar una historia sin un comienzo claro y un final y creabas una historia a partir de un paisaje sonoro, por ejemplo”.
Esta forma de trabajar la trasladó a la escritura. Después de terminar la carrera de interpretación, se inscribió en la ‘Royal Central School of Speech and Drama’ para iniciar la carrera de escritura teatral, también en inglés. Ahora mismo está en el último año de carrera y está terminando de escribir dos piezas de diferente formato. El primero es un monólogo corto sobre ‘El Lute’, el quinqui famoso por el atraco de una joyería en los años sesenta y sus posteriores fugas. El segundo forma parte de su trabajo de fin de grado, una obra sobre la vida de tres mujeres de la Transición española. “Me interesa ese momento histórico, la Transición, porque me parece increíble que esas cosas pasaran hace tan poco tiempo y las vivieran mis padres y mis abuelos”, explica.
No se imagina dónde estará dentro de treinta o cuarenta años, cuando tenga la edad de Maite o de Teresa. Solo piensa en seguir el consejo que le dio su madre de no parar de trabajar y de hacer de todo. Y mientras interpreta a Adela y ultima sus guiones sobre El Lute y la Transición, ha terminado el rodaje de su primera película de cine, que se llama ‘El comensal”, la historia de una mujer cuyo abuelo fue asesinado por ETA, dirigida por Ángeles González-Sinde, su madre. Y todavía pisa el escenario del Cervantes Theatre con ese afán de jugar con el que lo hacía en Pozuelo de Alarcón a las órdenes de Buhigas.