Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) es una de las voces más autocríticas con la izquierda actual. Su último trabajo, España, repasa esa relación de desencuentros que desde posiciones más progresistas se ha tenido con conceptos como el patriotismo, la nación y la identidad española. El trabajo comienza con una suerte de arrepentimiento por no haber podido disfrutar de Galdós y Cervantes en su juventud por considerarlos demasiado españoles y repasa su participación en Podemos y su candidatura al Senado en las elecciones de 2015 “porque no tenía opciones de salir”. Sobre lo que significa ser español y cómo la derecha más extrema sigue intentando monopolizar la idea de país sin dar cabida a otras interpretaciones reflexiona este filósofo a lo largo de las 316 páginas que compone España.
PREGUNTA: España es una nación que no termina de construirse. Para ser una de las naciones más antiguas de Europa, ¿No es demasiado tiempo?
RESPUESTA: Quizá habría que negar la mayor. Me inclino más bien a pensar, con el profesor Villacañas, que España es una nación tardía, al igual que Alemania o Italia, países con un glorioso pasado pre-nacional, o como Cataluña, el País Vasco y Galicia, que también remontan su legitimidad nacional a raíces y tradiciones específicas. La particularidad de España es que, a diferencia de Alemania e Italia, cuya unidad decimonónica es el resultado de una voluntad común, la unidad de España es anterior a su constitución como nación y es cuestionada desde el principio por una voluntad centrífuga y pugnaz. España es el caso un poco raro de una Unidad sin nación. Y me temo que esa nación no existirá mientras no se cuestione de manera democrática ese modelo de Unidad. Falta mucho tiempo para eso.
P: Dices que perteneces a una generación que abandonó a Cervantes y a Galdós. ¿Ha sido un error renunciar a una serie de iconos patrios desde Cervantes hasta la bandera?
R: Para mí, personalmente, el distanciamiento de Cervantes y Galdós ha sido una pequeña tragedia. La vida es corta y hay que seleccionar bien los placeres y los libros. Si uno es lo que lee, tengo la sensación de que podría haber sido mejor escritor y mejor persona o, al menos, una persona más sensata o sensata mucho antes. En mi libro trato de explicar por qué, en todo caso, esa “mala elección” se inscribió en una época y en una generación en la que la elección más racional, la más valiente, la más rebelde, parecía ser la de romper con la propia cultura. Ahora bien, no es lo mismo Galdós que la bandera. Lo que nos imponía la “época” era una especie de ceguera antipatriótica que no nos dejaba ver en Galdós otra cosa que “la patria”, cuando si yo hubiese nacido en Italia, en condiciones sociales parecidas, habría leído a Galdós como a un autor español “universal”. En la bandera, en cambio, no se puede ver nada universal; y menos en la rojigualda, cuyo transversalidad, como la piel de zapa, no ha dejado de encoger en el último siglo. De hecho Galdós, republicano, fue enterrado con la bandera española. Hoy, mucho me temo, no ocurriría lo mismo. Yo, por mi parte, me dejaría enterrar con un tomo de los “Episodios nacionales”, pero no con una bandera -ni la constitucional, porque no es la mía, ni la republicana, porque no es la de todos.
P: A la izquierda le da miedo decir España, incluso Íñigo Errejón bautiza su partido como Más País. Se pone la excusa de los nacionalismos periféricos que no se sienten cómodos con la palabra España, pero ¿crees eso es más excusa que realidad? ¿Pensaste en llamar el libro Estado Español?
R: No, nunca pensé en llamar mi libro “Estado español”. En primer lugar porque mi libro tiene una vertiente marcadamente literaria y no hay nada literario en el Estado. Pero también porque quería escribir sobre eso que todos llamamos “España”, unos para denostarla, otros para enorgullecerse de ella, unos como maldición fatal, otros como privilegio identitario. Si España fuese una nación normalizada, acabada, un título como el mío sugeriría en el lector la idea de un libro de viajes o un breviario turístico. En cambio suena en nuestros oídos como una provocación, una ironía, una polémica, un alineamiento. Imagino que esas son las razones que llevaron a Errejón a descartar ese nombre: “España”, por desgracia, sigue teniendo resonancias partidistas y sectarias. No puedes interpelar a todos los españoles con el nombre “España”. Como marketing habría sido una pésima idea.
P: Tanto el liberalismo como el carlismo/conservadurismo español son monárquicos, ¿no es posible que haya una derecha republicana en España?
R: Yo diría que, en estos momentos, la derecha es más potencialmente republicana que el PSOE. Me atrevo a decir, aún más, que en algún momento José María Aznar soñó con convertirse en el primer presidente de la III República. El franquismo, no lo olvidemos, no fue -o no fue al principio- un movimiento restaurador; y caben muchas maneras no-monárquicas de ser no-democrático. De todas las instituciones del franquismo la más tardía y frágil (eso lo sabía bien Juan Carlos I) fue la de la Monarquía. Hay otras, de más larga data, todavía vivas en nuestro aparato Estatal. Cabe imaginar, pues, un neofranquismo sin rey y hasta me extraña que la derecha, en el contexto actual de desprestigio de la Corona no juegue esta baza populista en su favor.
P: Consideras el catolicismo y la monarquía dos elementos fundacionales e intrínsecos de España. Según eso, un musulmán de Ceuta, un evangelista latino de segunda generación o un republicano, ¿no pueden sentir filiación de España?
R: Si por “filiación nacional” entendemos la expulsión de los judíos y de los moriscos, las hazañas de Santiago Apóstol en la conquista de América, los procesos de la Inquisición contra luteranos y alumbrados y la represión fernandina de los constitucionalistas de Cádiz o la franquista de media España, es evidente que no todos los ciudadanos españoles se sentirán cómodos en esos cimientos. Es verdad que en los últimos años España ha pivotado felizmente en torno a un “nacionalismo banal”, por decirlo con Michael Billig. Ha sido incluso una “marca”. Pero no es menos cierto que la derecha no-democrática tiene una memoria mucho más larga y más poblada que la izquierda, la cual encuentra en nuestra historia pocas grietas o surcos (como diría Juliana) y a veces, además, se equivoca al reivindicarlas. Por eso es muy peligroso e inquietante que esa derecha se ponga a recordar, como está haciendo Vox, y además con un éxito que nadie le hubiese augurado hace diez años.
P: Me llama la atención que señales el despegue de Vox como partido en el fracaso de Podemos
R: Es una crítica a Podemos, pero no solo. Es muy evidente que la irrupción del primer Podemos cambió las reglas del juego en un momento de descomposición del régimen del 78, descomposición que generó, como se dijo, una “ventana de oportunidad”. Esa ventana se cierra por muchos motivos: por las dinámicas internas “izquierdistas” de Podemos, que generan desafección y desencanto, por las sucísimas maniobras desde los aparatos del Estado, por la dificultad para gestionar la cuestión territorial, electrizada por el procesismo en Cataluña. El resultado es que, cuando se cierra esa ventana, tenemos a 52 diputados de Vox en el Parlamento, por no hablar de Andalucía, Madrid o ahora Cataluña. Entre tanto, Unidas Podemos se ha convertido en una reedición ampliada de IU, con todo lo bueno y todo lo malo que tiene eso en un momento de crisis como el que estamos viviendo. Hablo en el libro de una oportunidad perdida para hacer una “reforma desde abajo”. Históricamente esas oportunidades perdidas, en España y en todas partes, dejan el paso franco a destropopulismos y fascismos.
P: Dices que Vox radicaliza su lenguaje para provocar una respuesta similar de sus adversarios y así facilitar la restauración de lo que ellos consideran un orden natural español, ¿la izquierda española está picando en ese anzuelo?
R: Vox quiere un espejo: quiere presentar la moderadísima coalición de izquierdas gobernante como “ilegítima”, “social-comunista”, “guerracivilista”. El PP, un día sí y otro no, le acompaña en ese juego, aún a riesgo de suicidarse. Y desde UP, mientras el PSOE deja hacer, se responde a menudo con “alertas antifascistas” que sólo convencen a sus seguidores izquierdistas. De ese modo se genera un clima en el que no se trata de pensar, convencer y ampliar las mayorías sino de tomar partido. La ideologización sin ventanas debilita la frágil democracia que tenemos. Ahí sólo puede vencer la derecha. O el PSOE más centrista y neoliberal. Una fuerza transformadora nunca.
P: Dices que hay acabar con los tópicos y te refieres al macho ibérico, al pecho abombado de Abascal y sugieres que quien mejor puede plantar cara a eso es el feminismo
R: No sé si digo eso. Digo que el retroceso feliz de los “pechos abombados” es consecuencia del feminismo de las últimas décadas o una demostración halagüeña del avance feminista en un país, no lo olvidemos, que exportó a la lengua universal las palabras “macho” y “machismo”. Pero digo también que, en un momento de crisis general, económica, ética y social, el machismo está volviendo a modo de refugio para mucha gente desorientada que ya no sabe quién tiene el poder ni qué significan las cosas y que encuentra un hogar en las respuestas ya manufacturadas, con pasado, fáciles y concretas. Por eso el feminismo tiene que evitar las derivas “izquierdistas”; es decir, tiene que evitar ser identificado con una propuesta elitista, identitaria, victimista y cainita. No se puede bajar la guardia ni dar facilidades a ese machismo redivivo que forma parte de nuestra historia y del paquete ideológico de una parte de la derecha (y de su oportunismo político).
P: Cuentas tu experiencia fundando el círculo de Podemos en el pueblo de Ávila que terminó con canciones izquierdistas de la guerra civil y eso provocó el miedo de una vecina con ideología afín. ¿La izquierda no es capaz de superar la estética de la derrota?
R: Es que la izquierda en nuestro país tiene pocas victorias que celebrar y las que podría celebrar están hasta tal punto mezcladas con sangre o mancilladas por la propaganda de los vencedores que, en términos sociales y por muy injusto que me parezca, su recuerdo funge más como estorbo que como estribo. Eso es lo que revela la anécdota que relato en mi libro. Para mí, el primer Podemos surgió de la conciencia de que esa autocomplacencia de los derrotados en su superioridad, en la medida en que nos situaba en una habitación cerrada y sin mundo, dejaba fuera a miles de derrotados que habían vivido otra vida y no compartían nuestros recuerdos. Me refiero a todos esos derrotados por la crisis, por la pobreza, por el paro, por el trabajo precario, por el desprecio de las instituciones, a los que la izquierda no tenía nada que ofrecer, ni siquiera una canción. Complacerse en la derrota era complacerse en la incomprensión de la mayoría social que había que rescatar y de la que dependía toda transformación. Es triste que ese tipo de complacencia pueda definirse “de izquierdas”.
P: Hay una constante de guerracivilismo en la historia de España. Señalas primero las contiendas entre germánicos y bereberes y luego entre germánicos como constante que se repite a lo largo de los siglos. ¿España no sabe vivir si no es en guerra contra sí misma? ¿O es un problema de sus élites que no saben convivir sin enfrentarse?
R: Recuerdo que Simone Weil, de vuelta de la guerra de España, le escribe a Bernanos que en una guerra solo hay dos clases sociales, la de los que tienen armas y la de los que no tienen armas. Ha habido siempre una España desarmada a merced de otra que estaba armada, una España que José Antonio y Ortega (y con ellos todas las élites, bienintencionadas o no) despreciaban como pasiva y peligrosa. Para José Antonio eran los “bereberes”. Para Unamuno, el único que se la tomó en serio, era la intra-historia, que obligada a intervenir en la historia lo hace a través del carlismo o del anarquismo, dos formas mucho más “españolas” que el comunismo. La primera Restauración fue fruto de un consenso de élites, roto por las presiones de unas clases populares “traicionadas” -diría Preston- cuyas demandas no fueron atendidas. El consenso de la segunda Restauración se está rompiendo por las dinámicas de corrupción, neoliberalismo y desdemocratización del régimen del 78. Si no se rompe del todo es porque se sostiene desde Europa.
P: Señalas la carencia de simbología nacional. La bandera está cuestionada por una parte de la sociedad, el himno no tiene letra, el escudo sigue sin grandes cambios pero no genera adhesión… Llegas incluso a señalar el gol de Iniesta como único momento de comunión en toda España ¿Puede sobrevivir un país sin simbología compartida?
R: Sobrevivir sí. Lo ha hecho durante siglos. Una nación que no existe puede durar eternamente. Pero no se trata de sobrevivir sino de establecer un marco de convivencia que ponga de una vez entre paréntesis la historia de nuestro país. España ha mejorado mucho en los últimos cuarenta años, pero hoy nos damos cuenta de que el régimen del 78 fue un parche, no una solución. Si no una solución definitiva, habrá que improvisar lo antes posible otro parche. Y un parche un poquito mejor.
P: Concluyes con la necesidad de construir otras dos nuevas Españas que se opongan entre ellas pero que no quieran eliminarse, ¿Ves factible que eso ocurra? ¿Qué tendría que cambiar en el panorama político-institucional-intelectual?
R: Para empezar diría que hay, sí, dos Españas, pero no una que bosteza y otra que a vivir empieza, como en tiempos de Machado. Tenemos una que recuerda, y que recuerda lo peor de nuestra historia, con orgullo o con ira, y otra que olvida sin haber recordado y que por eso está muy expuesta a inclinarse en cualquier dirección. Esta España sigue siendo probablemente la mayoritaria. Pero seguimos teniendo dos problemas de cuya solución depende la gestación de dos o tres o mil Españas capaces de disputarse y dividir el poder sin matarse. Una es la cuestión territorial, que exige una revisión claramente federalista de nuestra plurinacionalidad conflictiva. La otra es la cuestión de la memoria. Como digo en el libro, el olvido forma parte de la memoria; no se puede olvidar si antes no se ha recordado. Esa España mayoritaria que ha olvidado no lo ha hecho después de afrontar su pasado sino como consecuencia de una amnesia, si se quiere, consumista, más asociada a las ventajas materiales de las últimas décadas que a una rememorización institucional y colectiva. Ahora bien, da la impresión de que, mientras que el pueblo español ha olvidado sin haber recordado, la derecha, ochenta años después, sigue recordando las mismas cosas: no ha podido ni querido olvidar su victoria de 1939. Vox y una parte del PP, esa que no soporta la idea de no tener el poder, están tratando de manipular la amnesia de los españoles para poblarla de mala historia. Me temo que mientras la derecha no olvide esa victoria, no habrá manera de construir nuevos recuerdos. Y si este es el presupuesto, no es fácil ser optimista.