Que vivimos una etapa convulsa en la política es ya algo asumido. No solo en España, sino en todas las democracias occidentales. Lo que comenzó como una respuesta de malestar ciudadano ante la crisis financiera ha terminado por consolidarse como una etapa de desorden político cuya principal característica es la crisis entre los agentes mediadores: partidos políticos y medios de comunicación.
Esa es la tesis que defiende el profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III Ignacio Sánchez-Cuenca (Valencia, 1966) en su último libro, El desorden político (Catarata, 160 pags). Partidos políticos y medios de comunicación han dejado de ejercer su labor de mediación para el ciudadano, que asiste al nacimiento de una nueva sociedad.
Pregunta: La democracia, tal y como la conocemos, se basa en la mediación, tanto de partidos como de medios. Si ambos elementos están en crisis, ¿está también la democracia en crisis pese a que no tenga un competidor fuerte como pasaba con el fascismo o el comunismo?
Respuesta: Es una crisis distinta, porque como dices ahora no hay rivales claro para la democracia como sí pasaba en el periodo de entreguerras. La crisis de ahora afecta a uno de los elementos nucleares de la democracia, como es el sistema representativo.
P: Llama la atención que estando la representación cuestionada en su legitimidad, muestres tanto escepticismo ante el sorteo como herramienta de regeneración democrática.
R: Yo no rechazo la idea de sorteo. El problema es que las formas reales de representación en la práctica política están muy pervertidas. En ese sentido yo soy muy conservador y me gustaría regresar al modelo de democracia representativa, lo que pasa es que no sé cómo se va a lograr. Cuando el representante ha sido elegido por sorteo, no lo ha sido en función de sus ideas o posiciones, sino que ha sido meramente azaroso. Y para mí, la esencia de la democracia es que quien toma las decisiones lo haga en función de una ideología y valores. Si adoptásemos el sorteo, no se garantizaría el autogobierno, que para mí es fundamental como principio democrático.
P: Comentas que la presencia de la tecnocracia ha minado mucho la confianza en los partidos políticos y que sin embargo se le ha prestado menos atención que al auge de los populismos, ¿Esto es un ejemplo de mal funcionamiento tanto de partidos políticos como de medios de comunicación en su labor de mediación?
R: Una manera de entender la tensión que ahora mismo atraviesa la política contemporánea es pensar que hay dos degeneraciones posibles de la representación clásica. Una degeneración es la tecnocracia donde las decisiones no se toman por los representes públicos sino por expertos. La otra degeneración es lo que denomino las fuerzas anti establishment, que piensan que pueden sustituir las mediaciones clásicas, que son los partidos y los medios, y pretenden establecer un vínculo directo inmediato con la ciudadanía.
P: El hecho de que la economía esté exenta de las decisiones políticas y haya un gran consenso en torno al libre mercado, ¿no es un motivo de pérdida de credibilidad en torno a la política?
R: Creo que más que buscar modelos alternativos al libre mercado, que son palabras mayores, estamos hablando de otra cosa. La cuestión es si la tecnocracia tapona la representación política. Los políticos pueden tomar menos decisiones que en el pasado porque están restringidos por instituciones supranacionales, porque la globalización limita los efectos de sus políticas o porque las constituciones pongan una serie de restricciones. Pero los partidos políticos siguen prometiendo cosas a la ciudadanía que luego no pueden realizar, porque están maniatadas. La tecnocracia ha ido minando las bases de una representación política y la democracia ha ido vaciándose. Es lo que yo llamé en 2014 el síndrome de impotencia democrática. Hacia el exterior, las democracias mantienen la ficción de que los gobiernos pueden hacer lo que prometen a la ciudadanía, pero luego cuando llegan los gobiernos a la hora de la verdad encuentran que tienen un montón de limitaciones. Ahí se produce una frustración por parte de la ciudadanía que luego pues se traduce en formas de desafección o de voto a partidos antiestablishment.
P: Era lo que en el 15M se coreaba con “Lo llaman democracia y no lo es”.
R: Es que ha sido un mecanismo que ha sido corrosivo para el funcionamiento de la democracia. Esa diferencia entre lo que prometen los partidos y los que hacen luego ha sido fundamental para alimentar los movimientos y partidos anti establishment.
P: Sin embargo, son partidos anti establishment de manera formal y ninguno, ni a izquierda ni a derecha, prometen cambios en la arquitectura institucional democrática.
R: Esa es la razón por la que estas fuerzas son muy inestables y tienen un ciclo de vida muy corto porque nacen con una contradicción clarísima entre lo que dicen que van a hacer y lo que pueden hacer. Aseguran que van a llevar la voz del pueblo a las instituciones pero luego hay una divergencia entre lo que quisieran hacer y lo que pueden hacer. Esto se refleja muy bien en que todos los partidos surgidos en los últimos 15 años ninguno lleva la palabra partido en su nombre o en sus siglas. Prefieren palabras de acción o identidad como Vox, Podemos, Francia Insumisa, Movimiento Cinco Estrellas… Estos partidos se hacen cargo del problema de la desafección hacia la clase política y lo capitalizan pero luego cuando llegan a las elecciones, no les queda más remedio que organizarse y competir siguiendo las mismas guías que los partidos que han criticado.
P: ¿Podemos decir entonces que el problema es que a las sociedades les falta madurez para asumir que los partidos políticos son imprescindibles?
R: En eso no estoy seguro. Las opiniones públicas de los países desarrollados han estado más o menos a gusto con las partitocracias durante mucho tiempo. Es cierto que los partidos nunca han sido muy populares y siempre han tenido mala prensa, pero ahora esa crisis es muy profunda. En España, la confianza en los partidos está por debajo del 10%. Por eso creo que más bien es que la opinión pública está desengañada con lo que han hecho los partidos, bien sea por la corrupción, bien por el incumplimiento de promesas electorales, bien por no escuchar las demandas de la sociedad… El caso es que hay una sensación generalizada de que los partidos políticos no están cumpliendo con su función.
P: Pero no cumplen con su función, porque en muchos casos no tienen capacidad para cumplir sus promesas.
R: Por eso es una situación desquiciante. El sistema tiene unas limitaciones reales que produce un desgaste que se traduce en el castigo de los ciudadanos a los partidos tradicionales pero no hay una alternativa clara. El castigo de los partidos tradicionales se convierte en apoyo a partidos nuevos, pero estos ni tienen el empuje suficiente para llegar al poder, salvo la excepción de Trump en EEUU o de Bolsonaro en Brasil siempre en sistemas presidencialistas. Y en los casos en los que han conseguido ese empuje para alcanzar el poder han descubierto que no tienen la capacidad para cambiar el sistema, por lo que reproducen ese ciclo de insatisfacción. Es un momento muy delicado que interpreto como un punto de inflexión. El modelo antiguo ha mostrado sus limitaciones pero no sabemos qué es lo que lo va a seguir y estamos a la espera de saber qué es lo que sale de aquí.
P: Aunque en el libro no te mojas con qué nos deparará el futuro, ¿crees que será más cuestión de una evolución o de una revolución?
R: No es que no quiera mojarme, es que no soy capaz de anticipar el futuro. Tengo la percepción de que la situación presente con tanto desorden político no es definitiva y creo que estamos insertos en un cambio. ¿Hacia dónde? No lo sé. Incluso los cambios son tan rápidos que me parece muy aventurado pronosticar qué pasará de aquí a 20 años.
P: ¿Pero sí consideras que dentro de 20 años los sistemas democráticos serán distintos a los actuales?
R: Sí, eso sí creo que ocurrirá. En 20 años la democracia habrá cambiado. Estamos en camino a un modelo distinto. Hay grupos muy amplios de la ciudadanía que se han hartado de los modelos de representación tradicionales, que eran muy jerárquicos. La ciudadanía estaba muy sometida a los partidos y le debía una fidelidad absoluta y eso se ha acabado. Los partidos han reaccionado con los modelos de primarias, que se han generalizado por todos lados pero parece que no han sido suficientes. Pero no ha sido suficiente. La ciudadanía quiere algo más. Quiere políticos que sean cuidadosos con las demandas que nacen en la sociedad civil. Por eso creo que va a ser muy difícil volver al modelo clásico.
P: Respecto a los medios de comunicación, dices que han perdido la facultad de ordenar la esfera de opinión pública y que esta ahora es más compleja, entre otros motivos, por el auge de las redes sociales, ¿por qué las plataformas tecnológicas no son un agente mediador?
R: Son agentes mediadores, pero actúan de forma distinta. Al igual que los partidos, que tenían una relación vertical, los medios de comunicación también tenían la misma relación jerárquica con la sociedad. Han pasado de la pasividad del lector/televidente a la proactividad que permiten las redes sociales a la hora de establecer los filtros, que dejan de ser profesionales para ser gente de confianza como tus amigos, familiares, vecinos a los que sigues en redes sociales. Este cambio de paradigma de la verticalidad a la horizontalidad hace que todo se vuelva también más inestable, pero siguen siendo formas de mediación. Los ciudadanos necesitamos filtros que nos ayuden a procesar toda la información y a comprender el mundo.
P: La pérdida de confianza de los medios, ¿está relacionada con el periodismo partidista?
R: Yo creo que este fenómeno de polarización en parte se debe a los cambios tecnológicos pero también a un cambio cultural porque la política ahora abarca muchos más temas que hace unas décadas. Antes solo tenía que ver con los bienes públicos, las infraestructuras de un país, la seguridad, la defensa, la redistribución y el uso de los impuestos y poco más. Pero ahora también tiene que ver con cuestiones muy íntimas. Ser de izquierdas o derechas también implica tener posiciones sobre la caza, los estilos de vida, las orientaciones sexuales, la dieta, el medio ambiente… La política ha penetrado en ámbitos culturales y a partir de ahí es más fácil establecer diferencias entre personas. Se crean unos espacios que hacen imposible el entendimiento entre distintas posturas porque no hay posibilidad de entendimiento. Hay un indicador empírico para esto. En EEUU se hace una pregunta de forma recurrente sobre si aceptaría que uno de sus hijos o hijas se casase con alguien del partido rival. Lo que vemos desde los años 70 hasta ahora es que en este medio siglo ha aumentado el rechazo a esa posibilidad. Antes era un argumento irrelevante y ahora se considera casi un fracaso personal. Tenemos la serie histórica que nos muestra cómo se ha producido ese movimiento en EEUU, que no es exclusivo suyo, sino que se traslada a todas las sociedades democráticas occidentales.