Que el mundo tal como lo hemos conocido no será el mismo en un futuro próximo es algo que a pocos se les escapa. De hecho ya no es el mismo que hace diez años. Pero la duda es cómo será ese futuro. ¿Será China una hiperpotencia, como lo ha sido Estados Unidos hasta hace bien poco? ¿Será Europa capaz de comprometerse –de una vez por todas- en una unión real o cada país gritará un “sálvese quien pueda”? ¿Y España? ¿Sabrá estar a la altura de las circunstancias o seguirá embrollada en sus cansinas disputas internas?
Desde la atalaya de varias décadas dedicadas al estudio de la realidad internacional, el sociólogo Emilio Lamo de Espinosa trata de dar respuesta a todas estas preguntas, y de plantear soluciones posibles. El que fuera –entre otras muchas cosas- director del Real Instituto Elcano (uno de los ‘think tank’ más influyentes de nuestro país) publica ahora ‘Entre águilas y dragones. El declive de Occidente’ (Espasa), que ha recibido por unanimidad el premio Espasa 2021.
Pregunta: Donde sostiene que estamos en un momento de inflexión histórico, casi más importante que la Revolución Industrial.
Respuesta: Sí, es una revolución más extensa porque afecta a todo el mundo, incluso a África. También es más intensa porque afecta a creencias, valores, costumbres y hábitos. La urbanización es clave en ese proceso. En el 2017 la población urbana superó a la rural. También es más rápida, porque los ritmos de crecimiento de los países emergentes son mayores. China, por ejemplo, ha estado creciendo casi al 10 por ciento durante 30 años.
P: Es un cambio “que nos obliga a pensar el mundo como una totalidad”, dice.
R: Es sobre todo un reequilibrio del mundo que regresa a posiciones de poder previas a la Revolución Industrial. Durante varios siglos Europa ha determinado los destinos del mundo. Eso dejó de ser así después de las dos guerras mundiales. Europa perdió sus colonias y fue colonizada por la Unión Soviética y Estados Unidos. Ahora entramos en un mundo posoccidental. Es un cambio histórico y en alguna medida civilizacional.
P: Usted explica que hay dos variables clave en este proceso.
R: La primera es la divergencia democrática. La población se ha multiplicado por tres en un siglo. Es un crecimiento salvaje, pero casi todo se ha dado fuera del área más desarrollada. Europa es el 7 por ciento de la población mundial y Asia el 60 por ciento. Eso es brutal. La segunda variable es la convergencia tecnológica. Ese desequilibrio poblacional no sería tan relevante si Occidente continuara manteniendo el monopolio de la ciencia y la tecnología. Pero eso ya no es así. Hay avances tecnológicos y científicos en China, Corea o Japón. Esos países empiezan a mejorar su productividad. China ya es la primera economía del mundo en paridad de poder adquisitivo.
P: ¿Es el fin de la hegemonía de Estados Unidos?
R: Al menos ya no es omnipotente. Después de la II Guerra Mundial, Estados Unidos producía casi el 40 por ciento del PIB mundial. Era hegemónico. Esto ha dejado de ser así. La economía es relativa, todos podemos ganar o perder. Pero el poder no lo es porque son relaciones de fuerza: si un país emerge, otro pierde poder. No es que Estados Unidos decline en términos absolutos, pero sí en términos relativos: tiene que compartir el poder con China.
P: Una China que, según afirma, está poniendo fin a una “anomalía histórica”.
R: En 1820, China e India suponían más del 50 por ciento del PIB mundial. Luego, cuando Occidente empezó a crecer por la Revolución Industrial, ese 50 por ciento pasó a ser el 5 por ciento. Y ahora están recobrando ese poder. China fue una potencia histórica durante varios milenios, con una tecnología muy superior a Occidente. China pudo descubrir y conquistar América. Es una pregunta interesante por qué nunca lo hizo. China siempre ha sido una sociedad muy cerrada, frente a la de Occidente, que era expansiva.
P: ¿Será China expansiva ahora?
R: Ya lo es, pero en un sentido distinto a la vieja URSS. Los soviéticos exportaban su modelo de economías centralizadas. China no. No hace propaganda de su modelo, pero sí tiene intereses en todo el mundo. Es inevitable: 1.300 millones de personas creciendo al 6 por ciento necesitan recursos de todo tipo. China trata de asegurar esos suministros. Y para eso necesita rutas comerciales marítimas seguras, lo que lleva a construir una armada y bases militares en zonas como el Índico y África. Es una lógica conocida: la misma que tuvo el imperio español o el estadounidense.
P: ¿Eso afectará a la cultura occidental?
R: Ha habido pocos análisis de la globalización desde la perspectiva de las culturas. Del mismo modo que se mezclan los productos también lo hacen las culturas: la comida fusión, las artes marciales, las religiones, el manga japonés, la música coreana o africana. El mundo es una inmensa coctelera de culturas variadas. Eso significa un toma y daca, un mestizaje, pero yo sostengo que Occidente da más de lo que recibe. Se ve en el marco institucional del Estado (el imperio de la ley, la burocracia, los seguros, las hipotecas), pero también en la cultura (el cine, la literatura o la música).
P: Precisamente, en el libro pone como ejemplo el piano.
R: El piano estaba prohibido en la China de Mao. Se considera burgués. Ahora Lang Lang es una estrella. En este momento hay 40 millones de niños chinos tocando el piano. La siguiente generación de grandes pianistas será china. Y tocan Bach, Scarlatti o Rachmaninov. Están imbuidos de la sensibilidad musical occidental. Nosotros no conocemos Oriente. Ellos sí nos conocen. Estamos en un mundo posoccidental en términos de poder, pero ha sido consecuencia de la occidentalización tecnológica y cultural del mundo.
P: Eso genera una reacción, que estamos viendo en movimientos identitarios, muy en auge ahora en América.
R: Y también en Europa: el Brexit en Reino Unido, el lepenismo en Francia, la Alternativa para Alemania, los Verdaderos Finlandeses, y en alguna medida, aunque más matizado, Vox en España. También pasa en la India con la emergencia del hinduismo. Frente a la globalización hay una territorialización. Se reacciona con la búsqueda de identidades y raíces históricas en las tradiciones nacionales. Eso es protegerse, meterse en la concha del estado-nación, frente a la dinámica globalizadora o homogeneizadora. También tiene que ver con la 'dualización' social que ha generado la globalización: en todos los países hay un sector globalizado y un sector territorializado que se ha quedado abandonado, que se siente menospreciado y reacciona con la autoafirmación de sus tradiciones y culturas.
P: Sostiene que, más que protegernos en particularismos, deberíamos lanzarnos al nuevo mundo.
R: Sin duda, no hay alternativa. La realidad se impone. La globalización es indiscutible. La humanidad está vinculada de mil modos, desde el cambio climático hasta el precio de la luz (como vemos ahora, no depende de nosotros, sino de los mercados internacionales). El futuro de los países no está dentro de ellos sino fuera. El gran problema es que, aunque tenemos una sociedad global muy vinculada, no tenemos instrumentos de gobernanza global. La gobernanza sigue en manos de Estados que gestionan un territorio y una población pero son incapaces de gestionar los fenómenos globales. Ese el gran problema del siglo XXI.
P: También le disgusta el “localismo temerario” de los medios de comunicación.
R: Los medios tienen dos problemas. El primero es que, como se dice habitualmente, 'Good news is no news': las buenas noticias no son noticia, porque no llaman la atención. El otro problema es el presentismo: los medios nos bombardean constantemente (ahora también las redes), con sucesos y eventos y eso nos impide ver la envolvente. Vamos de fotografía en fotografía, dramáticas todas ellas, pero no vemos la película. Con lo cual no sabemos ni de dónde venimos ni a dónde vamos. Tenemos una sensación de desconcierto mayor cuanto más informados estamos.
P: Mantiene lo que usted mismo reconoce como una opinión “políticamente incorrecta”: que el mundo va bien, pero Europa va peor.
R: Nunca en la historia de la humanidad tanta gente ha vivido durante tanto tiempo con tanta seguridad, libertad y prosperidad. No es el mejor de los mundos posibles, pero es el mejor de los mundos que han existido. La gente no se da cuenta, porque no percibe la envolvente, la película. Y sobre Europa: los países de Europa son muy pequeños. O se unen, o Europa será anegada por la historia, y el destino del Viejo Continente se escribirá fuera de él, como el destino del mundo se ha escrito en Europa durante 200 años. Cambiarán las tornas.
P: Y sobre nuestro país: “El futuro de España está fuera, no dentro”.
R: Solo un país fuerte será respetado fuera. España en este momento no es un país fuerte, ni articulado, ni con unidad en su Gobierno. Eso proyecta hacia afuera una imagen confusa. En este momento hay casi dos políticas exteriores, en vez de una, y ninguna consensuadas con la oposición. En relación con América Latina o el Sáhara, te encuentras con una parte del gobierno que hace una política y otra parte –apoyada por un ex vicepresidente- que tiene otra diferente. Todo esto genera una sensación de debilidad que se percibe en la UE y EE.UU, donde por cierto hay mucho malestar con la política exterior española.
P: Una política exterior donde esta hace poco jugó un papel importante el rey Juan Carlos.
R: El rey emérito ha sido un magnífico rey pero un ciudadano manifiestamente mejorable. Esta es la realidad final. Eso no tiene por qué poner en entredicho la institución. Yo creo que la monarquía es fundamental. La defensa de la democracia en España pasa por la defensa de la monarquía parlamentaria. Es una pieza esencial del juego institucional y político en nuestro país. Entre las veinte mejores democracias del mundo está la casi totalidad de las monarquías parlamentarias: Japón, Suecia, Noruega, Dinamarca, Reino Unido, Bélgica y España. Esto no es casual. Las monarquías aportan algo que las democracias no tienen, como una magnífica representación exterior. El rey emérito hizo una magnífica política exterior con España y el rey actual lo está haciendo en la medida que le dejan.
P: Llama la atención sobre un asunto: España tiene mejor imagen fuera que dentro de nuestras fronteras.
R: En los sondeos vemos que la reputación exterior de España es mejor que la interior. Somos un país muy autocrítico, con una larga tradición de demonización de nuestra historia, de negación de los símbolos de unidad y de que la misma España sea una nación. Es una autocrítica exagerada. Somos un gran país con grandes activos: su democracia, sus grandes empresas, científicos, artistas, deportistas, etc. También está la lengua española, muy importante en la globalización cultural. España tiene muchos activos, pero necesita dirección y unidad y eso es lo que se echa más de menos: un gobierno dividido y con fuerzas que están en contra de España en muchos sentidos, que quieren acabar con esta Constitución. Eso se percibe en todas partes.
P: Propone dos planes simultáneos para la política exterior: plan A y plan B.
R: Nosotros no estamos haciendo ninguno de los dos. El A es el tradicional, que es el consenso de la Transición sobre la política exterior y pivota sobre dos ejes: Europa (la UE) y Estados Unidos (la OTAN). Ahora no están en su mejor momento. Por eso, a la vez que necesitamos esa multilateralidad fuerte, hay que pensar en un plan B simultáneo: una bilateralidad fuerte, estratégica, con un mínimo reducido de países. Por supuesto, tienen que estar nuestros tres vecinos (Francia, Portugal y Marruecos), los dos grandes países europeos (Alemania y Reino Unido), Estados Unidos y uno o dos países latinoamericanos (entre ellos México, indiscutiblemente).
P: ¿Es optimista o pesimista sobre el futuro?
R: Lo que está pasando es positivo. Los millones de personas que vivían en ocasiones al borde de la inanición están saliendo de esa situación. Se están incorporando a una clase media global y lo que buscan es parecerse a nosotros. Y eso no está mal. El problema es hacerles sitio y son muchos. No tenemos más remedio que construir un mundo en el que ese bienestar global sea posible. Hasta ahora se ha conseguido: los indicadores han mejorado significativamente en las últimas décadas. Y la razón es que hay una tríada de instituciones básicas muy efectivas y que tenemos que defender: la democracia, la economía de mercado y una racionalidad y cultura basadas en la ciencia. La tecnociencia ha sido el gran instrumento de la humanidad en los últimos 300 años.
P: Y frente a la opinión general, también es optimista en relación a la lucha contra el cambio climático.
R: Todos los escenarios que hablan de las limitaciones de los recursos no tienen en cuenta la tecnología, que es la variable que permite utilizar mejor los recursos de que dispones y descubrirlos en sitios donde no podías obtenerlos antes. Hemos visto una transición de la energía basada en el carbón, el petróleo y el gas a las energías renovables. No descarto que se produzca un avance o un descubrimiento que nos permita abordar de forma más efectiva el cambio climático. No debemos dejar de invertir en tecnología nueva porque puede solucionar el problema. El conocimiento ha sido la variable clave de la historia de la humanidad. Y en los últimos años ese conocimiento se manifiesta en la tecnología y la ciencia.